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Literatura

Los primeros encuentros culturales entre europeos y japoneses (siglos XVI-XVII)
Por Paula Hoyos Hattori 

Desde los orígenes de la creación literaria, habitantes imaginarios han dado vida a relatos de viaje cuyos protagonistas recorren caminos impensados hasta llegar a ciudades ignotas, escenarios de aventuras inigualables. La Odisea de Homero, los Relatos verídicos de Luciano de Samosata, la Eneida de Virgilio, el Libro de las maravillas de Juan de Mandeville, el Cuarto libro de François Rabelais, la Utopía de Tomás Moro… todas estas obras forman parte de aquel corpus de narraciones cuyos personajes ficticios se trasladan en el espacio para propiciar el encuentro con naturalezas y sociedades nunca vistas ni oídas. Ahora bien, a lo largo del tiempo la literatura de viajes también se ha inspirado en experiencias históricas que, puestas por escrito, dan testimonio de las impresiones de navegantes verdaderos, que atravesaron mares y llegaron a destinos extraños. Este fenómeno fue especialmente fecundo en el contexto de las exploraciones ultramarinas europeas de la modernidad temprana, cuando las carabelas ibéricas trazaron rutas marítimas sin precedentes. Desde fines del siglo XV, las naos portuguesas, al mando de grandes expedicionarios como Bartolomeu Dias (c. 1450-1500) o Vasco da Gama (c. 1460-1524), se direccionaron hacia el este a través de la circunvalación de África y el posterior trazado de la ruta marítima Lisboa a Calcuta. La progresiva conquista de ciudades portuarias para la construcción de enclaves estratégicos llamados feitorias (Ormuz, Goa, Malaca, Cochin, entre otras) permitió la consolidación de la presencia portuguesa en Asia. De la mano de estos navegantes, el mapa del mundo conocido por Europa cambió para siempre. Y los habitantes de aquellas tierras antes inexploradas pasaron a protagonizar nuevos relatos de viaje que, sin estar desprovistos de ficción, buscaban reflejar aquellas realidades.

En 1542 o 1543, tres o cuatro portugueses a bordo de un junco chino fueron los primeros europeos en pisar tierra japonesa. Tras un naufragio y gracias a la hábil conducción del navegante chino a cargo del barco, arribaron a la isla de Tanegashima, al sur del archipiélago. Las noticias sobre este pueblo, que generó en esos primeros testigos una muy buena impresión, llegaron a la India portuguesa con celeridad. Allí se encontraba en labor apostólica uno de los fundadores de la Compañía de Jesús, Francisco Xavier (1506-1552), quien tomó la decisión de viajar a aquellos territorios con el objetivo de iniciar una misión cristiana. Así, Francisco, acompañado de Cosme de Torres y Juan Fernández, fundó en agosto de 1549 la misión jesuítica japonesa en la ciudad de Kagoshima, en la isla de Kyushu. Los tres jesuitas no estaban solos, sino que los acompañó desde la India un informante japonés llamado Anjiro o Yajiro, quien se había convertido al cristianismo en la ciudad portuaria de Goa, adoptando el nombre de Paulo de Santa Fe. Con la indispensable colaboración de este mediador, los primeros meses de la misión fueron verdaderamente optimistas, tal como el propio Francisco Xavier plasmó en su primera narración in situ, una carta datada el 5 de noviembre de 1549. Allí señala que “entre gente infiel no se hallará otra que gane a los japoneses”, y agrega que “es gente de muy buena conversación, generalmente buena y nada maliciosa”. En esta misma línea, Cosme de Torres en su epístola del 29 de septiembre de 1551 sostiene que “estos japoneses están más preparados para que en ellos se plante nuestra santa fe que en todas las gentes del mundo”, y añade que “si debiera escribir todas las buenas partes que hay en ellos, antes faltarían la tinta y el papel que la materia”. Dos décadas más tarde es posible hallar similares impresiones: en una misiva de febrero de 1571 del jesuita Gaspar Vilela leemos: “La gente es blanca y de tan buen entendimiento como los portugueses, y tienen mucho orden, así en los vestidos como en sus costumbres y demás cosas”. Esta primera lectura idealizante se combinó enseguida con la imagen del “mundo al revés”: el pueblo japonés fue entendido al mismo tiempo como racional, bello, ordenado, plausible de ser cristiano, y totalmente diferente de Europa en cuanto a sus costumbres. Esta situación paradojal es sintetizada por el visitador de la Compañía de Jesús, Alessandro Valignano, en su obra en prosa titulada Sumario de las cosas de Japón de 1583: “Realmente se puede decir que Japón es un mundo al revés de como corre en Europa, porque es en todo tan diferente y contrario que casi en ninguna cosa se conforman con nosotros”. Dos años más tarde, el jesuita y prolífico autor lisboeta Luís Fróis, en el Tratado sobre las contradicciones y diferencias de costumbres entre los europeos y japoneses de 1585, se dedica a mapear esas pequeñas y cotidianas divergencias, con el probable objetivo de brindar una suerte de manual para futuros misioneros en el territorio. Allí leemos, entre muchos otros ejemplos: "Nosotros entramos en las casas calzados; en Japón eso es una descortesía y hay que dejar los zapatos en la puerta”, “nosotros comemos todas las cosas con las manos; los japoneses, hombres y mujeres, desde niños, comen con dos palos”, “donde acaban las postreras hojas de nuestros libros, allí comienzan los suyos”. Entre la idealización y el mundo al revés, durante las primeras décadas de la misión jesuítica prevaleció una imagen positiva y optimista sobre la posible conversión de Japón. Sin embargo, estas impresiones se fueron matizando al ritmo del incremento del conocimiento sobre esos otros y del surgimiento de resistencias locales frente a la misión. 

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El viernes 14 de junio, Paula Hoyos Hattori brindará una clase en Malba con el título Poesía, escritura femenina y otras derivas de la literatura japonesa.

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