Años atrás, escribí un ensayo sobre El jorobadito. Fue un modo de purgar la impresión que me dejó el descubrimiento de la obra de Roberto Arlt a mis veinte años. Enseguida leí el resto de los cuentos, buena parte de las Aguafuertes y El juguete rabioso. Más tarde, Los siete locos, cuya genialidad no dejó lugar para la lectura de El amor brujo y Los lanzallamas, dos novelas que fui aplazando, como si me reservara un tesoro para la madurez. Desde entonces, Arlt se transformó en una referencia literaria inevitable que vi reencarnada en cada lectura de Juan Carlos Onetti.
En una primera lectura, en El amor brujo Arlt impresiona por su dominio de toda una paleta de colores para describir su época sin anacronismos. La pincelada expresionista que ya le conocemos de sus novelas previas, acá es a la vez provocadoramente costumbrista y cínicamente futurista, según los pasajes. Está en el apogeo de un estilo sensorial más vinculado a las Aguafuertes que a Los siete locos. Como si después de este ejercicio descriptivo superior no fuera posible narrar, Arlt dejó el cuento y la novela y se dedicó al teatro y a la crónica periodística.
Podríamos arriesgar, además, una hipótesis para celebrar El amor brujo más allá de su asunto: acá Arlt anticipa cómo describir una ciudad del pasado en el futuro. La mirada arltiana, de algún modo aprehende una estética, el ideal exótico de belleza del pasado, la imagen del suburbio con sus adoquines, siempre atento a aquello que caracteriza a cada lugar en un momento preciso de la historia. No hay generalidades, ni vaguedades, sino una expansiva precisión. De alguna manera, Arlt parece consciente de cómo va a ser leído en el siglo XXI y sus pausas para detenerse en la descripción de una calle en San Fernando o su énfasis para describir los edificios palaciegos de la calle Talcahuano, por ejemplo, son decisivas a la hora de pensar su literatura en la actualidad. Hay en El amor brujo, más que en sus anteriores novelas, párrafos enteros con valor documental.
Las aguafuertes porteñas que durante años hizo por encargo para el diario El mundo, parecen haber inducido en El amor brujo un plus literario: una fusión acabada entre los pasajes descriptivos de la rutina urbana y la psicología de su protagonista, Estanislao Balder, tan pulida como la psicología Erdosain en Los siete locos. Digamos que el expresionismo artltiano acá está en su grado máximo y el asunto amoroso/pasional, que no era central en sus anteriores novelas, acá brilla con una fuerza escandalosa. Si antes el escándalo residía en la miseria pequeño burguesa que traccionaba la hipocresía del matrimonio y la opresión de la familia, ahora un amor subversivo –por asimétrico– aparece como reflujo del anarquismo sui generis de Arlt y puede pensarse como antítesis del nihilismo sentimental vertido en Los siete locos, aunque a fin de cuentas el desenlace de la novela nos devuelva al origen amargo de la cosmovisión arltiana.
El asunto de la novela, si existiera la posibilidad de reducir el asunto a la pulsión de sus protagonistas, podría remitirse al romance obsesivo entre un cínico casado y una muchacha de diecisiete años, Irene, repleta de sensualidad y misterio. Es decir, la novela parece girar en torno a la relación amoral de un ejemplar tóxico de la pequeña burguesía y a una estudiante de familia tradicional disfrazada de ninfa.
Para la época –1932– la novela podría haber desatado un pequeño escándalo, pero no tuvo demasiada repercusión y fue considerada por la crítica como una obra menor del autor de Los siete locos –Arlt era un escritor resistido por los grupos literarios dominantes, sólo admirado por los boedistas–. En 1955, Vladimir Nabokov, con quien por cierto Arlt comparte una visión apocalíptica de la pequeño burguesía y un protagonista agobiado por el goce del cinismo, generaría un escándalo mayúsculo con Lolita. Si bien Nabokov fue más lejos que Arlt en las descripciones de un amor prohibido y, de alguna manera, hizo de la épica carnal una máquina para destruir tabúes, nuestro autor utilizó como fuerza de choque la psicología de un hombre consumido por dos fuerzas en apariencia opuestas que redundan en locura: cinismo y pasión. A lo largo de las páginas, en más de un momento el lector va a tener la impresión de asistir a un drama demente: un hombre que desvía su malestar existencial pagando con una libra de fantasía ese amor asimétrico, o mejor todavía, imposible. Tranquilamente, El amor brujo podría cobijar otro título: El amor loco.
También podríamos decir que el primer tercio de la novela es la historia de una espera amorosa, y de lo que esa espera produce –o agudiza– en la mirada de Balder a la hora de enfrentarse a las miserias de la burguesía, las enfermedades del alma del ciudadano medio –a los ojos de Balder, el noventa por ciento de la población–, el matrimonio y los códigos patriarcales. Con el paso de las páginas, la historia de la espera es la historia de una obsesión que muda hacia una crónica del resentimiento teñida por todas las formas válidas del desprecio que habitan el espíritu de un anarquista como Arlt. En más de un momento, el idealismo de Arlt parece colonizar el alma de Balder.
Ya en la segunda mitad de la novela, el interior de Balder se vuelve voraz y la ciudad queda en un segundo plano. Ese interior irrumpe a través de monólogos interiores, diarios, conversaciones fraudulentas con el elenco de familiares y amigos que festejan a Irene. Siempre, en esa interioridad, lo que emerge desde el inconsciente de Balder es la voz del canalla que modula, según la desesperación que le produce la sensualidad de la ninfa Irene, ilusiones consumidas por el matrimonio, exabruptos de egoísmo y cinismo, fantasías delirantes de viaje, elucubraciones salvajes en torno a la virginidad de una amada. Esta amada, que es en sí el corazón secreto de la novela, se perfila como una mezcla de Lolita y femme fatale cuando bajo el susurro de “chiquito, te amo tanto”, se niega a entregarse pero recurre a un arte antiguo que ejecuta con maestría para desagotar, una y otra vez, el deseo de Balder en la tradicional casa familiar.
En resumidas cuentas, veinte años después de descubrir a Roberto Arlt, la lectura de El amor brujo, además de producirme un deja vu fascinante, confirma algo que debería atravesar a la crítica en general y a los lectores en particular: el paso del tiempo convierte la cualidad estrambótica de ciertos libros en un documento desapercibido de la Historia en el que sobrevive una época, una idiosincrasia, y sobre todo una lengua literaria genial.
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