Borges venía a Pigmalion al caer la tarde, en el camino de regreso de su trabajo como director de la Biblioteca Nacional. Un día, luego de seleccionar tres o cuatro libros, me preguntó si no podría ir a leerle por las noches, siempre que yo no tuviese otra cosa que hacer, dado que su madre, que había cumplido ya los noventa, se cansaba con facilidad. Borges solía pedirle esto casi a cualquiera: a estudiantes, a periodistas que iban a entrevistarlo, a otros escritores. Existe un vasto grupo compuesto por todos aquellos que alguna vez le leyeron: pequeños Boswells que raramente conocen la identidad de los otros pero que, de forma colectiva, mantienen la memoria de uno de los más cabales lectores del mundo. En aquella época, yo desconocía su existencia; tenía dieciséis años. Acepté y, tres o a lo sumo cuatro veces por semana, visitaba a Borges en el estrecho departamento que compartía con su madre y con Fanny, la mucama.
Por supuesto que yo no era, en aquel tiempo, consciente del privilegio. Mi tía, que lo admiraba enormemente, se escandalizaba frente a mi imperturbabilidad y me instaba a tomar apuntes, a llevar un diario de mis encuentros. Para mí, sin embargo, aquellas tardes con Borges no eran (en la arrogancia de mi adolescencia) algo realmente extraordinario, sino algo en nada ajeno al mundo libresco que siempre había sentido como mío. Más bien eran las demás conversaciones las que me parecían extrañas o poco interesantes: charlas con mis maestros sobre química o sobre la geografía del Atlántico Sur, con mis compañeros sobre fútbol, con mis parientes sobre las notas de mis exámenes o mi salud, con los vecinos sobre los otros vecinos. Por el contrario, las conversaciones con Borges eran tal como, a mi juicio, tenían que ser siempre las conversaciones: acerca de libros y acerca del engranaje de los libros, acerca de escritores que yo no había leído hasta entonces, y acerca de ideas que no se me habían ocurrido o que apenas había alcanzado a esbozar de una forma vaga, semiintuitiva, pero que, en la voz de Borges, resplandecían en toda su riqueza y en todo su esplendor, en cierta medida obvio. No tomaba apuntes porque en esos encuentros me sentía colmado.
Desde mis primeras visitas, se me hizo que la casa de Borges existía fuera del tiempo o, mejor dicho, en un tiempo hecho a partir de sus experiencias literarias: un tiempo conformado con los cadenciosos períodos victorianos y eduardianos de Inglaterra, con la temprana Edad Media del norte de Europa, con el Buenos Aires de las décadas del veinte y del treinta, con su adorada Ginebra, con la era del expresionismo alemán, con los odiados años de Perón, con los veranos en Madrid y en Mallorca, con los meses transcurridos en la Universidad de Austin, en Tejas, donde recibió por vez primera la admiración generosa de los Estados Unidos. Eran estos sus puntos de referencia, su historia y su geografía: el presente se entrometía pocas veces. Tratándose de un hombre al que le encantaba viajar pero que no podía ver los lugares que visitaba (las universidades y las fundaciones sólo empezaron a invitarlo con frecuencia a partir de los años sesenta), mostraba un singular desdén por el mundo palpable, salvo como representación de sus lecturas. La arena del Sahara o las aguas del Nilo, la costa de Islandia, las ruinas de Grecia y de Roma, todas ellas tocadas con deleite y sobrecogimiento, confirmaban simplemente el recuerdo de una página de Las mil y una noches, de la Biblia, de la saga Njáls, de Homero o de Virgilio. Todas esas “confirmaciones” él las atesoraba en su modesto departamento.
—Fragmento extraído del libro Con Borges, de Alberto Manguel, que se presenta en MALBA el miércoles 15 de marzo a las 19:00.
Presentación
Con Borges, por Alberto Manguel
En 1964, un joven Alberto Manguel conoció a Jorge Luis Borges en la librería Pigmalion, donde trabajaba como vendedor por la tarde, cuando salía del colegio. Desde entonces, y hasta 1968, fue a la casa del escritor varias noches por semana, a leerle en voz alta.
Miércoles 15 de marzo a las 19:00. Auditorio