La razón por la cual varias de mis películas comienzan con un hecho real, tiene varias explicaciones. Uno podría decir que se me ha vuelto necesario que las cosas que acontecen en una película realmente sucedan dentro y fuera de ella. Sencillamente me siento un idiota escribiendo un guion de la misma nada, preparando una imagen, haciendo como si hubiera algo cuando lo que realmente hay es un abismo. La Ficción es tarea de titanes, y si la ficción no es verdad, entonces yo creería que no es ficción.
En mi caso particular, últimamente se me ha vuelto cuesta arriba ese momento cero, de partir de la misma nada. No es que no confíe en la imaginación. Al contrario: confío demasiado, le entrego todo lo que tengo. Y me suele pasar que si la imaginación se vuelve mínimamente esquemática, entonces me resulta –justamente– poco imaginativa.
Por suerte para salvar momentáneamente ese problema el cine se ha mostrado sumamente generoso con nosotros: nos ha hecho saber que este, nuestro mundo, puede formar parte del suyo, puede ser un mundo filmado y aún más: imaginado.
En La vendedora de fósforos, el particular asunto que se registra es el de un compositor alemán tratando de sacar adelante una música tan árida como imposible dentro de la orquesta del Teatro Colón, convulsionada por reclamos sindicales. Es el corazón documental de un film que se fue montando sobre ese núcleo como en un juego de muñecas rusas. Fuimos literalmente rodeando de ficción a ese centro documental sobre el que gravita el relato. Aunque luego, parados en esa montaña llamado ficción, nos reencontramos de la mano de la pianista Margarita Fernández, un relato musical que le devuelve su aplomo documental y todo se desmorona otra vez.
La vendedora de fósforos participa de una dimensión eminentemente crítica de este presente y desde el momento en que se filma dentro de una institución pública como un teatro del Estado, se trata de un relato atravesado por la política. Sus personajes, en su mayoría artistas y funcionarios, son entendidos como parte de un enorme movimiento en el que no tienen siquiera tiempo para mirar para atrás y ver el desastre que están provocando a sus espaldas. Es posible que esta película tenga algo inevitablemente catártico. Aunque el abordaje no sea psicológico o naturalista, los problemas que tienen esos personajes son mayormente los problemas que tenemos nosotros mismos. Esos problemas conviven con la materialidad misma del cine en este film, que no es otra que imágenes y sonidos. La película no hace tanta diferencia entre la partícula centelleante del viejo celuloide vibrando libre y proyectada al mundo y una redonda pomposa y burbujeante de un clarinete. Se trata de materias relativamente hermanas y con los mismos derechos en el país del cine.
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La vendedora de fósforos se proyecta en Malba Cine los sábados de junio a las 20:00.