En la conferencia «La estatua y la piedra» pronunciada en Turín cuando corría el año 1997, José Saramago reflexionaba sobre su actividad literaria y –en relación con los personajes construidos en su ficción– advertía:
El autor prefiere dar tres o cuatro pinceladas como tres o cuatro puntos cardinales, pero nada de describir metódica y minuciosamente rostros, alturas, figuras, gestos… el autor prefiere que sea el lector quien asuma esa tarea y esa responsabilidad.
Esta frase, reproducida en estilo indirecto como si de otra persona se tratara, lo involucra de cuerpo entero y no puede ponerse en duda porque el conjunto novelesco del que es responsable lo atestigua con creces. Los lectores del Nobel vamos haciéndonos una idea de los diferentes personajes con los que interactuamos a partir de la mínima información que el narrador nos proporciona. Y, si bien no conviene obviar datos relevantes, como la mano izquierda que le falta a Baltasar Siete Soles o los ojos azules de Juan Maltiempo, podemos no ponernos de acuerdo acerca de la imagen mental que nos hacemos de todos ellos en nuestras asociaciones íntimas. De allí que no exista un acuerdo tácito respecto del porte o la figura de los más conocidos.
Ahora bien, si esta afirmación del autor vale de manera general para todas sus novelas, hay una que la desmiente rotundamente y esa es Claraboya, la narrativa de 1953 publicada póstumamente en 2011. Y esto, porque suscita un cimbronazo en la familia literaria en la que se inserta debido al procedimiento diferencial con el que opera. En lugar de esas tres o cuatro pinceladas de las que habla el autor en la conferencia, hay un número significativo de párrafos dedicados a descripciones físicas y comportamentales que nos ponen de relieve los tipos portugueses de la época, desde los más nobles y comedidos hasta los tacaños, especuladores y viciosos.
Podríamos realizar un listado exhaustivo de cada uno de los habitantes de ese edificio en el que se apoya la trama ya que el argumento se ciñe a la vida privada y la actividad pública de los vecinos que interactúan en el condominio. Sin embargo, lejos de ayudarnos, ese cuadro de doble entrada nos desvirtuaría del objetivo último que es mostrar como Saramago estaba todavía apegado al discurso naturalista decimonónico cuando enveredó por los caminos de la ficción a los veinte y pocos años. En esta novela se observa un registro exhaustivo de caracteres que más que mostrar su dinámica, su permeabilidad y su alternancia en relación con las experiencias vividas, acaba transformándose en una red de estereotipos casi irredentos. Tomemos por caso a Lidia, una de las inquilinas. El hecho de que ejerza la «fina» prostitución la estandariza en un lugar predefinido que no le da amplitud para moverse por fuera de las convenciones sociales asumidas y los prejuicios concomitantes.
Algo importante a considerar en torno de lo que venimos señalando tiene que ver con la autonomía del estilo. No por el hecho de estar influenciado por la vertiente más radical del realismo, el joven escritor se limita a reproducirlo a ciegas. Hay algunas indicaciones muy precisas que nos muestran que los elementos descriptivos introducidos juegan un papel destacado en el trazado de las personalidades. Es el caso de la repetición de ciertos rasgos, como los ojos mortecinos de Justina o la gordura de Caetano, que atraviesan los diferentes capítulos con igual insistencia y que reemplazan otros más notorios o novedosos que se podrían incluir. Es como si el narrador quisiera que no nos olvidáramos de esos aspectos anatómicos o fisiológicos antes de seguir adelante en la lectura.
El recurso se vuelve evidente y contrastable cuando además de enfatizar un detalle físico con ciertas particularidades, estas le sirven también para otras puntualizaciones. El color de cabello de Emílio Fonseca, por ejemplo, que es «rubio, de un rubio pálido y distante» se contagia a sus ojos que se muestran también «pálidos y distantes» sobre el final del mismo capítulo. El tópico sobre el que nos estamos extendiendo sería solo singular e idiosincrático si no trajera aparejado una impronta que no puede pasarse por alto y que se destina a realzar la fealdad de ciertos y determinados cuerpos. El adjetivo «feo» -en este contexto- alude a aquellos que no gozan de atributos físicos de armonía y perfección conforme los códigos sociales y culturales de belleza admitidos como legítimos y valiosos. Este dato sorprende claramente en un escritor como Saramago tan preocupado por cuestiones éticas y políticas de relevancia, de allí que sólo pueda explicarse por la difusión y vigencia de cierta literatura, aun de la vertiente más erudita, que circulaba entre los años 30 y 40 de ese país europeo y que iba definiendo el gusto y la tendencia de sus lectores.
Hay que decir que esta referencia a la fealdad no es inocua ya que atraviesa el libro de cabo a rabo. Fuera de un único personaje femenino, el de Maria Claudia, que está dotado de cualidades que la enaltecen: cuerpo delicado y bien formado, ojos azules, cintura fina y esbelta etc., los otros personajes de la obra son siempre presentados como poco agraciados pero nunca de manera tan ostensiva como Justina y Caetano, en cuya semblanza desaparece la apacibilidad de los caracteres. Los párrafos que transcribo a continuación tienen que ver con la percepción que tienen el uno respecto del otro y que es menos generosa que la que le prodigan los externos:
Justina era [para Caetano] un ser asexuado, sin necesidad ni deseos. Cuando ella, en la cama, en la casualidad de los movimientos, le tocaba, se apartaba con repugnancia, incómodo por su delgadez, por sus huesos agudos, por la piel excesivamente seca, casi apergaminada. «Esto no es una mujer, es una momia» pensaba.
[Justina] vio al marido. Su rostro aterraba. Los ojos saltones, el labio inferior más caído que de costumbre, el rostro enrojecido y sudado, un rictus animal torciéndole la boca… era el rostro de un hombre arrancado a la animalidad prehistórica, de una bestia salvaje encarnada en un cuerpo humano.
Estas y otras expresiones que se suman a la larga lista: pies grandes y deformados, vientre hundido, pechos blandos y caídos etc. nos muestran a estos sujetos ficcionales de manera casi mostruosa ligados entre sí por el espanto o por la piedad más que por el amor genuino, lo que torna inexplicable la convivencia que los reúne en la misma casa como una pareja consolidada. Y, sin embargo, no pasan de ser vecinos comunes y corrientes que llevan su vida como todos los demás. Más que de un estigma, se trata de una exageración que bordea el expresionismo naturalista que le era tan caro al escritor primerizo.
Claraboya da muestras acabadas de arcaísmo estilístico y demuestra que la literatura de José Saramago en los años 50 estaba desfasada de las tendencias neo-realistas que habrían de imponerse en un Portugal que empezaba a criticar a la dictadura. Saramago le había entregado los originales a una editorial que la cajoneó durante cuarenta y siete años, y que quiso hacerla pública en 1989 aprovechándose de su furor en el mercado. El escritor recuperó el material y se negó a concretar la empresa, asegurando que saldría a la luz después de su muerte porque no correspondía a sus expectativas. Para sus fieles lectores, la edición póstuma es un importante guiño sobre su genealogía.
Fuentes Consultadas
Saramago, J. (2013). A estátua e a pedra. Lisboa: Fundação José Saramago.
Saramago, J. (2011). Clarabóia. Alfagride: Caminho. Traducción al español de Alfaguara.
El curso Introducción a la narrativa de José Saramago, a cargo de Miguel Alberto Koleff, comienza el lunes 9 de mayo.