15.07.2019

Los órdenes arbitrarios

Por Luis Camnitzer

Un par de horas antes de escribir este texto sobre la obra de Leandro Erlich, pero una hora después de recibir el pedido, alguien me hizo una pregunta que ya no importa. La respuesta, que me escuché dando y que sí es significante para este texto, fue: “Para combatir los órdenes arbitrarios que aceptamos sin cuestionamientos”. Pensé en el momento que, con esto, mi tarea para este catálogo estaba cumplida. Después tomé un tren y entre las sacudidas seguí masticando.

Leandro Erlich. Se vende, 2019.

La frase, efectivamente, sintetiza la obra de Leandro, por lo menos en lo que se refiere a la manera en que me estuvo seduciendo desde hace dos décadas. Pero si bien describe, al mismo tiempo es incompleta. Parece describir una actitud vagamente subversiva, pero también la esquematiza en un acto casi genérico y vacío. No es la frase, sino –en su género cambiante y su ambigüedad– la palabra orden. Constantemente amenazando nuestras vidas. Por un lado, “la orden” nos obliga; por otro, “el orden” organiza nuestros conocimientos. Ambos envueltos en un mismo paquete, nos dicen cómo tenemos que percibir y qué es lo que tenemos que hacer. Es la palabra orden la que, en su pretendido rigor y dogma autoritario, nos invita a dejar las cosas como están mientras que nos permite imaginar solamente a medias. Lo imposible y el absurdo mueren digeridos en su camuflaje imperceptible con lo posible, matando así la fantasía.

Se puede decir que, más allá de los órdenes arbitrarios, la obra de Leandro desafía la palabra “orden” tanto en su autoridad como en su organización. Lo hace insidiosamente (en vernáculo se diría “con mala leche”), porque no desordena, como sería lo obvio, sino que sustituye. La autoridad parece mantenerse y la organización también. Así, después de todo, lo imposible parece posible, lo absurdo se convierte en racional, y lo conocido se pone en duda hasta que llega a tocar lo desconocido. La casita en el árbol, ese sueño efímero encerrado en la infancia y a veces solamente en un deseo, pasa a eternizarse en mampostería. La inocencia se pierde y se convierte en una pesadilla, tierna, pero muy pesada, dada su permanencia. Ese juego entre dos parejas de órdenes, cada una separada por su género (la autoridad femenina y lo organizado masculino, si es que eso significa algo), logra despertar una sensación poética que solamente existe gracias al conflicto introducido por la superposición de Leandro. Las obras, aun si espectaculares en su presencia visual, nos acompañan en esa poesía, y no en la descripción del evento físico. Nos empoderan al hacernos pensar “qué pasaría si…” en lugar de anotar lo que ya pasó. Nos hacen pensar en nuestro futuro en lugar del pasado de otros.

Luis Camnitzer. El museo es una escuela, 2009-2014

La moraleja, entonces, probablemente esté en el cartel inmobiliario de la fachada. Quizás haya llegado verdaderamente la hora de vender los museos para que empecemos a fantasear, a derribar órdenes (no importa su sexo) y a crear por nuestros propios medios.

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Texto de Luis Camnitzer incluido en el catálogo de la exposición Leandro Erlich. Liminal, Malba, 2019.

El propio Camnitzer ha realizado intervenciones en fachadas de diversos museos: su obra El museo es una escuela fue presentada en Malba en 2014 en el marco de la muestra C32–Sucursal. Sobre ella, dijo en aquella ocasión: “El proyecto trata de forzar al museo que acepta a hacerlo a que establezca un contrato de servicios con el público sobre cómo se va a comportar de allí en adelante. Implica que se dedicará a hacer muestras dentro de un espíritu educativo y no funcionar meramente como un depósito de obras coleccionadas en honor de los dueños y los consejos de directores. Se trata justamente de minimizar la huella del ego y acentuar la función pedagógica. Es por eso que insisto en que la obra pase a ser institucional y no como expresión de mi arte, para que el público pueda exigir una rendición de cuentas si percibe que la institución está traicionando el espíritu de la frase. Es por eso que la tipografía es la que normalmente utiliza el museo, el diseño está hecho por el equipo de diseño de la institución y existe un compromiso de publicar una postal "oficial". Es obligar a las instituciones a que dejen de funcionar como mausoleos erigidos en honor de algún individuo o individuos, o de una clase social, y entrar en un contrato social que redistribuya el poder”.

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