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Figuras de la amorosidad en la obra de Yente y Del Prete: el piolín, las manchas y la voracidad
Por Vir Cano

María Amalia García, en el hermoso editorial que acompaña el catálogo de Vida Venturosa, dice que “la exposición se centra en la producción de Yente y Del Prete haciendo foco en la sinergia creativa de la pareja. El planteo sostiene la existencia, en su vínculo, de un éxtasis productivo que deviene en modos particulares del hacer”. Es sobre esos modos particulares del des-hacer y del ser-con, de eso a lo muchas veces llamamos no sin disputa “amor”, sobre lo que quisiera detenerme hoy, en esta conferencia, y en la inminente charla con Tamara. Y para eso, y aceptando gustosx la invitación que nos acercaron desde el Malba, voy a recuperar algunas figuras presentes en las obras de estos artistas que hoy nos convocan y reúnen. Específicamente, quisiera recuperar tres figuras que insisten en la venturosa vida artístico-amorosa de Yente y Del Prete: el piolín, las manchas y la voracidad.

Mucha tinta –entre ella feminista– se ha derramado para pensar, fantasear, imaginar, defender o criticar al amor y sus metáforas, muchas veces extremadamente disciplinantes. Quizás la de la “media naranja” y todas las que se centran en el dúo y la complementariedad hayan centralizado una parte importante del imaginario romántico y heteronormativo con el que hemos sido históricamente educades, a la vez que se han constituido en un blanco crítico privilegiado del feminismo (como recupera Ayelen Pagnanelli en otro de los textos que acompaña el catálogo). Eludir esta lectura de la obra y de la sinergia entre Yente y Juan es quizás algo que podemos hacer (o desmantelar) recuperando algunos de los indicios que se hallan presentes en sus propios trabajos, indicios que pendulan de uno a otro, y que nos permiten proliferar y diseminar nuestra imaginación erótica, afectiva y amorosa. A continuación propongo, como les adelantaba, recuperar tres figuraciones amorosas, tres indicios para pensar y sentir el amor, o podríamos ya decir, los amores, a contrapelo de cierta tradición, y también de cierta crítica a las narrativas hegemónicas sobre el amor focalizadas en la pareja, la complementariedad y la diferencia sexual.

Quisiera, antes de comenzar con el esbozo de las figuras aquí propuestas, reparar en el objetivo de este texto. En ningún sentido se pretende aquí definir al amor, como si fuera una esencia, un “qué” apresable o delimitable a través de conceptos y palabras. Estimo que esta es una empresa vana, además de aburrida y empobrecedora. En todo caso, y partiendo de la convicción de que el amor (romántico y heterosexual) es una tecnología de disciplinamiento y aislamiento, un dispositivo de precarización afectiva, no hay otra pretensión en mi presentación de hoy que la de hacer proliferar narrativas en torno al amor, esta ficción cultural, performativa y en disputa, que nos fricciona, nos convoca, nos seduce, nos pone en movimiento, nos coacciona y a veces, solo a veces, despunta un espacio de invención y ampliación de nuestros matices afectivos, así como de las redes de sostén y vulnerabilidad compartida que se construyen en torno a ellos. Es porque entiendo que, aún hoy, se juega algo de lo que somos y podemos ser, algo del orden de la vida y la muerte en común, que estimo deseable contribuir a la diseminación –que oscila entre la demolición y la construcción– de las narrativas amorosas, esas que se abren a los amores en plural, a los amores piolas, manchados, confusos y voraces que, veremos, podemos evocar a través de la obra, o más específicamente de la muestra, que oficia de epígrafe visual y material a estas reflexiones.


Yente. Un modesto testimonio. Homenaje al piolín, 1984.

I. El piolín: entre el tejido y el desgarro

Comencemos entonces tirando de (y cortando) el hilo de una de las figuras, que es también materia y temática común en la obra de Yente y Del Prete. Como dice María Amalia García: “El piolín anudaba, en la ficción, la historia de la pareja”. Y es esta imagen del piolín, precisamente, aquella que oficiará de primera inspiración para nuestra disquisición sobre el amor. Será el cordel, ese que se puede manipular para trazar líneas rectas o trayectos ondulados, nuestro primer instrumento hermenéutico para re-pensar la sinergia amorosa, es decir, la fuerza creativa, y como veremos también, la potencia destitutiva de lo amoroso.

El piolín es, a un tiempo, elemento de unión, metáfora y vehículo del tejido que nos une y nos liga a les otrxs; y es también, de manera inseparable e inextricable, aquello que –en su tensión– puede oficiar de herramienta de corte, incluso puede ser la ocasión de un accidente que lacera. El piolín es, a un tiempo, indicio de la conjunción y de la partida, posibilidad de sutura y también de desgarro, artificio que liga o separa, elemento que anuda pero también punza. Pinchazo y entramado, guía y torsión: he allí una apuesta no exenta de peligros.

Las hebras semánticas que anidan en la figura del piolín, en su potente ambivalencia, nos permiten recuperar eso que, junto a Safo, podríamos denominar –no sin conflicto– la naturaleza dual del Eros. Dice la poeta de Lesbos: “Eros, el que afloja los miembros, otra vez me sacude, indomable bestia dulce-amarga” (Safo, fr. 130). Los hilos de Yente y Del Prete, que con certeza se pueden anudar a esos tejidos en los que se han adentrado sus poéticas multifacéticas, son también la estela de lo que separa, de aquello que desgarra la carne y que se arriesga en todo encuentro erótico y creativo. Para Safo, el deseo amoroso que nos hace temblar los miembros es, como podemos apreciar, de carácter contradictorio, dulce y amargo a la vez. Quien quiera arriesgarse al juego de les amantes, parece advertir la poeta (pero también la vida de Yente y Del Prete) debe estar dispuesto tanto a beber la miel, como a degustar lo agrio que supone el des/encuentro con otrxs. Porque arriesgar un sitio en común (sea ello una casa, una obra o un pensamiento) es también aventurarse a salir herido, a perder algo de sí en la partida, a la siempre inquieta orilla que puede convertir la caricia en un corte.

El piolín, ese que va de Yente a Juan, y de Juan a Yente, es también el borde filoso que une y separa lxs amantes, que da cobijo y relato en común, pero también –como lo muestran las biografías de estas dos bestias del arte– es destrucción, borradura, e incluso sacrificio. Volver sobre la figura del piolín como un hilo afilado, no solo nos aleja de la retórica edulcorada de un amor que es (o debería ser) completud y remanso, sino también de las narrativas bien pensantes que bregando por un amor sin dolor, anestesiado, acaban defendiendo un ideal erótico a la altura de una sociedad sumamente inmunizada, de una sociedad paliativa para decirlo con Byung-Chul Han. Recordar el borde resbaladizo del amor y del deseo, como veremos, también nos puede ser útil a la hora de pensar uno de los aspectos más potentes (y no por ello neutrales ni neutralizables) del encuentro con otrxs; no hay alteridad que no implique un riesgo para quien se abisma a salir de sí mismx y se aventura al éxtasis, es decir, a estar fuera de sí, a transitar todo eso que supone dejarse contaminar por otrx/s, por sus textos, sus miedos, sus afectos, su mundos, sus apuestas y sus heridas. Y henos aquí, confrontados al peligro de la cercanía entre la trama y el desgarro, donde podemos asomarnos y arrojarnos a la zona de promesas del contagio, de la mancha que es enchastre e incluso confusión.

 

II. Las manchas: erótica de la contaminación

Si el hilo nos permite pensar eso que es a la vez límite impreciso pero imaginable, frontera y lugar de pasaje, umbral poroso entre lo que teje y desgarra; la mancha nos conduce a su propio abismo. Habita el horizonte de lo ilimitado, del desborde y la alteración, de lo que no tiene un principio y un fin determinados. En la mancha encontramos otra figuración a partir de la cual se pueden desfigurar los rostros habituales con los que muchas veces se presenta el amor, y puntualmente la idea de lo manchado nos permitirá corrernos de las retóricas de la fusión como comunión o encuentro entre pares. Así quisiera oponer la figura de la mancha a la de la idea del vínculo entre lxs amantes que se encuentran para completarse, así como también a aquellos sueños liberales de un contrato afectivo entre individuos que preservan sus fronteras, sus intereses y sus sí mismos a resguardo. La mancha remite a la fusión, allí donde ésta es alteración, traspaso, territorio de contagio, confusión y alquimia de la deformación.

La mancha es, también, un pariente cercano de la suciedad, de lo no pulcro, y a mí, no sé a ustedes, me gusta pensar y sentir el enchastre que implica la irrupción de lxs otrxs allí donde no son plenamente calculables ni dominables, donde contaminan y desfiguran nuestra mismidad. En la mancha se puede observar la huella de la intrusión que no nos permite permanecer inalterados. Y si hay algo potente en los vínculos eróticos y afectivos es esa fuerza de horadación y de intromisión, de desvío del propio camino, la interrupción de cualquier mismidad, la fertilidad de la mixtura. “To fall in love” se dice en inglés para referirse al acto, o más bien a la situación de enamorarse. Se “cae en el amor” como quien se tropieza y tambalea. “Tomber amoureux” es la expresión en francés para referirse a este estado de enamoramiento. Quien se enamora se cae de sí mismo, se conmueve, se desdibuja en su mismidad y posesión, ensucia y borronea sus siempre impropios límites.

Las manchas de las obras de Yente y Juan son otro indicio de la naturaleza devastadora del amor, de su potencia de riesgo y de conmoción, principio de salvación y de ruina. Nada menos puro que una mancha, nada menos prístino que el encuentro con lxs otrxs. En la borradura de la mezcla y la confusión, nos topamos con los márgenes siempre porosos e imprecisos de uno mismo. El encuentro amoroso con otrxs, sea entre dos o más, con humanxs, animales, deidades o pensamientos, guarda (y arriesga) la fuerza de lo expansivo, de lo que se extiende o se dilata, como los besos, como los fuegos, como los flujos que van de un cuerpo a otro y nos recuerdan la apertura constitutiva de todo lo viviente. Por eso, quizás, el amor sea todavía una ficción y una práctica productiva y necesaria: nos fuerza al contagio que es tráfico y contaminación de sí, en un mundo que ha hecho del ego (i.e. del yo) y de la autonomía, las piedras de toque de la ética e incluso de la política. Las manchas nos recuerdan también la variabilidad de las formas y las posibilidades de pregnancia de lo que se sabe impuro, incluso inmundo, en definitiva, la improbable latencia de un otro mundo.

Los amores manchados son la prueba de que las barreras no están fijas y los territorios afectivos jamás permanecen incontaminados. Como en los cuadros y bordados de Yente, los amores nos salpican y si tenemos suerte nos hacen chorrear. Dejarse enchastrar es siempre un peligro, pero como decían Gabo Ferro y Luciana Jury, “quien no para de guardarse es a quien le va a faltar”.


Juan Del Prete. Abstracción, 1953.

III. La voracidad amorosa: elogio de lo insaciable

Según pude leer y apreciar, la voracidad ha signado la obra de Del Prete, y también la de Yente. La multiplicidad de soportes y técnicas, la combinación extraña e irreverente del dibujo, la pintura, el collage, los textiles, el relieve, la escultura, la producción cuantiosa y también la destrucción masiva. y en el caso de Yente incluso las prácticas de la escritura y el archivo (¿acaso hay algo más voraz que el deseo de archivo?), nos adentran en las fauces devoradoras del impulso amoroso (y creativo). He aquí la posibilidad de explorar la tercera figura que querría recuperar y desplazar: la de la voracidad amorosa.

En su libro El sacrificio de Narciso, Florencia Abadi afirma que, a diferencia de la mirada contemplativa, la mirada erótica “es curiosa y caníbal, come con los ojos”, por lo que, si el ojo contemplativo “se encuentra en calma”, la mirada erótica “está sostenida por la voracidad” (p. 73). Ella remite a la incapacidad de apresar o saciar esa “flecha discontinua de Eros”. En la voracidad, que puede ser saqueo y apetencia insaciable, exceso y carencia a la vez, se bosqueja otro matiz para pensar lo amoroso: la alianza polémica entre la falta y la sobreabundancia, alquimia aguerrida que une y separa, atraviesa y corrompe a lxs amantes, los vuelve ricxs en el momento en que reconocen su escasez e incluso su falta.

Lxs voraces son lxs que no encuentran el final de su apetito, por eso no paran de hincar los dientes en la carne del amado, allí donde son los otrxs lxs que ofrecen las delicias, pero también los amargores del banquete de la vida. Mucho se ha criticado –y con justas razones históricas– el deseo de posesión; pero quien devora y permanece insatisfecho constata la imposibilidad última de poseer y de aplacar ese impulso que lo altera y transforma. Pensar la voracidad nos permite darle lugar a esa “naturaleza insaciable del eros”, reconociendo su indeconstruible punto de partida: nadie está a salvo ni entero, la sed de lxs otrxs (y de lo otro) no puede ser colmada, y está bien que así sea. Que el impulso erótico sea absolutamente incapaz de saldar esta apertura, sin la cual no habría sin embargo encuentro con los otrxs, no es solo aquello que posibilita su siempre amenazada continuidad, sino también lo que signa nuestra común condición precaria: esa menosterocidad que no se nos quita, y a la que sin embargo debemos atender y tensionar. Necesitamos de lxs otrxs, y el amor puede ser una manera de propiciar ese encuentro; lo mismo el deseo, pero nadie –ni uno, ni dos, ni mil amantes– es capaz de aquietar nuestra vulnerable y en ocasiones devoradora necesidad de otrxs. Reconocer esto quizás sea una manera de asumir el peligro que comporta la posibilidad de ser refugio pero también exposición compartida, lugar de reparación y umbral del desastre, ocasión de acopio pero también de pérdida.

Amar-nos, quizás, se parezca más a perdernos que a encontrarnos, a dejarnos arrastrar por los dones inciertos que nos regalan aquellxs a lxs que nos dirigimos y también quienes nos interpelan. Porque en los amores, la voracidad que se lanza a lxs otrxs es también la que come de nuestras bocas. Tal vez por eso, como sugiere Alexandra Kohan en su libro Y sin embargo el amor. Elogio del riesgo, amar y desear estén más cerca del peligro que del reposo y la paz contemplativa, como decía Florencia Abadi. Amar-nos está, como sugerí también con las figuras del hilo que corta y la mancha que contamina, cerca del inquietante borde filoso y resbaladizo que son lxs otrxs, allí donde la calma se puede volver turbulencia, y el reaseguro un cuchillo. Y aún así, sin embargo, e incluso por ello, los amores…

 

❣❣❣

En la mancha, como en el piolín y la voracidad, late una bestia indomable, esa que nos hace temblar, esa que nos hace crujir los huesos y la piel, el destello trémulo de lo que es capaz de derribar certezas y nos expone por tanto a la turbación y a la perplejidad. En la guía que nos conduce a lxs otrxs como un hilo que nos acomuna, en la amenaza de mancharnos y desfigurarnos, allí, justo allí, la voracidad del amor.

Nuestro tiempo navega sobre las ruinas de un ideal amoroso heterosexual, monogámico y romántico que ha hecho del sueño de la paridad y la complementariedad, así como del de la exclusividad y la jerarquía afectiva preestablecida, un horizonte disciplinante y empobrecedor. Pero deconstruir las sombras de este ideal que todavía se desmorona al calor de nuestras experiencias y reflexiones críticas, supone –creo yo (junto a muchxs otrxs)– el desafío de desplegar nuestra imaginación erótico-afectiva por fuera de los horizontes normativos de la paridad, la inmunidad y también el control. El carácter siempre abierto y fallido de lo que somos no es algo a ser conjurado. En todo caso, sí es algo que nos arriesga y nos expone al juego siempre polémico y de horadación que supone hacer de la precariedad compartida la ocasión del des/encuentro, aquello que nos dirige a la vez que nos desconcierta, que nos vigoriza a la vez que nos mancha, que nos da de comer pero nunca nos sacia.

 

Texto leído en el marco de la conferencia Sobre el amor, el lunes 16 de mayo de 2022 en el Auditorio Malba.

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