“Hemos pensado demasiado que el arte puede cambiar la vida, al menos efímeramente; pero creo en la corriente inversa: la vida reta al arte y, en consecuencia, al pensamiento sobre el arte”.
—Ileana Diéguez [2]
Históricamente el espacio público fue un lugar prohibido, lleno de prejuicios para las mujeres. El lugar natural adjudicado al colectivo femenino fue el privado, el mismo se planificó a través de todo un sistema educativo, proyectado por los filósofos contractualistas desde el siglo XVII en adelante, especialmente por Jean-Jacques Rousseau. Aquellas que osaban salir de la esfera doméstica eran justificadas por sus necesidades económicas –ya que no se pensaba que las mujeres pudieran desear otros destinos para sus vidas–, y sobre ellas recaían toda una serie de prejuicios y recelos contra los que se siguen luchando aún hoy. En ese sentido, el espacio público aún continúa configurado a través de las variables de clase y etnia, interceptadas por la transversal de lxs génerxs.
Es por ello que en el origen de los movimientos feministas se encuentre la calle como espacio de reflexión, lucha, cuestionamientos, rebeldías. Desde el sufragismo a la segunda ola [3], el espacio público fue el territorio en donde convergieron y se difundieron reclamos, denuncias y reivindicaciones.
Sin embargo, la experiencia de la calle no estuvo sola. Ésta se articuló junto a otra práctica que, desde los años 60, surgió desde dentro de los movimientos feministas radicales estadounidenses, extendiéndose rápidamente: los grupos de autoconciencia o concienciación. Dicha herramienta de acción operó en la desarticulación de la opresión femenina, construyendo teoría desde la experiencia personal e íntima y vivenciando “lo personal es político”. Quien le diera nombre, Katia Sarachild, señala: “La decisión de hacer hincapié en nuestros sentimientos y experiencias como mujeres y de contrastar todas las generalizaciones y lecturas que habíamos realizado con nuestra propia experiencia, constituía en realidad, un método científico de investigación. De hecho, estábamos repitiendo el desafío que la ciencia del siglo XVII lanzó al escolasticismo, ‘estudiar la naturaleza, no los libros’ y someter todas las teorías a la prueba de la práctica viva y de la acción”. [4]
Esta metodología de trabajo buscó vehiculizar la interpretación política de la vida cotidiana, redefiniendo lo que se entendía por político. En gran medida, la práctica de la concienciación auspició de catalizador para manifestaciones artísticas en donde las creadoras feministas buscaron expresar a través de las experiencias personales, sus críticas al patriarcado. Al respecto, Amelia Jones señala: “En el mundo del arte, el aumento de la conciencia se consideraba en paralelo al hacer arte (…) a través de la cual las artistas expresaban su propia experiencia como sujetos femeninos inmersos en la cultura patriarcal”. [5] El empleo de estrategias del arte y del activismo feministas se fusionaron con el fin de desarticular el entramado opresivo que rodeaba a las mujeres, y así llevar la conciencia política tanto a la calle como a espacios inauditos, es decir, a las instituciones del arte.
Las herramientas políticas que, como he señalado, emplearon los feminismos desde los años 70 –la calle y los grupos de concienciación, entre otras–, han sido resignificadas en la actualidad, a través de piezas realizadas por artistas/activistas feministas mexicanas, quienes trabajaron y trabajan la violencia misógina, el acoso y la violación de los derechos de las mujeres en su país. Empleando diferentes estrategias, tanto Mónica Mayer como Lorena Wolffer, han continuado con un legado feminista que viene de los 60, reactualizando sus tácticas para abordar dichas problemáticas. En ese sentido, si bien la calle continúa conformando un laboratorio experimental para el activismo, en las piezas de Mayer y Wolffer los grupos de concienciación han dado paso a los relatos en primera persona de transeúntes, que espontáneamente, participan de ellas. Es así que el relato privado de los grupos de concienciación de los años 70 da paso abiertamente al trabajo con los testimonios públicos de la primera década del siglo XXI.
Aunque el accionismo nombre prácticas que operan por medio de acciones directas, las que generan procesos de estetización o de investigación en relación con el espacio público y sus transeúntes, en las propuestas de Mayer y Wolffer convergen estrategias que vienen de las prácticas feministas, en donde el peso del relato en primera persona fue y sigue siendo fundamental, ya que se vuelve material político desde el cual subvertir el sistema de inequidad. Así, los testimonios de las mujeres van tejiendo una narrativa que discute con el Estado y sus estadísticas, conformando un contradiscurso de lo nacional.
Varias de las propuestas de Mayer y Wolffer son procesuales, es decir, ellas están determinadas por procesos temporales que van sufriendo alteraciones según el lugar y el momento en que se desarrollen. En ese sentido, estamos ante trabajos que tienen cierta resistencia hacia los espacios de exhibición, o que, cuanto menos, plantean desafíos a la hora de ser expuestos. Ya sea en piezas como El Tendendero (1978-2015) de Mayer o en Réplicas (2008-2009) de Wolffer, los relatos personales se vuelven estrategia de denuncias públicas, por tanto, políticas. El agenciamiento de las mujeres va acompañado por procesos de autoafirmación del yo, de sanación y de reparación empleando sus voces, sus palabras. La vida se integra de tal manera con el arte que desafía a los propios discursos de enunciación y los límites se vuelven porosos. Arte, vida, activismo, feminismo, son un único lenguaje para estas artistas/activistas.
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[1] Fragmento de una ponencia presentada en las XIII Jornadas Nacionales de Historia de las Mujeres y VIII Congreso Latinoamericano de Estudios de Género, Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (UBA)/Universidad de Quilmes/Facultad de Ciencias Sociales (UBA), Buenos Aires, 24 al 27 de julio de 2017.
[2] Ileana Diéguez: Escenarios liminales. Teatralidades. Performatividades. Políticas, CDMX, Toma, Ediciones y Producciones Escénicas y Cinematográficas, 2014, p. 182.
[3] Sufragismo: movimiento originado en la segunda mitad del siglo XIX, se extiende hasta la primera mitad del Siglo XX. Momento en el que las mujeres reclaman la igualdad ciudadana, centrándose en el sufragio universal y su derecho a votar. Segunda ola: se origina al calor de los años sesenta del siglo XX, los reclamos feministas buscan cambios más radical, el de denunciar la opresión de la mujer como sexo, desarticular al patriarcado con objeto de buscar una sociedad más justa. Algunos de los lemas de entonces fueron, ‘nuestros cuerpos, nuestra historia’ y ‘lo personal es político’. La maternidad deseada, la menstruación, el aborto y el orgasmo femenino, fueron temas que pusieron al cuerpo en el centro de la escena de este momento.
[4] Kathie Sarachild, “Conciousness-Raising: A Radical Weapon”, en Feminist Revolution, Random House, Nueva York, 1978, pp. 144-150. La versión digital puede verse en http://scriptorium.lib.duke.edu/wlm/fem/sarachild.html. Traducción de Marta Malo cito en: Marta Malo: “Prólogo” en Posse, Derive Approdi, Precarias a la deriva, Grupo 116, Colectivo Sin Ticket, Colectivo Situaciones: Nociones comunes. Experiencias y ensayos entre investigación y militancia, Madrid, Traficante de sueños, 2004, p. 23.
[5] Amelia Jones: “Herejías feministas: el ‘arte coño’ y la representación del cuerpo de la mujer, en Herejías. Critica de los mecanismos (cat. expo.), Palma de Gran Canaria, Centro Atlántico de Arte Moderno, 1995, p. 591.
Visita internacional
Lorena Wolffer
Desde hace más de veinte años, la obra de la artista y activista cultural Lorena Wolffer abre un espacio para la enunciación y la resistencia en la intersección entre el arte, el activismo y el feminismo.
Entrevistada por María Laura Rosa
Lunes 2 de julio a la 18:00. Biblioteca