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El ojo pensante
Por Martín Greco

Diego María Concepción Juan Nepomuceno Estanislao Rivera Barrientos Acosta y Rodríguez, más conocido como Diego Rivera, pinta en Madrid en 1915 el Retrato cubista de Ramón Gómez de la Serna, una obra central en la historia de las vanguardias hispánicas.

Rivera vive en París, pero tras el estallido de la Primera Guerra Mundial busca refugio en España. Atraviesa por entonces un período cubista, breve pero fundamental para su evolución estética. Junto a otros artistas realiza en marzo de 1915 la muestra de «Los pintores íntegros»: por primera vez llegan a Madrid los escándalos del arte nuevo. Durante esa exposición pinta el retrato de Gómez de la Serna, convergencia de artes plásticas y literatura, de España y América. Para el artista de vanguardia, la obra es una colaboración entre el pintor y su modelo; y es además una traducción de la realidad visible. Según el testimonio del artista mexicano:

“…pintamos Ramón y yo su retrato. Y digo los dos porque no puse a Ramón en calidad de momia viva, sino que mientras él trabajaba yo trabajaba también, siguiendo su vivir, tratando de traducirlo en movimiento de color y forma”.

También Gómez de la Serna refiere, en varias ocasiones, el singular proceso de creación:

“Yo escribí una novela mientras me retrataba, fumé, me eché hacia delante, me eché hacia atrás, me fui un rato de paseo, y siempre el gran pintor pintaba mi parecido; tanto, que cuando volvía del paseo –y no es broma– me parecía mucho más que antes de salir. El pintor tampoco se estaba inmóvil. A veces pintaba de espaldas a mí, y, sin darme importancia, miraba con más interés que al modelo el paisaje del balcón, o leía un libro como si copiase párrafos de sus páginas con colores de su paleta”.

En esta evocación se destacan el modelo que escribe y el pintor que lee. Este último, asimismo, puede pintar de espaldas: el arte nuevo supera los estrechos postulados del naturalismo. Por ello, Ramón llama a Rivera «el óptico prodigioso», y afirma: «Todo lo que colinde con la fotografía es repugnante, porque la fotografía es un ojo prehistórico. El ojo debe ser pensante… Estas son las paradojas del arte burlándose de la propia realidad». Ya en 1913 Apollinaire había señalado que el cubismo no es un acto de imitación sino de concepción.

Para Gómez de la Serna este retrato significa el correlato objetivo de su propia busca de renovación literaria:

“Mi retrato cubista me daba ánimo, me confortaba en las polémicas, me enseñaba a desañar el porvenir: se podía escribir de otra manera, puesto que estaba bien claro que se podía pintar de otra manera”.

Esa busca convertirá a Ramón en el maestro declarado de los movimientos de literatura de vanguardia de ambos lados del Atlántico; una busca incesante: aún treinta años después, en 1946, en el prólogo a su novela El hombre perdido, el escritor declara que «esta realidad que acabo de tocar y que puede desaparecer de un momento a otro, que ya ha desaparecido al sentarme a escribir frente a mi pupitre, no me convence como motivo de escrituración. Ha de ser una cosa que no esté ni en el realismo de la imaginación ni en el realismo de la fantasía, otra realidad, ni encima ni debajo, sino sencillamente otra». Y recuerda que Macedonio Fernández lo ha llamado «el mayor realista del mundo como no es».

Una vez terminado, el cuadro es exhibido en la vidriera de la exposición de Madrid. Según Diego Rivera, pudo verse entonces a «la policía montada alejando a caballazos a la gente que obstruía materialmente la calle de Carretas, ante el escaparate … que contenía el retrato de Ramón; a la gente protestando y chillando y, finalmente, el gobernador ordenando que se retirase el cuadro del escaparate por constituir una incitación al crimen, pues se apercibían en él una pistola automática de repetición y una cabeza de mujer cortada por una espada».

Es que para el pintor, este retrato cubista «tenía la apariencia de un demonio anárquico, que incitaba al crimen y a la sublevación. En esta satánica figura todos reconocían los rasgos de Gómez de la Serna, famoso por su oposición a todo principio convencional, religioso, moral y político… El retrato de Gómez de la Serna capturaba el espíritu de violenta desintegración». Cuando Rivera regresa a París, le deja el cuadro a Ramón, quien lo cuelga en su estudio, en medio de los mismos objetos y libros que aparecen en ella, y las figuras se triplican cuando el retrato y el retratado se abisman en un espejo, en vértigo barroco, según evoca el escritor español:

“Durante años había tenido ese retrato frente a mí, y cuando se encontraban su imagen y la mía de refilón, en un espejo de mi cuarto, me sorprendía un parecido mayor que el mío, asomado detrás de mí”.

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Fragmento de un texto publicado originalmente en Escritores del mundo

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