Diario
Literatura

Sobre Un hombre enamorado, de Karl Ove Knausgård
Por Juan José Becerra

No nos dejemos impresionar de antemano por la figura de Karl Ove Knausgård, que se ha ganado rápidamente el consenso de las capitales de la cultura por las 3500 páginas de Mi lucha –la misma cantidad que En busca del tiempo perdido, y menos de la mitad de las que tiene la obra de César Aira– y hoy The New Yorker premia su descomunal éxito alquilándole un auto para que nos cuente qué cosas noruegas ve un noruego en las banquinas de los Estados Unidos de América.

Tampoco dejemos de hacerlo porque, sin dudas, se trata de un caso de clínica literaria que hay que observar con cuatro ojos. Con los primero dos, los del prejuicio, se juzga todo lo que no sea la obra. Con el otro par, los ojos “inteligentes” que tenemos en la nuca, los que no necesariamente ven la imagen que nos dan las cosas, hay que obligarse a leer esa montaña de papeles donde nos espera la cuestión de fondo: ¿es Knausgård un gran escritor? Sí y no, y no vale separar el rechazo de la aprobación porque están muy conectados a nivel atómico. A lo sumo salgamos del paso con un “ni” o con un “so”.

Esta visita es al segundo tomo de Mi lucha, llamado “Un hombre enamorado” (2014), que cuenta la larga historia de un hombre enamorado de sí mismo, del acto de escribir y de la familia que ha formado con su mujer, hermosa e inestable. La primera impresión es que en este libro no hay arte literario si se considera el arte literario como un acto de concesión máxima o mínima al barroquismo, al estilismo,  a la decisión formal de decir algo más (algo más vertical que el hecho horizontal de contar hacia adelante) y a la ilusión de conquistar sentido. La segunda, sucedánea de la primera, es que la literatura es un trabajo de fuerza, de mano de obra física, como la de los estibadores. Cosa que nadie que haya escrito al menos una página podría desmentir, pero que en el régimen de Knausgård nos lleva a pensar que, si seguimos así, knausgardisados, la literatura se convertirá muy pronto en una disciplina olímpica más o menos parecida al lanzamiento del martillo.    

Pero a partir de aquí, esas impresiones cambian. “Un hombre enamorado” es un libro muy extenso y en la extensión, que no es otra cosa que tiempo prolongado de lectura, convivencia con el texto, duración, el lector puede cambiar de opinión varias veces. O al menos una. Ese cambio no es otro que el que produce en la percepción la materialización de un hecho: el de la existencia como vida cotidiana. Knausgård va acumulando dramas ínfimos, horas de instrascendencia y cigarrillos en los ceniceros, todas experiencias ordinarias que nadie se sentiría tentado a contar si no fuese porque la novela acumula mientrasconsume. Cada descripción, cada “cosa” inventariada al ritmo de un tren que pasa por el centro de la intimidad humana a paso de hombre, es tiempo que se va, por no decir pérdida de tiempo.

“Un hombre enamorado” es la novela de las cosas que pasan pero todavía están, y su acumulación, que es un trabajo de hormiga, produce el efecto multiescópico de estar viendo primero y con un desinterés mortal un grano de arena, luego un horizonte de médanos (que son simpáticas montañas a nuestra escala) y, finalmente, la inmensidad del desierto más extenso del mundo: el desierto de la vida.           

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