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Nunca entendí la frase popular la curiosidad mató al gato, porque la curiosidad es lo que nos hace más libres y más andariegas. Rastreando su origen encuentro que la frase original viene del inglés "Care killed the cat", que tendría casi un sentido opuesto a la que se tradujo al español y se popularizó para que no andemos fisgoneando en los asuntos peligrosos o de dudosa procedencia ética. Que nos estemos quietitas. Cómo sea, ambas me parecen ridículas e intuyo que vienen de un higienismo moralista y de la fascinación que provocan la mirada y los movimientos ondulantes que hacen estos animales con su andar. Paolinelli entrega su cámara a esa fascinación, pero sin la carga de prejuicio que hay sobre estas bestias, ni sin la romantización de los ojitos aquosos que han inundado la web desde sus comienzos hasta hoy. No, nada de eso aparece acá, porque su mirada es tan fisgona como respetuosa. Es como si Flaherty hubiese resucitado en un baldío del barrio de Colegiales. Pero no solo aparece esa capacidad de observación meditativa, en este enigmático y fascinante film, también se pasea orondo Rosellini. Narrando a las mujeres que inventan todo tipo de sistemas para relacionarse con los 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, ... gatos que aparecen, mirando a cámara, comiendo alegres, caminando por el baldío, atacando cuando se los agarra, muriendo de abandono. Siendo las majestades de ese territorio urbano y selvático a la vez. En los primeros planos de las chapas oxidadas, por donde esta directora espía y espera, también se cruza un Sukúrov, amante de los detalles. Es que el buen cine tiene ese efecto Ratatouille; al verlo aparecen aquellas imágenes que amamos y nos nutrieron. Texto de Albertina Carri.

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