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Literatura

Por un arte impuro
Por Carlos Gamerro

Hay pocas preguntas que le interesen menos a Burroughs que las demasiado transitadas “¿Qué es la literatura?” o “¿Qué es el arte?” El de Burroughs no es un pensamiento que busque establecer límites, sino derrumbarlos; no de buscar diferencias, sino continuidades: como cuando sugiere que la publicidad, en su trabajo sobre la interrelación entre palabra e imagen, va por delante de las artes (entre otras cosas, porque se ha liberado de pruritos estéticos); o cuando hace suyo el lema de su pintor y amigo Brion Gysin, “la literatura está atrasada cincuenta años en relación a las artes plásticas”, o cuando propone, en La tercera mente, un nuevo paradigma o “nueva alianza” –como luego haría Ilya Prigogine en su libro del mismo título– entre ciencia y arte: “Creo que el arte y la ciencia tenderán a fundirse más y más. Los científicos están estudiando el proceso creativo, y creo que la división entre arte y ciencia se derrumbará y que los científicos se volverán más creativos y los escritores más científicos”.

Burroughs compartió con sus compatriotas-compañeros de ruta de los 50 y 60 el ideal a veces algo vago, por demasiado vasto, de la liberación, entendido no como liberación nacional (ellos eran el imperio, al fin y al cabo), sino personal, o a veces grupal (mujeres, negros, homosexuales): la lucha era contra el “sistema” (denominación omniabarcadora, pero no por ello menos real, que incluye al estado, el aparato educativo, los medios masivos y el mercado). Y un primer malentendido que hay que disipar es aquel que ve en Burroughs a un mero representante de la cultura de la droga o de la psicodelia, a la manera de Aldous Huxley, Timothy Leary, Ken Kesey; o de la vida alternativa o under, a la manera de Charles Bukowski o Jack Kerouac. Burroughs surge con la generación beat, es verdad, pero ésta y su época apenas proporcionan el marco inicial de producción y lectura de sus textos, que la desbordan por todos lados. Lo suyo no es la glorificación de la vida en el camino, o de la bohemia jazzera-rockera, ni tampoco la afirmación del carácter trascendente de la experiencia de la droga. Como es sabido, Burroughs fue adicto a la heroína durante más de veinte años, y escribió su novela más importante, El almuerzo desnudo, durante un período de adicción: los papeles desparramados en la habitación de su hotel tangerino, reunidos y clasificados por sus amigos Kerouac y Ginsberg, suministraron el material no solo para ésta, sino para las otras tres novelas de lo que se conoce como su tetralogía: La máquina blanda, El billete que explotó y Nova Express. Suele suponerse que la droga liberó la imaginación de Burroughs, proporcionándole las imágenes de su inimitable mundo de fantasmagoría y horror; pero en opinión del autor, la droga ni libera de las trabas de la vida cotidiana, ni estimula la creatividad. Más perspicaz que muchos, Norman Mailer opinó, en el juicio seguido contra El almuerzo desnudo en 1965, que Burroughs habría llegado a ser uno de los grandes genios de la lengua inglesa de no haber sido por su adicción. La “droga” (término que en las traducciones al español corresponde al inglés junk, y que Burroughs utiliza únicamente para el opio y sus derivados, la heroína sobre todo), lejos de liberar, sujeta: es un mecanismo de control; y no uno más, sino el modelo de todo mecanismo de control; y la policía y el sistema de salud, lejos de combatirla, la utilizan para generar adicción, dependencia y por lo tanto mayor control; el adicto es, así, el sujeto social ideal. Burroughs, entonces, desaconseja su consumo, menos porque sea inherentemente malo, sino porque entrega al sujeto atado de pies y manos al sistema médico-legal-policial. Lo que se busca justamente es la cura, pero una cura definitiva, nunca la que imponen médicos y policías, que consiste en una prolongación sin fin del ciclo de la adicción, que mantendrá al individuo siempre sujeto, como paciente y como criminal. En términos biológicos, el junk efectúa una degradación del adicto, que pasa del estado humano al animal, de éste al vegetal y finalmente al mineral (que Burroughs denomina el estado heavy metal, uno de tantos términos inventados por este autor). El junk tampoco expande la conciencia, ni ofrece una experiencia más rica o intensa, y menos aún trascendental: “no quiero oír más historias sabidas ni mas mentiras sobre drogas… nunca pasa NADA en el mundo de la droga”.

Sus tres primeras novelas, anteriores a la tetralogía, narran la búsqueda de una alternativa al junk, y a su ecuación deshumanizadora, en otra droga, el alucinógeno yagé o ayahuasca, fabricado y utilizado por los chamanes amazónicos: Yonqui (Junkie) cuenta la decisión de iniciarla, Queer el primer viaje al Amazonas, que termina en fracaso, y las Cartas del yagé, el hallazgo y la posterior decepción acerca del potencial liberador de la sustancia. Yonqui, Queer y las Cartas son textos sobre la droga y su mundo, escritos desde una relativa normalidad de percepción y narración: las novelas de la tetralogía, en cambio, están escritas desde la droga; y personajes, acontecimientos y secuencias se organizan según la lógica de los estados alterados. Lo que las novelas de la tetralogía revelan es la estructura de nuestro mundo real, desnudado por la percepción diferenciada que, más que la droga, la adicción proporciona. El de estas novelas no es un mundo otro –el de las alucinaciones o los sueños– sino éste, pero visto con ojos no velados. “El ‘almuerzo desnudo’: un instante helado en que todos ven lo que hay en la punta de los tenedores”. En las tres novelas iniciales, todavía a la manera beatnik, búsqueda y huida se confunden en un solo movimiento: buscar el contacto con “lo otro” (otros estados de conciencia, otras culturas) es escapar de “esto” (la intolerablemente represiva cultura estadounidense de los 50, particularmente en lo que a drogas y homosexualidad se refiere). Pero ya no existe la geografía que pueda acomodar este viaje romántico: la isla de Gaugin es ahora un resort all inclusive y todos los lugares han sido ocupados: el primitivismo es una mercancía más. Ya curado de la fantasía de la huida, Burroughs situará las acciones de El almuerzo desnudo en Interzona, la primera aldea global de la literatura moderna, donde se puede pasar sin solución de continuidad de un mercado peruano a un zoco marroquí, de una metrópoli como Nueva York a una aldea tibetana. A partir de esta novela no habrá ni huída ni búsqueda: no existe otro lugar. La metáfora y la dinámica narrativa del viaje serán reemplazadas por la de la guerra, mundial en El almuerzo desnudo, universal en Nova Express.

La guerra de Nova Express se libra contra una conspiración venusina que luego de explotar la colonia terrestre hasta límites vergonzosos, decide abandonarla y hacerla volar por los aires (hipótesis absurda, tal vez, pero no menos que la posibilidad real de que seamos los propios habitantes quienes lo hagamos). En Nova Express, Burroughs encuentra la ratio última del enemigo contra el cual lucha y quiere ayudarnos a luchar: “el enemigo solo existe donde no hay vida y se dedica a empujar la vida a condiciones extremadamente insostenibles”. Nova Express no es una novela bélica en sentido estricto, ni una novela de ciencia ficción en sentido estricto, sino que se propone como un diagnóstico de un determinado estado de cosas: es, también, un manual, una serie de instrucciones para librar, y tal vez ganar, una guerra. Para quienes a esta altura se sientan en la obligación de aducir que un manual de instrucciones para derrotar una conspiración venusina debería, en principio, considerarse dentro del terreno de la ficción al menos, va la siguiente, fundamental aclaración: en la literatura de Burroughs, nada es metafórico. Si dice que el lenguaje es un virus, no lo está comparando con uno, está diciendo que el lenguaje verbal es una cadena informativa que necesita parasitar a los seres vivos (nosotros) para perpetuarse; y si dice que la tierra está amenazada por una conspiración venusina, hay que empezar ya a buscar a sus agentes encubiertos, a la ‘conexión local’. El arte no pertenece, para él, a una dimensión distinta, imaginativa, estética: arte es aquello que puede ofrecer las armas más poderosas para la guerra sin cuartel en la que estamos (lo sepamos o no) embarcados. Lo que Nova Express se propone es explicarnos cómo hacer para atravesar “la película de la realidad” y llegar a “la sala de proyección” donde aquélla es fraguada (visión que reaparece en el muy burroughsiano film The Matrix). Entonces entendemos que vivimos en un mundo de adictos, donde los poderes del estado y el mercado nos dominan mediante la adicción: a las drogas, al dinero, al poder, al consumo, al sexo, y a la palabra.

Pero si lo que queremos es liberarnos, ¿cómo liberarnos de ésta última que, según parece y nos vienen diciendo desde hace milenios, es lo que constituye al ser humano en cuanto tal, lo que nos diferencia, pongamos el caso, de los animales? “Retroalimentación de Watergate” nos ofrece una primera respuesta: no es la palabra en sí, sino la escritura, lo que nos separa de ellos. Porque como Burroughs explica en “La revolución electrónica” y otros textos, “el lenguaje es un virus”. Es un virus porque no ha sido creado por el hombre, sino que lo ha invadido y vive en él como un parásito; y es un virus –y no una bacteria u otro organismo– porque es algo no viviente que al introducirse en un ser vivo usurpa las características de la vida; puede reproducir sus cadenas informativas dentro del organismo y luego infectar a otros (mediante un proceso que los lingüistas llaman “adquisición del lenguaje”) y puede, incluso, matar. Nuevamente, para darle a este descubrimiento todo su valor político, hay que destacar que, al igual que la noción de la “Conspiración Nova”, no se trata de una metáfora, ni mucho menos de una comparación: es una verdad literal. Burroughs no dice que el lenguaje es como un virus: sino que el lenguaje es un virus altamente especializado, porque no sólo no es humano: ni siquiera es terrestre: “el lenguaje es un virus del espacio exterior”. En el momento de su formulación, la teoría de Burroughs pudo parecer delirante, fruto de una mente quemada por veinte años de adicción, o –lo que constituye una forma más insidiosa de descrédito– deliciosamente imaginativa, “poética”. Pocos años más tarde, la aparición de los virus de computadora –que son sin ninguna duda virus de lenguaje– probaría empíricamente la exactitud de sus predicciones. El descubrimiento de Burroughs permite también resolver la aparente contradicción de un escritor que dice estar contra la palabra: “borren la palabra para siempre”. ¿Se puede combatir a la palabra con palabras? No hay otra manera, nos explicará: la tarea del escritor es trabajar el lenguaje como inoculación, como vacuna: la palabra literaria fortifica el organismo contra las formas más insidiosas del mal: las palabras de los políticos, los militares, los comunicadores sociales, los médicos, los psiquiatras... Al igual que en el yoga, el Zen y en la obra de algunos autores como Beckett, la búsqueda de Burroughs es la búsqueda del silencio, es decir, de manera muy simple, los estados no verbales de la mente, la ausencia de palabras en la conciencia: el estado de silencio equivale a la cura del virus del lenguaje que, a la manera de la cura de los virus no verbales, no se alcanza expulsándolo del organismo sino volviéndolo inocuo: quien la alcanza puede luego coexistir con el invasor sin ser dominado, manejado, dicho por él. Sólo quien ha alcanzado el estado de silencio puede ser dueño de su lenguaje.

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Fragmento del ensayo publicado en El nacimiento de la literatura argentina (Editorial Excursiones, 2015). El texto completo puede descargarse en PDF aquí.

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