Las leyendas –epigramas de resonancia míticas- que aparecen al comienzo de las películas de Melville funcionan como textos sagrados apócrifos: sentencias en la que las palabras parece revestirse a través de las escritura de una pureza que la oralidad no tiene, para revelarse finalmente tan ambigua como aquella. Allí están la falsa cita del Bushido (fraguada por el propio director) en El samurai y esta otra con la que comienza Morir matando, anónima y fatal como todas las suyas: “Hay que escoger, morir o mentir”. El Doulos de este film es Belmondo, informante de la policía, pero también su sombrero, habida cuenta del doble significado del término francés. Y si miente (la mentira, en Melville, es sinónimo de representación) o no –o a quien, cuando y por qué lo hace-, no lo sabremos casi hasta el final en el que un frashback transforma al film que hemos estado viendo en un reflejo, un doble de si mismo, una elipsis, un agujero negro, un remolino –circular como el sombrero número trece del protagonista- nos traga irremediablemente.
Morir matando (Le Doulos, Francia / Italia – 1962) c/ Jean-Paul Belmondo, Serge Reggiani, Jean Desailly. 108’