Como un espejo paseando a lo largo de la historia, la literatura argentina ha capturado imágenes diversas de Eva Duarte durante los cincuenta años que transcurrieron desde las 20.25 de un 26 de julio de 1952, en que Evita Perón entró en la inmortalidad. Con la nitidez de un espejo de cristal, o con las distorsiones de un espejo curvo, relatos, poemas, novelas y obras de teatro han ido refiriendo y configurando, a través de la representación de Eva Perón, zonas del imaginario político y social, en consonancia con las versiones de la historia peronista o en franca disidencia con ellas. El seguimiento de esta figura política en la literatura argentina diseña, entonces, un mapa en cuyo recorrido se articulan los núcleos de confrontación ideológica que signaron medio siglo de la vida política y cultural argentina.
Narrar la muerte de Eva Perón y narrar los efectos de esa muerte fue tarea de muchos escritores y poetas; narrar la vida de Eva Perón y narrar las encrucijadas de esa vida fue, en cambio, tarea de historiadores, ensayistas y biógrafos, desde las iniciales aproximaciones de Juan José Sebreli (Eva Perón ¿aventurera o militante?) y David Viñas (“Catorce nuevas hipótesis de trabajo en torno a Eva Perón”) hasta las biografías de Marysa Navarro (Evita) y Alicia Dujovne Ortiz (Eva Perón. La biografía), entre otras. Porque la literatura representó centralmente los usos del cuerpo muerto de Eva Perón, hilvanando una historia de las apropiaciones reales o simbólicas de ese cuerpo, y de las resignificaciones políticas e ideológicas de un cadáver destinado a no morir.
La serie literaria se inicia en 1957, cuando el injuriado Jorge Luis Borges publica “El simulacro”, un breve relato que narra, bajo la forma que su título anuncia –la del simulacro– el funeral de Eva Perón. En un rancho de un pueblito del Chaco se reproduce el velorio de Evita en una puesta en escena donde todo es simulación: el ataúd de Evita es “una caja de cartón con una muñeca de pelo rubio”, y un enlutado, alto, flaco y aindiado representa a Perón, que recibe las condolencias de viejas desesperadas, chicos y peones de campo. Se trata de una “fúnebre farsa” que, al reiterarse en varios puntos del país, designa como simulacro y como farsa a la totalidad de la política argentina durante el peronismo. Unos años después, David Viñas vuelve a narrar el funeral de Eva Perón en el cuento “La señora muerta”. Si bien no es una farsa como el relato de Borges, también allí se narra una farsa: el protagonista del cuento se suma a la cola de gente que espera entrar al velatorio de Eva Perón para levantarse a una mujer (“él había ido a la cola para eso”). Sin embargo, el funeral impide el contacto sexual: cuando la pareja busca un lugar más íntimo, descubre que todos los hoteles de la ciudad están cerrados. Mientras en el cuento de Viñas el duelo nacional decretado por el Estado anula los encuentros sexuales (no hay zonas habilitadas para el placer en una ciudad cuyos relojes se han detenido por la muerte), en la novela de Mario Szichman, A las 20:25 la Señora entró en la inmortalidad, ese mismo duelo nacional impide que los Pechof entierren a una familiar que se les ha muerto, porque durante esos días se cancela la entrega de certificados de defunción. La novela exhibe entonces otra versión del tiempo detenido que sigue a la muerte de las dos mujeres (“todas las horas estaban aprisionadas en una sola y la noche era crónica”); pero mientras el cuerpo familiar se pudre en la bañera, al cuerpo embalsamado de la Señora se lo maquilla como si estuviera vivo.
A mediados de los años sesenta, se publican dos intervenciones literarias signadas por el acercamiento de los jóvenes de izquierda al Perón del exilio. “Esa mujer” de Rodolfo Walsh y Las patas en las fuentes de Leónidas Lamborghini formulan dos respuestas políticas a través de la representación del cadáver proscrito de Eva Perón (cuyo nombre propio, también proscrito, no es mencionado). “Esa mujer” narra, en el cruce del género policial y el relato periodístico, la frustrada investigación de Walsh para encontrar el cuerpo de Evita a través de un diálogo con el teniente coronel Carlos Moori Koenig, quien había liderado la operación comando que raptó el cadáver de la CGT. Ese cadáver funciona en el relato como el objeto de deseo tanto del teniente coronel (“Es mía –dice simplemente–. Esa mujer es mía”) como del periodista, que descubre en “esa mujer” la posibilidad de escribir una gran historia y a su vez, el punto de comunicación con los sectores populares: “Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte (...). Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra”. Leónidas Lamborghini, en cambio, se vale de la voz popular del poema “El solicitante descolocado” para proclamar que la inmortalidad de Evita trasciende la mortalidad de su cuerpo: “Que se pudra / que se seque / el cadáver / que no muere / ronda la ronda / de los secuestradores / que son los libertadores / y destruyamos / su hermoso barniz / su armadura barniz / y bailemos (...) ¿Y ha muerto ya? / pero no muere el Cadáver / que no muere / y bailemos / y hay que seguir bailando / meada y puteadas / hasta que / que se pudra / que se seque / pero no / muere”.
A finales de los años sesenta, Copi escribe la obra de teatro Eva Perón, que se estrena en 1970 en París. Con Copi, ingresa a la literatura argentina una Eva Perón viva, que representa su propia voz. Al escándalo que produce una Evita guaranga (su primera palabra, que a su vez inicia la obra, es “Mierda”), se suma el hecho de que esta Eva Perón habla no en español sino francés (en cuyo eco resuena el rioplatense afrancesado del otro gran mito argentino, Carlos Gardel). En su primera representación teatral, el papel de Eva Perón fue interpretado por un hombre, con lo que se tornaba literal la virilidad ya atribuida a Evita (“¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!” exclamaba el coronel de Rodolfo Walsh) en oposición a la pasividad femenina de Perón, que permanece casi mudo a lo largo de la obra (una imagen fundada en “El simulacro” de Borges, donde el Perón simulado recibe los pésames con “las manos cruzadas sobre el vientre, como mujer encinta”). La pieza de Copi presenta una Eva Perón viva, que simula el cáncer para luego huir, dejando el cuerpo muerto de su enfermera a quien mata para que ocupe su lugar. Si por un lado Copi pone escena los mitos antiperonistas sobre Eva Perón (una Evita asesina, una Evita actriz que actúa su enfermedad, una Evita sólo fascinada por los vestidos y las joyas), al mismo tiempo, presenta una Eva Perón que, lejos de ser un cadáver, se ha fugado y está plena de vida: “Eva Perón no está muerta, está más viva que nunca”.
Y en efecto, en los años setenta la figura de Evita está “más viva que nunca”. Después de la devolución de su cuerpo a Perón en junio de 1971, Evita regresa convertida en la bandera de lucha de los jóvenes revolucionarios de la izquierda peronista. Es la Evita radicalizada y heroica del poema “Eva Perón en la hoguera” de Leónidas Lamborghini, quien, en 1972, le devuelve la voz para reescribir La razón de mi vida en clave revolucionaria. A la radicalización política de Evita se suma su liberación sexual en los tres relatos que integran “Evita vive” de Néstor Perlongher. Con las voces de tres lúmpenes (“una marica mala”, un drogadicto y un cafishio bisexual), se narra el retorno desde el cielo de una Evita desenfrenada, pura corporalidad, que se mezcla en una orgía de sexo y de droga, y promete su eterno regreso: “Sí, total, Evita iba a volver: había ido a hacer un rescate y ya venía, ella quería repartirle un lote de marihuana a cada pobre para que todos los humildes andaran superbién, y nadie se comiera una pálida más, loco, ni un bife”. Unos años más tarde, el mismo Perlongher, en los poemas “El cadáver” y “El cadáver de la nación”, se centrará en el cuerpo muerto de Eva Perón para desarticular la operación oficial de embalsamamiento de un cuerpo sin vida, a través de la exhibición de los mecanismos por los cuales un cuerpo muerto muta en “cadáver de la nación” y en cuerpo mítico. Esta Evita revolucionaria reaparece finalmente en 1989 en la novela Roberto y Eva de Guillermo Saccomanno, pero convertida en un personaje literario, esto es, en un personaje de Roberto Arlt. Saccomanno recupera a una Eva Duarte anterior a Perón; una Evita feminista, con fuerte conciencia de clase, que desdice así la conocida afirmación de Perón que sostenía “Eva Perón es un producto mío. Yo la preparé para que hiciera lo que hizo”.
La Evita revolucionaria que vuelve en los años setenta convive con otra Eva Perón que también vuelve, pero transmutada en puro espíritu. Se trata del regreso que Tomás Eloy Martínez narra en La novela de Perón: mientras el cadáver devuelto de Evita reposa en el altillo de Puerta de Hierro, José López Rega inicia los conjuros para traspasar su alma al cuerpo de Isabel Perón, buscando vaciar el cuerpo de Evita, sin modificarlo: “En sus venas descansará el mismo río de formaldehído y nitrato de potasio que la mantiene incorrupta, su corazón despertará en el mismo punto del cuerpo cada mañana de la historia, nada empañará la beatitud de su cara. Pero su alma deberá entrar, esta noche, sin falta, en el alma de Isabel”. En ese momento, Adolfo Bioy Casares narra, en clave secreta, la misma historia: imposible no leer en su novela de 1973, Dormir al sol, la versión paródica del traspaso de almas en un relato que concibe la posibilidad de separar el cuerpo del alma, y de aislar el alma por medio de una intervención quirúrgica. En la trama, se traspasa el alma de Diana –a quien se denomina “la señora” o “esa mujer”– a una perra, y el alma de una joven enferma al cuerpo de Diana. (Años más tarde, en 1991, será Fogwill quien volverá sobre el traspaso de almas en Una pálida historia de amor, en un personaje a quien todos llamaban Estrella “aunque su nombre era Estela, que después, mucho después, cuando ya no se llamaba Estela sino Isabel, Zulema o Equis, supo que significaba estrella en italiano”).
A la Evita viva de los setenta se opone la verdadera momificación de la Eva Perón de los años noventa. La literatura capta muy tempranamente que los tiempos del peronismo menemista no necesitan de “cadáveres de la nación” que se mantengan vivos. A la primera representación del cadáver inerte de los noventa que aparece en “El único privilegiado” de Rodrigo Fresán en 1991, donde el cuerpo muerto de Eva Perón sirve de iniciación sexual a un adolescente de clase alta (en franca oposición al cuerpo vivo de Evita en la orgía de los lúmpenes), se suma la fugaz mención que hace Ricardo Piglia de Eva Perón, al año siguiente, en La ciudad ausente, donde Evita, al igual que Elena, la mujer de Macedonio, aparece encerrada ella también en un museo: “He sido lo que he sido, una loca argentina a la que han dejado sola, ahora, abandonada para siempre”.
Los años noventa cierran el ciclo de la Evita que vive, y obturan su regreso. En La pasión según Eva de Abel Posse se detalla precisamente la gestación de esa muerte. El relato se inicia nueve meses antes del 26 de julio de 1952 y se cierra con la voz de Evita después de muerta, que relata la historia de su cadáver hasta el reencuentro feliz y reconciliado con Perón en Madrid: “Allí nos reencontramos. Como siempre, en silencio. Era una mañana como sólo las puede tener Madrid cuando quiere. Y él vio que yo le había guardado mi levísima sonrisa. Y nos volvimos a decir todo, como cuando comíamos en el Munich de la Costanera y cuando él, con el café, encendía aquel cigarro negro, que olía igual al del abuelo Diógenes”. La palabra de Eva Perón ha dejado de ser política para convertirse en la voz de ultratumba de una fiel enamorada, en un final de literatura fantástica. Esta operación iniciada por Abel Posse concluye en Santa Evita de Tomás Eloy Martínez, que narra la historia macabra del cadáver de Eva Perón en un relato donde Evita encuentra su destino de heroína literaria del realismo mágico latinoamericano. Porque después de muerta, la Eva Perón de Santa Evita es el pasivo cadáver manipulado (por el médico, por los militares, por quienes trasladan su cuerpo, por la niña que juega con ella como si fuera una muñeca) cuya única acción es multiplicar mágicamente las velas y las flores en los diversos lugares donde los militares intentan esconderla. Con la conversión de Rodolfo Walsh en un personaje de la trama que renuncia al encuentro del cadáver (“No. Esa mujer no es mía”) e inviste al también personaje Eloy Martínez como su legatario, Santa Evita devela los enigmas policiales de “Esa mujer” y clausura su radicalidad política.
Voz conciliada, cuerpo mudo, icono de la cultura massmediática, la potencialidad política de Eva Perón ¿ha sido finalmente conjurada?
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Publicado originalmente en “Cultura”, suplemento del diario La Nación, el 14 de julio de 2002.
El curso Literatura argentina y peronismo en los años setenta, a cargo de Sylvia Saítta, tendrá lugar los viernes 6, 13 y 20 de abril, 4, 11 y 18 de mayo de 18:30 a 20:30.
Las fotos que acompañan a este artículo forman parte de la muestra Sara Facio. Perón.
Viernes 6, 13 y 20 de abril, 4, 11 y 18 de mayo de 18:30 a 20:30. Biblioteca
Este curso propone la lectura de algunas representaciones ficcionales del peronismo como una de las claves de la literatura argentina en su diálogo con la historia, sus mitos y sus formaciones culturales.
Por Sylvia Saítta
Viernes 6, 13 y 20 de abril, 4, 11 y 18 de mayo de 18:30 a 20:30. Biblioteca
08.03— 30.07.18
Sara Facio
Perón
La exhibición incluye un conjunto de aproximadamente 115 fotografías –en su mayoría inéditas–, seleccionadas especialmente para la ocasión en colaboración con la artista.
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