13.03.2024

El humor como estrategia queer

Por Mariano López Seoane

Comienzo con un poco de drama. Más precisamente, con la escena que da inicio a Una visita inoportuna, la última pieza teatral del escritor y dramaturgo rio­ platense Raúl Damonte Botana, más conocido como Copi. La obra fue estrenada con puesta en escena de Jorge Lavelli en el teatro de La Colline de París en febrero de 1988. Copi había muerto dos meses antes en un hospital por complicaciones asociadas con el sida mientras ensayaba esta comedia cuyo protago­nista, Cirilo, muere en un hospital también por com­plicaciones derivadas de esta enfermedad. El éxito de esta puesta en escena llevó a que fuera presentada por el mismo Lavelli en diciembre de 1989 en el teatro Po­liorama de Barcelona y en el Teatro Municipal General San Martín de Buenos Aires en 1993.

 

ESCENA 1 – Cirilo y la Enfermera

Enfermera: Llegó su nuevo salto de cama.
Cirilo: Yo no encargué ese horror.
Enfermera: Es un regalo de su cuñada.
Cirilo: Mi cuñada es capaz de cualquier cosa con tal de arruinarme un cumpleaños.
Enfermera: Esta mañana se despertó insoportable. Ni siquiera se comió la medialuna. ¿Tomó las píldoras? Cirilo: Sí.
...
Enfermera: Hoy es día de Suramina. Espero que haga venir a su sirvienta. Estoy harta de recoger las sobras de sus reuniones sociales. Nunca se había visto nada igual en este hospital. Usted es la Sara Bernhardt de la Asistencia Pública.
Cirilo: Habla como un homosexual.
Enfermera: A veces me pregunto si no hubiese sido mejor nacer homosexual. [1]

 

Para quienes no la han leído: la obra es un festival de intercambios picantes, desbordes grotescos y gags te­merarios, todo amplificado por un uso indiscriminado de la hipérbole y el manejo exquisito del humor ne­gro. Se trata de una comedia perversa, sí, pergeñada y presentada, y esto es clave, en medio de la situación dramática, o mejor trágica, que afectaba personal­mente al dramaturgo y protagonista, y colectivamen­te a la comunidad a la que pertenecía. Viene bien re­cordar que el fin de los años ochenta es, en Francia pero también en otros países de Europa y en los Estados Unidos, el pico de lo que se conoce usualmente como «crisis del sida», que solo empieza a controlarse a mediados de los años noventa. [2] El fin de la década de los ochenta es, entonces, un momento crítico para las comunidades de disidentes sexuales con las que Copi tiene una relación estrecha y que le aportan a sus obras teatrales y sus novelas muchos de sus elemen­tos distintivos: tramas, personajes, universos y, lo más importante de todo, una lengua.

Esa lengua lujosa y despiadada, la lengua de las lo­cas, le permite a Copi interrumpir la cadena de lamen­tos que se había vuelto de rigor en comunidades que definitivamente estaban a la defensiva. [3] Si el grueso de la sociedad parecía darles la espalda a quienes pa­decían las consecuencias de la epidemia, cuando no hacerlos responsables de un mal que esos momentos amenazaba con extenderse hacia otros grupos, los afectos dominantes en las comunidades de disidentes sexuales le hacían juego a esta atribución de culpa: la vergüenza, la culpa, el temor y la tristeza eran las emociones preponderantes en los distintos canales de expresión de estas comunidades, desde las revis­tas orientadas al incipiente mercado gay hasta las novelas, películas y obras de arte que circulaban en la esfera pública ampliada. [4] Hasta casi el fin de la dé­cada, la mayor parte de esas intervenciones artísticas y políticas trabajarán sobre una amplificación de esas pasiones tristes que constituyeron la primera respues­ta posible para estas comunidades castigadas y perse­guidas. La risa de Copi viene a marcar un cambio de tono, y de registros, que se hará cada vez más audible en los años que siguen.

En efecto, es pocos meses antes que subterránea­mente, y no tan subterráneamente, empiece a produ­cirse en los Estados Unidos un viraje en los activismos de la disidencia sexual que implica un reordenamiento de los afectos movilizados y un cambio de tono en las intervenciones estéticas y políticas de quienes luchan contra la epidemia. La marca más visible de este giro es por supuesto la irrupción de ACT UP en la esfera pública norteamericana, y tan luego global, de la mano de una batería de estrategias y recursos que quisiera poner en sintonía con la intervención cómica de Copi.

El 10 de diciembre de 1989 la coalición de acti­vistas nucleada en ACT UP organiza una jornada de acción directa frente a la catedral de St. Patrick en Nueva York. Bajo la consigna «Stop the Church», ACT UP produce una respuesta vibrante a las declaraciones del cardenal John O’Connor sobre la inutili­dad del preservativo para prevenir las infecciones de transmisión sexual. En medio de la devastación que estaba produciendo la crisis del sida, la intervención de O’Connor resultaba absolutamente inaceptable. El cardenal había conseguido despertar la ira de los activismos de las disidencias sexuales pero a la mani­festación se sumarían muchos otros grupos, incluso madres y padres de adolescentes latinos, una de las comunidades más afectadas por la epidemia y para la cual las palabras de un jerarca de la Iglesia católica constituían un verdadero factor de riesgo.

«Stop the Church» se despliega a la vez dentro y fuera del edificio emblema de la Iglesia católica en los Estados Unidos. Dentro de la catedral, un grupo de activistas lleva adelante un die-in, es decir, una acción performática en la que decenas de cuerpos yacen en el piso simulando estar muertos. Algunos activistas optan por ponerse de pie en sus filas y empiezan a gritar consignas contra el cardenal y contra la Igle­sia. El tono de la acción es dramático, definido por la tristeza de las pérdidas acumuladas y por la urgencia de una crisis que no encuentra su solución. Fuera de la catedral, sin embargo, el clima es completamente distinto. Allí la manifestación tiene algo de fiesta y algo de carnaval. Junto a los activistas que portan carteles, pósteres, consignas y banderas a la manera clásica, hay otros que lucen máscaras, visten disfraces y actúan como si se tratara de una performance artísti­ca. Un hombre con el cabello largo castaño, barba del mismo color y una corona de espinas se destaca entre la multitud. Lleva un micrófono y le habla a la cámara: «¡Aquí Jesucristo! Estoy frente a la catedral de St. Patrick un domingo». Sus palabras se mezclan con el sonido de la protesta. «Dentro de la catedral —continúa— el cardenal O’Connor sigue diseminan­ do sus mentiras sobre lesbianas y gays. Aquí estamos para decir: ¡nosotros también queremos ir al cielo!».

Ese Jesucristo exaltado es el activista chicano Ray Navarro, miembro de uno de los grupos que componían la coalición ACT UP, DIVA TV. Esce­nas de la protesta, y de la participación de Navarro, pueden verse en el documental que DIVA TV presenta en 1990, Like a Prayer, y en el documental que Sarah Schulman y Jim Hubbard estrenan en 2013, United in Anger. Lo que hace Navarro es una suerte de drag paródico, dotando a su Jesucristo de una irreverencia camp que le permite reírse de la dramática situación que atraviesa su comunidad sin abandonar por ello la posición de crítica y de protesta. Podría decirse más: es precisamente el recurso a la parodia y al humor, el recurso a estrategias de aligeramiento, lo que le permite a Navarro, y a ACT UP, llevar adelante sus reclamos. Ray Navarro morirá a los pocos meses de complicaciones derivadas del sida.

Si estos dos ejemplos, extremos, son ilustrativos de la potencia del humor, lo son sobre todo de los usos que han sabido darle las disidencias sexuales para enfrentar situaciones particularmente críticas. Como repiten quienes se han dedicado a estudiarlo, el humor ayuda a atravesar momentos adversos, pero también a volver más tolerables condiciones de vida precarias que constituyen factores de riesgo y de vul­nerabilidad. Esta capacidad del humor está conecta­da con su función de proporcionar alivio, pero tam­bién con su dimensión constructiva, de construcción de comunidad, toda vez que reposa sobre un sentido común compartido y que trabaja reforzando códigos y lenguajes que solo conocen en profundidad aquellos que pertenecen a un determinado grupo. Pero a su vez, como nos recuerdan los ejemplos, el humor tiene una dimensión ácida, corrosiva, que le permite operar como agente de erosión de valores, tradiciones, nor­mas e instituciones existentes. A la vez que cuestiona y pone en crisis lo que es, entonces, el humor propicia el bienestar, acaso breve, de quienes lo cultivan. [5]

En los casos puntuales que acabamos de conside­rar es bastante clara esta triple función del humor, y su utilidad en momentos de peligro. Tanto Copi como Navarro vuelven mucho más vivibles, para ellos mis­mos y para quienes constituyen sus públicos, situacio­nes que intensifican la vulnerabilidad de comunidades ya de por sí precarizadas. La risa es uno de los soste­nes de estas comunidades contra las que se ha desata­ do la guerra. Tanto Copi como Navarro, por otro lado, acuden a uno de los códigos que los colectivos de las disidencias sexuales han construido y transmitido casi en secreto a lo largo de décadas: el código del camp. Si esta inscripción en un linaje les permite contar con el consentimiento cómplice de toda una comunidad, es igualmente cierto que sus intervenciones se su­man a la cadena de producciones estéticas y activis­tas que extienden en el tiempo el legado del camp, en esa suerte de reproducción por transmisión cultural que durante muchos años constituyó la única opción disponible para las disidencias sexuales. Tanto Copi como Navarro, por último, direccionan la capacidad corrosiva del humor a los valores, normas, tradiciones e instituciones que ponen a sus comunidades en peli­gro. Una visita inoportuna despliega una mirada cáus­tica sobre el mundo de la alta cultura pero, además, se encarga de lanzar una retahíla de dardos envenenados contra uno de los escenarios institucionales de la cri­sis del sida, el hospital, y contra su gremio gerencial, la corporación médica. La intervención de Navarro, por su parte, está claramente dirigida contra la jerarquía católica y contra la Iglesia católica como institución, y se inscribe por supuesto en la línea de cuestiona­miento que habían inaugurado el feminismo y otros movimientos sociales: el pedido de no injerencia en los asuntos públicos que muchas veces se sintetiza como separación definitiva de la Iglesia y el Estado. Lo interesante es que Navarro lo hace, en esa ocasión y en otras, apropiándose de la figura de Jesucristo, y ac­tivando las potencias antisistema de esa figura (su cer­canía con las figuras más marginalizadas de su época, su solidaridad con mendigos y prostitutas, etc.) para operar un cuestionamiento de las autoridades religio­sas desde el lenguaje de la religión. Por supuesto, es la lengua del cristianismo torcida y subvertida, vuelta loca, por obra de su apropiación queer.

 

Notas

1. Copi (1993). Una visita inoportuna. Buenos Aires: edición del Teatro Municipal General San Martín, p. 15.
2. Véase, entre otros, Crimp, Douglas (1988). AIDS: Cultural Analysis/Cultural Activism. Cambridge: MIT Press.
3. Véase López Seoane Mariano; Palmeiro, Cecilia. «La lengua de las locas», en Mancilla, junio de 2015, nº 10.
4. Véase Gould, Deborah (2009). Moving Politics: Emotion and ACT UP’s Fight Against AIDS. Chicago: University of Chicago Press.
5 Véase, entre otros, Critchley, Simon (2002). On Humor. Londres: Routledge.

 

–––––––––––––––––

Fragmentos extraídos del artículo "Ataque de risa. El humor como estrategia queer", publicado originalmente en la revista Compàs d'amalgama Núm. 1 (2020). Disponible en: https://revistes.ub.edu/index.php/compas-amalgama/issue/view/2320/124.


Publicado en 1973, dos meses después del golpe militar en Chile, Sabor a mí de Cecilia Vicuña es el primer libro que registra la muerte de Salvador Allende. Reúne poemas –la mayoría de ellos censurados previamente en Chile–, pinturas, dibujos y documentación de los objetos precarios tempranos de Vicuña, expandiendo así su poesía hacia otros medios. La artista imprimió y ensambló esta publicación bilingüe español-inglés en Inglaterra, en el espacio de la editorial Beau Geste Press, un sello independiente de vanguardia. Como en un libro personal de recortes, Vicuña aborda las luchas sociales, sexuales e indígenas, y la injusticia en una escala local y global. Sabor a mí documenta la percepción íntima de la artista en relación con la violenta transición política de Chile: combina la esperanza vinculada a la era socialista de Allende con la pérdida y su exilio forzado debido a la dictadura militar de Pinochet.

Beau Geste Press había sido fundada en Devon, Inglaterra, en 1970 por los artistas mexicanos Felipe Ehrenberg y Martha Hellion, el artista e historiador del arte David Mayor, el dibujante Chris Welch y su compañera Madeleine Gallard. La editorial estuvo activa hasta 1976, dedicada principalmente a imprimir publicaciones de poetas visuales y artistas internacionales afiliados al movimiento Fluxus. Se especializó en ediciones limitadas de libros de artista y publicó la obra de sus propios miembros, pero también la de muchos otros colegas de todo el mundo, siempre con un espíritu artesanal. Aunque operaba desde la periferia de los principales centros artísticos, Beau Geste Press fue sin duda uno de los proyectos editoriales más productivos e influyentes de su tiempo.

Sobre el proceso de gestación de Sabor a mí, dice la propia Vicuña: “En junio de 1973 yo había iniciado un diario de objetos para impedir el golpe militar en Chile. El diario no era un texto, sino un objeto precario, que yo construía día a día, con basuritas que recogía en las calles de Londres, y algunos retazos de recuerdos que había traído de Chile, una bolsita de tierra, unas flores secas. También agregaba los recortes de las revistas viejas que me daban en la embajada de Chile porque sentía que nuestro mundo iba a desaparecer, y cada fragmento, cada trapito hablaba de una vida, de la historia del Chile colectivo, la vida comunal en la que había crecido y que ahora estaba amenazada. Armé para Beau Geste Press un libro de objetos precarios, fotografiados en blanco y negro por Nicholas Battye, un poeta amigo que trabajaba en la Gulbenkian Foundation, y ése era mi plan: hacer un libro de artista propiamente tal, un ‘artist statement’, un objeto de arte, parco y elegante”.

A continuación, se reproducen la tapa y algunas páginas seleccionadas del libro. 



Cecilia Vicuña Janis Joe, 1971. Colección Eduardo F. Costantini.

Cecilia Vicuña comenzó a pintar a mediados de los años 60, influenciada por el arte indígena y mestizo que se produjo entre los siglos XVI y XVII. Durante el periodo colonial español en América, los tipos iconográficos del arte europeo eran apropiados para preservar las creencias andinas. Para Vicuña, también resultó significativo su encuentro en México con la pintora Leonora Carrington en 1969.

Tomando como punto de partida estas influencias, las pinturas de Vicuña están cargadas de energía erótica que desafían el control patriarcal de las normas culturales. Las piezas incluyen mujeres desnudas que protestan en las calles, fantasías de animalidad, filosofía andina, mitos y folclore popular, y representaciones de personajes de izquierda o activistas feministas y de los derechos civiles, como Angela Davis mientras escapa de la cárcel. En su momento, las pinturas de Vicuña fueron ignoradas y a menudo se las etiquetó como naíf y primitivas.

Pinturas, poemas y explicaciones, la segunda exposición individual de Vicuña, presentada en 1971, mostraba dieciséis pinturas acompañadas de páginas mecanografiadas, las cuales contenían la narrativa poética de su obra. Lejos de funcionar como descripciones, los textos eran una parte integral de la exposición y conformaban un diálogo orgánico que entrelazaba cuadros y poemas. 


Cecilia Vicuña Llaverito, 1979.


Cecilia Vicuña Retrato doble, 1970. Colección MNBA, Santiago de Chile.


Cecilia Vicuña Sueño, 1971. Colección Malba.


Entre 1974 y 1980, Cecilia Vicuña produjo una serie de dibujos, collages, videos y performances que examinan el papel de la poesía en un ambiente de represión política y desapariciones forzadas en Sudamérica y de violencia imperial en todo el mundo. Producidas en su mayoría en Londres y Bogotá, las "palabrarmas" de Vicuña aluden a las paradojas entre arte y política revolucionaria.


Cecilia Vicuña, Sol y dar y dad, 1974.

Dice la propia artista: “El libro original Palabrarmas nació de una visión en la que las palabras se abrían para revelar antiguas metáforas condensadas en su interior. En 1966, cerca de cien aparecieron en una noche. Las llamé adivinanzas. Luego, en 1974, aparecieron de nuevo, armadas de un nombre: Palabrarmas. Una palabra que quiere decir: trabajar las palabras como quien trabaja la tierra es trabajar más; pensar en lo que hace el trabajo es armarte con la visión de las palabras. Y más: las palabras son armas, quizás las únicas armas permitidas”.

Las palabrarmas transitan desde una poesía basada en el lenguaje hacia poemas escultóricos, performáticos y espaciales, para generar conciencia sobre el modo en que las palabras dan forma al paisaje social del mundo. Mediante la representación de las palabras como armas, la serie aboga por la capacidad transformadora del lenguaje y la conciencia del lenguaje en la lucha contra las dictaduras y otras formas de represión. Hasta el día de hoy, Vicuña continúa haciendo palabrarmas.

Esa vigencia –con un tinte enteramente negativo en esta pieza particular– puede encontrarse en la palabrarma Men tira, que para Vicuña vincula trágicamente al pasado con el presente: “En 1973, el golpe militar ocurrió́ en Chile y se justificó con la primera instancia potente de las fake news en nuestra era, con una gigantesca mentira. Y con esa mentira lograron matar y desaparecer a miles de personas. Entonces mi respuesta frente a esa gran mentira destructora fue una palabrarma titulada Men tira. La “men tira” destruye y hace tiras las mentes y también los cuerpos. Ahora todavía estamos viviendo en ese lenguaje de mentira y de odio en el mundo”.


Cecilia Vicuña, Men tira, 1977.


Cecilia Vicuña, Men tira, 2023.


Tapa del libro PALABRARmas. Buenos Aires: Ediciones El Imaginero, 1984.


Cecilia Vicuña, De la serie AMAzone PALABRARmas, 1977-1978.


04.12.2023

La mirada verde en el arte contemporáneo

Por Florencia Battiti

El arte y sus ficciones tienen la facultad de dar entidad material, de hacer visible, el pensamiento abstracto a través de metáforas y figuraciones que introducen perspectivas alternativas en contextos y situaciones que, en ocasiones, se nos presentan como clausurados y definitivos. Si hay algo que los artistas nos han demostrado una y otra vez es que la primera energía transformadora es –siempre– la potencia creativa de la imaginación. Ellxs saben que no solo el conocimiento sino también la memoria se encuentran intrínsecamente enlazados con la imagen y con la imaginación, entendiendo a esta última no como mera fantasía o ilusión, sino como el indispensable paso previo hacia una instancia de realización.

Desde hace unas décadas, pocas dudas caben que en la escena del arte contemporáneo se ha producido un “giro ecológico”. Son innumerables los proyectos artísticos que apuntan a la sensibilización y concientización sobre el cuidado de los recursos naturales y las consecuencias del cambio climático. La agenda ecológica que –como no podría ser de otra manera es una agenda política– se viene articulando estrechamente hace ya varias décadas con la agenda artística.

Así, desde megaexposiciones como la Bienal de Taipei curada por Nicolas Bourriaud bajo el título “La gran aceleración” (2014) y la documenta 13 de Kassel curada por Carolyn Christov-Bakargiev (2012) hasta proyectos expositivos locales como la Bienal Fundación Medifé Arte y Medioambiente (2016-2017), Naturaleza. Refugio y recurso del hombre en el Centro Cultural Kirchner (2017), el ciclo ¡Basta! El arte frente a la crisis ambiental en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (2020) y la extensa SimBiología (neologismo entre “simbología” y “simbiosis”) exposición curada por Valeria González y equipo en el Centro Cultural Kirchner (2021), el sistema del arte contemporáneo recoge el guante que los artistas arrojan y se ocupa de problemáticas acuciantes tales como el debate en torno al Antropoceno o Capitaloceno, la matriz de pensamiento antropocéntrica que divide jerárquicamente sujeto y objeto y la inminente crisis de habitalidad de nuestro planeta, cuestionando crítica y sensiblemente los modelos hegemónicos de hacer, conocer y sentir la vida en la Tierra.

Pero más allá de agitar la conciencia ecológica, de lo que se trata en definitiva es de modificar profundamente nuestra percepción, de cambiar no solo nuestros hábitos de consumo y de vida, sino de transformar nuestra sensibilidad ante nuestro entorno y hacia nosotros mismos. Precisamente por este motivo es que el arte asume un rol fundamental, por su inagotable capacidad de re-educar nuestra percepción y –como dice Franco “Bifo” Berardi refiriéndose a la filosofía pero bien le cabe también al arte– interpretar el mundo, descifrar posibilidades que no se conformen únicamente con lo “probable” (que solo nos permite ver lo que ya conocemos) sino que apunte a extender los límites de lo imaginable. [1]

A partir de una selección de obras de la Colección Malba, trazaremos un recorrido por producciones que, desde diferentes soportes, lenguajes y perspectivas, presentan a nuestro planeta como un organismo vivo, sensible, que requiere de nuestro cuidado no sólo por su propia necesidad sino fundamentalmente por la nuestra.

 

Nota

1. Franco “Bifo” Berardi. La segunda venida. Neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis, Buenos Aires, Caja Negra Editora, 2021, p. 13.

Imagen: Matías Duville. Space Echo, 2009. Carbonilla sobre papel, 149 x 208 cm.


Durante los últimos años, una serie de publicaciones de teatro argentino han compilado diferentes textos y experiencias escénicas. En líneas generales, nuestra hipótesis es que se trata de formatos inter- y transmediales que buscan poner en juego relaciones entre la palabra y la imagen con el propósito de activar las experiencias escénicas (ya acontecidas y transformadas en materiales de archivo) y textuales (virtualidad siempre actualizable en el acto de la lectura y también, potencialmente, en futuras puestas en escena) en una nueva experiencia (a la vez literaria y visual) más allá de la puesta en escena que le dio origen. En un trabajo anterior, desarrollamos esta hipótesis a través del análisis de Yo tenía un alma buena, de Maricel Álvarez, con texto de Santiago Loza y fotografía de Nora Lezano (Pinta, 2019). En aquel trabajo pudimos ver el modo en que la video instalación teatral que había sido llevada a cabo en la Fundación OSDE, luego era publicada en 2015 a través de una serie de operaciones transmediales que expandían el proyecto original más allá de su sola documentación. El libro, de esta manera, recuperaba los materiales textuales y visuales del espectáculo que le había dado inicio conjuntamente con una serie de ensayos críticos, dando como resultado combinaciones y resonancias que multiplicaban los sentidos y la experiencia de la puesta en escena original. 

En esta ocasión analizaremos Melancolía y manifestaciones (2012), publicada conjuntamente con Mi vida después (2009) y El año en que nací (2012) en la compilación Mi vida después y otros textos (Arias, 2016). Se trata de la trilogía de teatro documental en donde Lola Arias trabaja sobre la experiencia de las dictaduras de Argentina y Chile entre los años 70 y 80, haciendo foco en la mirada de la generación de los hijos que nacieron en aquel contexto sobre sus progenitores. El proyecto en su conjunto buscaba reflexionar acerca de la historia oficial, revisar y desclasificar sus archivos; pero también pensar una versión propia de la historia, más allá de la versión transmitida por la generación de los padres. Ampliamente estudiados internacionalmente, aquellos espectáculos y su posterior publicación se ubican en un contexto, desde hace más de una década, de renovada reflexión y experimentación sobre la temática en particular y sobre el género documental en general. Resulta por ello un objeto de especial interés para quienes abordan estas perspectivas. 

La fotografía como teatro de operaciones 

El libro cuenta, además de los textos dramáticos de las obras en cuestión (escritos por Arias a partir de las historias de vida de los actores; una dramaturgia a dos manos y múltiples voces), con dos textos de la propia autora (“Doble de riesgo” y “Casete-carta”) en donde desarrolla las ideas y experiencias que guiaron los distintos procesos de trabajo. Contiene, además, un importante registro fotográfico de las puestas en escena y otras series de imágenes de los archivos personales de los actores (fotografías, objetos, cartas, entre otros, que en las puestas en escena se exhibían en una pantalla y/o se los mostraba y manipulaba como parte del juego teatral). 

En líneas generales, el estatuto de todas las imágenes allí compiladas es el de la evidencia, la prueba de lo que sucedió, el registro visual de la vida sobre la escena y más allá de ella. Este principio no es otro que el de lo documental y el archivo. Ahora bien, como decíamos, la trilogía en su conjunto trabaja sobre el género documental poniendo a la vez a prueba sus principios constructivos, interrogando de este modo el estatuto de sus propios fundamentos, procedimientos y materiales. En este sentido, la combinación particular entre algunos textos e imágenes no buscan una colaboración ilustrativa o explicativa en una clave objetiva y realista, como puede verse en el modo en que Arias inicia el recorrido de los sucesivos procesos de trabajo de la trilogía, con una fotografía suya sobre la que comenta: 

Hay una foto mía en la que debo tener nueve o diez años. Estoy vestida con la ropa de mi madre, tengo anteojos de leer y un diario en la mano. En esa foto estoy actuando de mi madre y representando mi futuro al mismo tiempo. [...] siempre que miro esa foto me parece que mi madre y yo estamos superpuestas en la imagen, como si las dos generaciones se encontraran, como si ella y yo fuéramos la misma persona en algún extraño pliegue del tiempo.

Como en un bucle temporal que conjuga el pasado, el presente y el futuro, la artista se ve a sí misma como su madre, representando teatralmente su pose y expresión. Así, la imagen y su capacidad condensadora presenta un conjunto significativo de las operaciones efectivamente puestas en juego en la trilogía en torno a jugar/actuar a ser el progenitor vistiendo con su ropa, imitando sus gestos, reconociendo los rasgos propios en la imagen de los padres. El libro, sin embargo, no recupera aquella imagen. Más aún, opuestamente a la extensa documentación de las historias de los actores de las otras dos obras, ni una sola imagen de la historia de la autora se presenta en la publicación. Inmediatamente, la estrategia nos recuerda a aquella con la que Roland Barthes en La cámara lúcida (1997) describe la imagen de su madre y tampoco la muestra. También allí se trata de una niña pequeña en la que el autor puede ver, a pesar del paso del tiempo –o tal vez por efecto de él– no tanto a su madre, sino el modo en que él la recuerda –aún cuando no la ha conocido en el momento de su niñez.

–––––––––––––––––

Fragmentos del ensayo publicado con el mismo título en la revista telondefondo 36 (julio-diciembre, 2022). Imagen: Lola Arias. El año en que nací, 2012. 


23.11.2023

Entrevista con Albertina Carri — Parte II

Por Fernando Martín Peña


No quiero volver a casa, 2000.

[Ver la parte I de esta entrevista aquí]

Albertina Carri: El Chango Monti decía que pasar al equipo de dirección cuando habías estado en el de fotografía y cámara era descender un escalón [risas]. Entonces durante un tiempo pensé que lo que yo quería era escribir el guion y hacer la cámara, y así no tener que hablar ni relacionarme con nadie. Pero era obvio que nadie me iba a contratar para eso, que por otra parte era una forma encubierta de dirigir. Así que para aclarar un poco mis ideas hice un corto y dije: “¡Era esto! ¡Esta era la forma de escritura que yo quería!”. Nunca lo terminé porque en la edición me di cuenta de que había un largo ahí. Así que me senté a escribir el guion de No quiero volver a casa (2000).

Fernando Martín Peña: ¿Cómo era el corto?

AC: El alma del corto era el cruce entre el hijo de la víctima y el victimario, la escena de las rejas. Eso quedó tal cual en el largo. Y alrededor había otras cosas, que tuve que sacar. Digamos que el corto quedó absorbido por el largo.

FMP: Ampliaste los entornos de esos dos personajes.

AC: Los chetos y los populares, sí. Un clásico [se ríe].

FMP: Sí, pero sin lugares comunes. No dicen las típicas frases que se usan para caracterizar cada clase social, ni se define la trama en los diálogos. En cambio, hay una misma voluntad de observar ambos imaginarios a través de detalles elocuentes.

AC: Bueno, a lo mejor eso me viene de cierta literatura: evitar ser directo y hablar del tema dando un rodeo. También busqué que fuera un poco anacrónica, no tiene el tipo de diálogo que hay en otras películas de la época. Y en ese mismo sentido quería filmar una Buenos Aires más extrañada, rara, casi irreconocible.

FMP: El grano que tiene la imagen es hermoso.

AC: Es 16mm. ampliado. La foto la hizo Paula Grandío. Yo venía de trabajar como asistente de cámara de ella. Trabajamos un montón usando colores y filtros para poder marcar mejor los contrastes del blanco y negro, hicimos pruebas con película infrarroja… Ella no era sólo directora de fotografía sino además muy buena fotógrafa y le gustaba experimentar.

FMP: Es un poco fuerte que las primeras imágenes de toda tu obra cinematográfica sean un cementerio y un secuestro.

AC: Sí. De hecho, cuando la estrené, la gente que conocía mi historia me dijo: “Qué fuerte tanta distancia con el tema”. Y yo decía: “¿Con qué tema? ¿De qué me están hablando?”. No tuve conciencia al hacerla. Lo que creo que quedó raro es la cronología, que en su momento me había parecido algo muy común y luego vi que a mucha gente se le complicaba un montón entenderla. En su momento el director Lucho Bender, que ese mismo año había hecho Felicidades, me dijo: “Yo me rompí el alma para que se entendiera bien un salto cronológico de mi película y venís vos y cortás así…”.

FMP: Es desconcertante al principio, pero funciona porque mantiene la atención del espectador y porque después todas las piezas van cayendo en su sitio.

AC: Claro, a mí me parecía que quedaba ordenado el rompecabezas. Y por otro lado la trama no es muy compleja, al contrario.

FMP: No, pero implica entender primero que, justamente, no va a ser una película “de trama”. Porque arranca con un crimen y entonces el espectador tiene derecho a esperar…

AC: …un esclarecimiento. Claro. Pero no. Hay que aprender a convivir con lo real [se ríe].

FMP: La forma en que se van revelando las relaciones entre los personajes de los dos sectores también es indirecta: el espectador se va enterando de a poco, en una serie de escenas que dan retazos de información. Nada es literal.

AC: No, la literalidad no es lo mío.

FMP: Lo mismo con la escena en que el personaje de Gabriela Toscano anuncia que se va a París. Corte y aparece muerta.

AC: Sí, se suicidó o la mataron. No se sabe. Eso de París era un homenaje a Isabel Sarli. Hay una película en la que ella se sube a un tren y dice: “Me voy a París”.

FMP: [Risas] ¡Sí! Una mariposa en la noche. Corte a fotos de París y ya está en París.

AC: ¿Viste? Lo puse por eso. Me decían que era un delirio esa frase, pero a mí me parecía muy simpática.

FMP: Todo el elenco está muy bien. ¿Cómo laburaste con los actores? Seguramente habías visto cómo se hacía cuando trabajabas en el equipo de cámara, pero una cosa es ver y otra dirigir.

AC: Había visto, sí, pero sentí que me tenía que preparar. Hice un curso de puesta en escena con Szuchmacher y además me había hecho muy amiga de Analía Couceyro durante un rodaje previo en el que ella era actriz y yo foquista. A través de ella entré en todo el universo del teatro, los actores… Eso también fue parte de mi investigación silenciosa, ir creando un círculo de confianza. Después, mientras la escribía, fui pensando en los actores que quería para cada personaje.

FMP: ¿Hubo ensayos?

AC: Sí, sí, son todos actores de teatro así que demandaban mucho ensayo. Muchísimo. Quedé agotada varias veces.

FMP: Pero para el fílmico es mejor.

AC: Para el fílmico y para la pobreza. Trabajamos tres a uno como mucho. Desde esa película empecé a hacer algo que luego repetí otras veces, que es no ensayar las escenas sino los vínculos. Trabajábamos improvisaciones alrededor de los vínculos entre los personajes para llegar a la escena, pero no haciendo la escena puntual sola. Y otra cosa que me interesaba era que se apropiaran de los espacios, así que en las locaciones también se ensayaba bastante. Recién a partir de verlos a ellos en la locación es que yo tomaba las decisiones de puesta de cámara. Es decir, iba con una idea de la cantidad de tomas necesarias pero la puesta definitiva la decidía después del trabajo con los actores ahí. Poder trabajar así es genial y se ha perdido bastante, porque ahora los rodajes van a una velocidad que lo vuelve imposible. Para hacerlo necesitás tiempo, silencio y calma y ahora no los tenés nunca. Esa película la filmé en cuatro semanas, que hoy parece un montón pero entonces era poco, porque normalmente duraban ocho. Mi discusión con los productores ahora siempre es esa. El trabajo dejó de ser lindo.

FMP: Está claro que no sos una persona que disfrute de tener todo minuciosamente planificado y dibujado antes de rodar.

AC: No me gusta la idea de que todo tiene que estar diseñado y que el rodaje es un trámite. Lo hice sólo en Barbie también puede estar triste (2002), pero porque era stop-motion y no me quedaba otra. Y tuve la suerte de que tocó un dibujante genial, Ernesto Ballesteros, que además es un artista. Ahí sí, para llegar al storyboard trabajamos un montón a partir de un guion técnico mío y de varias conversaciones. Igual, en el rodaje para mí era un infierno eso de tener que buscar exactamente lo mismo del dibujo. Para mí hay pensarlo como un cambio de lenguaje, no puede ser lo mismo. El rodaje tiene que ser un momento placentero, creativo, vivo. Porque hay algo de lo vivo que después queda en la película.


Los rubios, 2003.

FMP: ¿Qué distancia ves entre el guion de Los rubios (2003) y la película terminada?

AC: El guion es bastante cercano a la película. Muchísimas cosas cambiaron en el camino, pero creo que la estructura más bien literaria que tiene el guion se parece mucho a la película. No hay un gran abismo entre ambos. También es cierto que el guion lo escribí después de haber trabajado bastante la investigación previa, las entrevistas y los ensayos con Analía Couceyro. El proceso completo llevó cinco años y en ese tiempo probamos de todo, pero de algún modo se volvió a la génesis, al planteo original de trabajar sobre la ficción de la memoria que estaba desde el principio.

FMP: ¿Cómo viviste la repercusión de la película?

AC: Nunca me imaginé que una película así podía tener la repercusión que tuvo. Sobre todo teniendo en cuenta que el proceso de financiación fue verdaderamente infernal. El proyecto no sólo fue rechazado por el INCAA varias veces sino también por absolutamente todos los organismos internacionales que solían apoyar en ese entonces al cine argentino, como Hubert Bals, Soros, Fonds Sud, Alter-Ciné, Vrijman, etc. La película no cuajaba ni como documental ni como ficción y la reacción más general era: “Tenés entre manos una historia demasiado fuerte y la están complicando al agregar elementos como la actriz, la animación…”. Sin embargo, para mí era vital que la película tuviera todo eso. Al contrario de lo que la mayoría pensaba, sin todos esos elementos –como las pelucas, la animación, el blanco y negro, la actriz, el equipo en escena, las entrevistas en los monitores– no había ninguna película. Porque la película que estaba tratando de hacer era sobre la memoria y no sobre mis padres, como creían los jurados de esos organismos.

Por todo eso me sorprendió mucho lo bien recibida que fue cuando la terminamos. Yo creí que iba a ser una película más, que la iban a ver diez personas, que esas diez personas se iban a sentir halagadas u ofendidas, y que ahí quedaba. Y la verdad es que hasta el día de hoy produce movimientos: me mandan textos sobre la película desde diferentes universidades del mundo y sé que la usan como objeto de estudio no sólo en cursos de cine sino también de política, memoria, hermenéutica. Igual creo que fue algo completamente azaroso: si la película se hubiese estrenado en 2001 la habrían desestimado como “otra película sobre desaparecidos” y si se hubiera estrenado en 2005 me habrían tratado de oportunista. Creo que tuvimos la suerte de hacerla y estrenarla en el momento justo.

FMP: Igual que No quiero volver a casa, tus otras películas también parten de un concepto antes que de una trama.

AC: Algo importante que me pasa cuando preparo las películas es que me divierte que me hagan estudiar. Me divierte leer, buscar, investigar sobre el tema que voy a trabajar. Después me quejo, porque da mucho trabajo, pero bueno. Para La rabia (2008) leí todo lo posible sobre el autismo, por ejemplo, tema con el que no tenía ningún contacto. Para Géminis (2005), todo lo relativo a la tragedia griega, y de ahí me fui a Lévi-Strauss, más un poquito de Freud para matizar. Ahí me interesaba concretamente ese tabú de la civilización que es el incesto.

FMP: “Vamos a hablar de esto porque no se puede”.

AC: Sí, exactamente [se ríe]. “¿Qué me puede interesar hacer ahora? ¿Cómo puedo joder un poco más a la burguesía?”. Estaba en la actualidad el tema Blumberg también, aunque no de manera consciente. Parte de ese universo endogámico, de puertas cerradas, se metió en la película. También busqué mucha literatura. Gracias a esa película conocí a Ian McEwan y supe que en Inglaterra hay mucha cosa escrita sobre estos temas, y en las islas en general porque son los lugares donde se dan naturalmente las endogamias. Ahora, lo interesante cuando trabajás así es que, aunque te parece que estás desarrollando una idea totalmente conceptual, después viene mucha gente y te dice: “A mí me pasó”. Pero mucha gente, ¿eh? Más de lo que una hubiese imaginado. Fuertísimo eso.

FMP: Creo que la película moviliza también porque es muy sensual. Tiene un erotismo que es raro en el cine en general y casi inexistente en el cine argentino.

AC: Sí, pero lo que está buscado es que esa sensualidad suceda y funcione dentro del tabú, entre ellos dos. Para ellos el sexo es lindo, no es algo traumático. Se vuelve traumático hacia afuera.

FMP: Sí, hacia afuera en dos sentidos: la familia de ellos, pero también hacia el espectador que de pronto puede sentir esa sensualidad a pesar suyo.

AC: Claro, “No me debería estar pasando esto” [risas]. Bueno, me alegro. Trabajamos mucho los colores con Bill Nieto, que fue el director de fotografía. Buscamos algo cercano al expresionismo, pero usando el color.


La rabia, 2008.

FMP: En cambio el sexo es muy diferente en La rabia.

AC: Sí, es más áspero. Pero tiene que ver con el tipo de película que era. Ahí yo tenía ganas de trabajar con la naturalización de la violencia. Y además se relaciona con algo muy concreto de mi infancia. De chica me llevaron a vivir al campo y el paraje más cercano se llamaba La Rabia. Para comprar cigarrillos había que ir a La Rabia, mis primeras escapadas a caballo fueron a La Rabia… Recién después con los años entendí que “la rabia” tenía otro significado además de ser un nombre.

Había una familia que venía a veces a un campo cercano al nuestro y tenían una hija autista, de mi edad. A mí me provocaba una curiosidad fantástica esa chica, me volvía loca. No hablaba nada, ni una palabra, y se escapaba de la casa para nadar en los tanques australianos de otras casas, era loca del agua. Le provocaba una angustia terrible a su familia porque a veces no la encontraban y aparecía tres campos más allá, pero a mí me fascinaba. Hacía siempre lo que quería y no le tenía miedo a nada. Yo sabía de la soledad y del dialogar de otro modo, por ejemplo con los animales, pero cuando aparecía esta criatura me generaba una inquietud total, no sabía cómo relacionarme con ella. Tengo el recuerdo de llamarla como llamaba a los perros porque no sabía en qué lengua hablar con ella. Y después por supuesto me interesaba romper un poco la idea burguesa de lo que es el campo, esa construcción un poco bucólica…

FMP: El reservorio de todas las virtudes.

AC: Claro. Pero no es así, no es como en la literatura de Silvina Ocampo. Se trabaja sin parar y mueren animales todo el tiempo. De hecho, supe durante el rodaje que a los chanchos los alimentan de tal modo que eventualmente les explota el corazón. Los faenan cuando ya están por morirse de un infarto.

FMP: Y eso que no eras vegetariana todavía.

AC: Ni lo soy ahora. Lo fui durante un tiempo, mucho después de hacer la película. Siempre digo que soy filosóficamente vegana pero que no puedo serlo en la práctica porque de verdad no creo que sea factible. La película produjo alguna controversia, sobre todo en Europa. En Berlín una señora me dijo: “No necesitamos esta violencia acá”. Pero resulta que caminás por Berlín y hay olor a chancho quemado todo el tiempo. No sé qué comería la señora. Pero viste cómo es: unos nos tenemos que dedicar a hincar el cuchillo y otros después comen sin traumas la carne muerta y toda limpita.

FMP: Claro, hay otro tabú ahí.

AC: En Estados Unidos no se pudo ver. La seleccionaron un par de festivales y después la dieron de baja. Está claro que hay una hipocresía, no sólo porque venden carne en todos lados sino porque el nivel de violencia que tiene ese país… en fin. Matan gente a cada rato.

FMP: Pero no se la comen.

AC: Ponele.

FMP: La rabia podría pensarse como una contracara de No quiero volver a casa porque se concentra en los niños que padecen a sus familias disfuncionales, en un contexto rural en vez de urbano.

AC: También puede pensarse en relación con Géminis, porque incluso repite un personaje. Mientras la hacía yo ya estaba escribiendo La rabia y pensé: “Es obvio que este es el campo de los ricos donde después va a suceder la otra”.

FMP: En No quiero… está el niño que dibuja un crimen y en La rabia está la nena que también dibuja todo lo que percibe.

AC: Sí, no habla pero dibuja. Se trata un poco de pensar también cómo se jerarquizan los lenguajes. Ella no dice nada, pero todo lo que percibe aparece en sus dibujos. Es cierto que eso está también en el niño de No quiero…, que dibuja un crimen sin haberlo visto porque a lo mejor siente algo de eso en el aire. Es como explorar un poco otras formas de la percepción.

FMP: Entiendo que trabajar con niños es difícil.

AC: Hicimos un casting en la zona, porque yo quería niños que tuvieran relación con el campo. Porteños en el campo me parecía una barbaridad, no iba a funcionar. Una vez que los tuvimos, los padres leyeron el guion y aceptaron que hicieran la película cuando les explicamos que no iban a ver nada de lo que los personajes ven en la ficción. Salvo la matanza del chancho, porque era algo que ya habían visto y conocían bien. Y después lo que hicimos fue que los actores que hacen de sus padres en la ficción les contaran las escenas y los fueran conduciendo mientras las hacíamos. Porque algo que yo había visto en otros rodajes es que a los niños los atormenta que haya mucha gente indicando, ordenándoles cosas. Me pareció mejor concentrar todo en los actores adultos que además necesitaban crear un vínculo real con ellos.

FMP: Hace tiempo me contaste que Géminis tuvo otro final, ¿puede ser?

AC: Sí, quise cambiar el final que tenía escrito en medio del rodaje. Quise agregarle una coda, pero los productores franceses no me dejaron. Claro, ellos produjeron un guion que terminaba de esa manera y se quedaron ahí. Pero pasó que en el medio del rodaje se me ocurrió agregarle una escena, que incluso creo que iba después de algunos títulos. En la escena aparecían los hermanos, en la sala de espera de un hospital donde había mujeres embarazadas, y los llamaban desde un consultorio.

FMP: ¡Muy bueno! ¡Qué lástima!

AC: Lo filmé, lo filmé. De prepo, porque estaba fuera del presupuesto y fuera de todo. Discutí un montón porque les parecía un escándalo, pero logré convencer a todos y lo hicimos una madrugada en el Güemes. Pero se notaba que el lugar no se correspondía con la clase social de estos chicos y quedaba raro. Creo que era una buena idea pero, tal como pudimos hacerla, no quedó lograda. Y además los franceses cuando la vieron dijeron “De ninguna manera”.

Hay un momento del rodaje que es muy angustiante, porque te abruman la cantidad de cosas que faltan, la cantidad de personas con las que tenés que negociar. Y después, cuando se termina, no siento necesariamente un alivio. Terminar una película para mí es un momento difícil, con arrepentimientos… Tiene que pasar bastante tiempo antes de que pueda empezar a reconciliarme con lo que hice. Es que es muy difícil hacer cine. Lo es como cualquier tarea creativa, pero tiene el agregado de obligarte a lidiar con todo el entramado de relaciones necesario para hacerlo.

FMP: Bueno, pero también es difícil lidiar con uno y con las ideas propias.

AC: Eso directamente es insoportable.


En la Marcha del Orgullo LGBT de 2008, organizada el 1 de noviembre en la Plaza de Mayo, se realizaba el Segundo Encuentro de Serigrafistas Queer coordinado por la artista Mariela Scafati. La convocatoria constaba de un llamado abierto a un taller de serigrafía para la producción de estampas durante el festival cultural que antecede a la movilización. En esta convocatoria se invitaba a participar de la acción con diversos soportes y textos: camisetas, banderas, capas, sábanas, cortinas, calzones, dibujos o poesías. El primer encuentro que funda la historia del accionar de Serigrafistas Queer se realizó el año anterior, el 16 de noviembre, en la ciudad de Buenos Aires, bajo el nombre de Primer Encuentro de Serigrafistas Gay, realizado en el local de la Galería Belleza y Felicidad, que estuvo abierto a producir mensajes para posteriormente lucir en la Marcha del Orgullo LGTB, realizada al día siguiente en la Plaza de Mayo.

En su segunda edición, el accionar de Serigrafistas Queer implicó la producción de las matrices de reproducción serigráfica para el estampado colectivo de frases, in situ, con las consignas que pudieran aparecer en el momento mismo de la movilización. Allí se imprimieron frases como «Todo Sí» y «Un arcoíris se despliega en la noche, no hagas preguntas». Pero es en el año 2010, cuando se realiza el Tercer Encuentro de Serigrafistas Queer, donde se establecerá como dinámica de producción el desarrollo de instancias previas de trabajo colectivo coordinadas por Mariela Scafati en su taller, y donde compartirá conocimientos básicos sobre serigrafía artesanal, pero en las que también comenzarán a circular de forma exploratoria y solidaria otros tipos de saberes, experiencias políticas y afectos relativos a la producción de los mensajes e imágenes elegidas por cada participante. En esa oportunidad se produjeron de forma colectiva estampas como las siguientes: «Cristina, sigamos trabajando juntas», «Somos malas podemos ser peores», «Estoy gay», «Fuerza Kristina», «Política y Amor», «Lady Entidade Género», «Amo a mi mamá travesti», «Sin demora, Ley de Identidad ahora», «Aborto legal es vida», «Lucha ama a victoria» y «El machismo mata».

De forma gradual comenzaron a materializarse las características que definirán las acciones de Serigrafistas Queer: la producción de un taller abierto de serigrafía para intervenir y ocupar el espacio público y la territorialidad de una manifestación, donde se imprimen frases, poesías, denuncias o imágenes en soportes relativos a la vestimenta de quien se acerca a participar de la acción, ya sean camisetas, sudaderas, chaquetas, tops; o también soportes comunicativos propios de las movilizaciones sociales como banderas, panfletos, volantes o prendedores personales. Todas estas producciones hacen alusión particularmente a políticas sexuales e identitarias, algunas de forma más directa y otras con un lenguaje metafórico.

La apuesta por el uso de la serigrafía y las experiencias gráficas como herramientas poético-políticas que posibilitan la producción creativa de enunciados críticos hacia un presente hostil; la elección de una técnica que permite una alta posibilidad de reproducción a muy bajo costo y que fácilmente puede ser socializada, permitiendo la incorporación de múltiples actores a la acción; la construcción de un taller de producción serigráfica en el espacio público y la transformación de la calle como escenario primordial de intervención crítica mediante dispositivos visuales en estrecha relación con los movimientos sociales aparecen como antecedentes de prácticas artísticas críticas de intervención pública que tensionan su vínculo con la política (Expósito 2011). Un ejemplo es el Taller Popular de Serigrafía, que hace su aparición en el 2002, agrupado alrededor del movimiento asambleario surgido tras la insurrección popular de diciembre del 2001 y fundado en el marco de la Asamblea Popular de San Telmo por Magdalena Jitrik, Diego Posadas y Mariela Scafati, y que luego también estaría integrado por un amplio número de artistas (Longoni 2005, 2007, 2009). Estos intervinieron en el contexto explosivo de luchas sociales y movimientos de protestas con imágenes que eran estampadas en papel, banderas, pañuelos y camisetas durante el transcurso de las manifestaciones. Entre 2002 y 2007 el TPS produjo imágenes para más de cincuenta escenarios de luchas sociales, donde se intentaba dejar plasmado el momento, el lugar y la causa específica por la que se estaba realizando la protesta. El modo de producción del taller estuvo signado por el trabajo colectivo previo a la movilización, por medio de jornadas de trabajo, bocetos y comunicación interna en la que se decidía la estampa a realizar, con la temática exigida por el acontecimiento político más próximo. Luego, una vez instalados en el espacio público, ocupando de forma particular la movilización y montando el taller al aire libre, se procedía a estampar sobre los soportes cedidos por los participantes. La insistencia y multiplicación de consignas e imágenes sobre camisetas se convertirá en su mayor reconocimiento (Granieri y Katz 2010).

En la experiencia de Serigrafistas Queer, lo que se vuelve particular es la construcción de un espacio que funciona como plataforma móvil en el que se deja de lado la identidad orgánica de un colectivo para construir una especie de refugio en el tránsito de la acción sobre el presente. Se trata de un lugar en el que las herramientas para producir intervenciones poético-políticas que desestabilizan el orden heteronormado de una sociedad están disponibles para ser compartidas, multiplicadas y reapropiadas. Es así como este espacio se materializa como una parada momentánea, en un intenso flujo de invención creativa de los cuerpos y sus deseos. Las personas están invitadas y tienen la posibilidad de entrar y salir de esta plataforma, donde no se necesitan saberes específicos, donde no existe exigencia, constancia o llamado a la organicidad, sino que más bien se abre la posibilidad al deseo fluctuante de quien intenta incidir sobre un territorio en el momento en que puede y con quienes estén dispuestos a hacerlo. Hay personas que han participado desde el primero de los encuentros o personas que solo han participado de los talleres de producción previa a las Marchas del Orgullo, incluso, quien solo se ha acercado a estampar su camiseta en el taller montado en la plaza pública. Entender el accionar de Serigrafistas Queer como una plataforma o un espacio-lugar-refugio construye una flexibilidad alrededor de la subjetividad serigrafista queer que se distancia de los enunciados tradicionales del sujeto activista sin asumirla como una falta de compromiso, sino como una fluctuación libre y caprichosa que agencia el caos creativo.

Lo que aquí existe, entonces, es la libertad de operar y emitir mensajes críticos pero que están siempre unidos a la circulación del deseo colectivo de quienes están produciendo las imágenes en cada encuentro en particular. La realización de estas serigrafías no está subordinada a un acontecimiento político determinado, ni funciona de forma reactiva frente a una injusticia específica. Su accionar está vinculado a la producción reflexiva y crítica de imágenes que responden a políticas sexo-afectivas de resistencia del colectivo LGBT, en las que encontraremos representaciones que pugnan por la reivindicación y el reconocimiento de las identidades sexuales disidentes de la norma heterosexual (por ejemplo, la estampa «Sin demora, Ley de Identidad ahora», en relación con la Ley de Identidad de Género), pero también enunciados que discuten con el régimen de producción identitaria construido a partir de la elección sexual y con el género como sistema de codificación y producción de cuerpos atrapados en la lógica binómica hombre-mujer (estampas como «Ni varón, ni mujer, ni XXY, ni H2O» realizada a partir de un poema-canción de la artista y activista trans Susy Shock).

–––––––––––––––

Fragmentos extraídos del artículo "Flujos, roces y derrames del activismo artístico en Argentina (2003-2013): Polı́ticas sexuales y comunidades de resistencia sexoafectiva", publicado originalmente en Revista de Artes Visuales ERRATA en 2015.

Imagen: Mariela Scafati. Windows [Ventanas], 2011. 


16.11.2023

Entrevista con Albertina Carri — Parte I

Por Fernando Martín Peña

Fernando Martín Peña: Vos integraste la primera generación de la Universidad del Cine (FUC) ni bien se abrió en 1991. Contame cómo llegaste ahí.

Albertina Carri: Por error de cálculo. Llegué ahí porque quería escribir. En ese entonces yo vivía con Alcira Argumedo y ella me dijo: “Si querés escribir, estudiá cine”.

FMP: Desconcertante.

AC: [Se ríe] Ella creía que para aprender a escribir era importante aprender a hacerlo en un medio que no fuera la literatura. Así que me anoté en la Universidad del Cine para ser guionista.

FMP: ¿Y hasta ese momento tu relación con el cine cómo era?

AC: Escasa. De chica viví en el campo y no había cine en el pueblo y después en la adolescencia había sólo un cine en Lobos, que pasaba películas horrorosas, así que iba poco, con amigos. Después empecé a ir una vez por semana, pero como una cuestión de cultura general, como algo medio obligatorio impuesto por mi familia. No tenía un fanatismo por el cine y cuando llegué a la FUC fue muy fuerte porque todos eran súper cinéfilos y yo no tenía ninguna cultura cinéfila. No entendía nada. Pensaba: “Pero yo me pasé toda la vida leyendo, creí que ahí estaba la cosa…”. Y bueno, estudié un montón, me la pasé alquilando películas para ponerme al día. Alquilaba por directores. Así entendí que si quería estudiar cine tenía que ver cine…

FMP: Después empezaste a trabajar en la industria.

AC: Sí, en cámara. Hice hasta segundo año en la FUC pero no terminé la carrera. Me enamoré de la cámara y empecé a trabajar mucho, en el equipo de cámara del Chango Monti, gracias a una persona amiga que me recomendó. Trabajé muchísimo en el equipo del Chango, había rodajes todo el tiempo. Aprendí más ahí en tres años de rodajes sin pausa, que en la Universidad. Aprendías de todo, lo que había que hacer, lo que no, y mucho de técnica pura y dura, porque el cine también es eso. Fue muy intenso.

Y de carambola, a los diecinueve años, la primera película que hice como meritoria de ese equipo fue Un muro de silencio, de Lita Stantic. Yo no había leído el guion, no sabía ni quién era Lita. Y cuando empiezo a ver de qué se trataba me pareció increíble haber ido a parar justo ahí. Igual no me animé a decir nada. Recién a las tres semanas de rodaje, durante un almuerzo, se me acercó Lita y me dijo: “¿Vos sos la hija de Carri?” “Sí, y de Ana María”, aclaré, porque siempre en el trato con los demás parece que soy muy hija de mi padre y muy poco de mi madre. Y ahí Lita me abraza y me explica que en los 70 ella había producido una película sobre un libro de papá (Isidro Velázquez, formas prerrevolucionarias de la violencia, 1968), que habían sido muy amigos, etcétera. Mis hermanas y yo sabíamos que el libro se había filmado y que lo filmado se había perdido, pero no sé por qué creíamos que el director había sido Néstor Paternostro. Ahí me enteré que no, que la había dirigido Pablo Szir. Pablo había sido pareja de Lita y luego fue desaparecido también. Y parte de la historia de Un muro de silencio se basa en la desaparición de Pablo. Así que mirá justo a dónde fui a parar.


Cuatreros, 2016.

FMP: En una parte de todos esos cruces está el origen de Cuatreros (2016).

AC: Sí, yo misma quise hacer una película con actores sobre el libro de papá, pero ese proyecto nunca fraguó. Escribí varias versiones y estuve un par de años con esa idea. En algún momento me llamaron para hacer una lectura performática en el San Martín y decidí hablar de este proyecto inconcluso, el proyecto imposible, que nunca iba a hacer. Era la manera de ponerle un moño al proyecto y cerrarlo para siempre. La cuestión es que hago la lectura y varios me piden que publique el texto y una editorial me ofrece ampliarlo y editarlo como libro. Pero dije que no, porque el texto era justamente para terminar con el asunto, no para seguirlo.

Más tarde me convocaron desde el Parque de la Memoria para hacer una videoinstalación con las cartas que nos escribió mi madre desde su cautiverio. Y mientras estaba trabajando en eso me ofrecen hacer una muestra en toda una galería, un monstruo de seiscientos metros cuadrados. Casi me da un infarto. Así que ahí empecé a pensar una muestra distinta, con seis obras. Para una de esas obras rescaté el texto sobre mi fracaso con Isidro Velázquez y empecé a buscar material de archivo para poder trabajar las líneas que hay alrededor de su historia. De lo que trataba la ficción inicial era de ese alrededor: ¿cómo hablar sólo de Isidro sin hablar de los intelectuales cercanos a su historia, como Pablo Szir y mi padre? También hubiera querido hacer sólo la historia de Isidro como una especie de western latino, pero la verdad es que no tiene un arco dramático capaz de sostener eso. Y además me fui dando cuenta de que lo que más me interesaba del tema no era el propio Isidro sino la pasión que había tenido mi padre sobre la historia de Isidro. Llegué a hacer un guion en tres tiempos, con la historia de Isidro, la de los intelectuales que lo habían investigado (Szir y mi padre) y finalmente la de los que buscábamos en Cuba la película perdida de Pablo Szir. Y en otro momento se me ocurrió que el guion había que escribirlo con el formato de un manifiesto, como los manifiestos políticos de esos años, que hubo un montón. Parecía lindo, pero bueno, tampoco funcionó. Por todo esto es que, cuando me preguntan cuánto tiempo tardé en hacer Cuatreros, no sé qué contestar. El montaje lo hice rapidísimo, pero todo el asunto me llevó más o menos media vida…

FMP: Claro, pero en algún momento, con todo ese material y todas esas ideas, decidiste la forma que finalmente tiene la película.

AC: La videoinstalación tenía cinco pantallas alineadas en una habitación de cuatro por cuatro, así que, cuando entrabas a la sala, las personas en pantalla aparecían en tamaño real. La había imaginado como las ventanillas de un vagón de tren: de cualquier forma que la mirases te llegaba información. Fue un trabajo monstruoso, por la cantidad de archivo que editamos (con Lautaro Colace) y por las relaciones que tuvimos que hacer entre las pantallas. El productor de la muestra, Diego Schipani, empezó a decir “Acá hay una película”. Y yo le contestaba que no, que para nada. Pero él insistió y al final se me ocurrió una idea, que era desordenar esas cinco pantallas, configurarlas de otra manera y pensarlas como signos de puntuación. Ahí me entusiasmé de nuevo y le dije: “Probemos”.

FMP: Ahí te ayudó lo literario.

AC: Sí, apareció una idea gramatical. Como ya teníamos el material muy estudiado, hacer la nueva edición para la película fue divertidísimo. Salimos a buscar más material y empezamos a explorar todas las conexiones posibles entre las imágenes, a ver cuándo tenía sentido usar una, dos, tres, cuatro o seis pantallas. Al final quedó todo conectado, todas las pantallas hablan entre sí. Y al terminarla me di cuenta de que ya no era sólo sobre Isidro, ni era sobre mi padre, ni era sobre mí o sobre mi maternidad o sobre el cine. Sino que era sobre todo eso como potencia vital. Quedó una especie de mamushka.

FMP: ¿Agregaste texto al original?

AC: Sí, sí. Al texto de la lectura performática le hice retoques y le agregué bastante. Diría que el proceso que cuenta la película misma es casi el verdadero. Y muta a partir de las cosas que van surgiendo en el propio relato y en la investigación. Creo que la película se va comiendo a sí misma.

FMP: ¿Cómo la recibieron en el exterior?

AC: No la entienden. No entienden nada.

FMP: Pero ¿les gusta?

AC: No tengo ni idea. Pero la pasan. En Francia por ejemplo se ha visto bastante. Quedan azorados. Acá también y creo que es porque contiene mucha información. Tendría que ponerle un cartel adelante que diga: “No intenten entenderlo todo”. Porque cuando la presento y digo eso, después la gente sale más tranquila: “¡Gracias por haberlo dicho!”. La lógica del relato convencional está muy metida en la cabeza de los espectadores y entonces Cuatreros los enloquece. Por un lado, la forma tiene que ver con el cine experimental, pero por otro tiene líneas narrativas muy precisas, tiene plot-points que generan estabilidad, para después volver a desestabilizarte con nueva información. Cada personaje está presente a lo largo de todo el film y tiene su seguimiento, pero no se los establece como en la ficción clásica o en el documental clásico. Están utilizados de otro modo y por momentos la película te pide que no prestes atención, que te pierdas en los detalles, que también vale.

FMP: Claro, tenés que elegir lo que ves, no podés asimilar todo sin verla un par de veces.


Las hijas del fuego, 2018.

FMP: No sé si puede pensarse como una reacción a las características de Cuatreros, pero Las hijas del fuego (2018) es una película totalmente opuesta: road-movie, actrices, linealidad…

AC: Creo que Las hijas del fuego la vengo pensando desde que hice Barbie también puede estar triste (2002). Pero bueno, en ese momento las chicas de Las hijas del fuego eran menores de edad, no era el tiempo para hacerla. Lo digo porque la película prácticamente “apareció” a partir de encontrar a esas chicas, la escribí rapidísimo.

FMP: ¿Y cómo las encontraste?

AC: Hicimos un casting. Hablando de la idea de hacer una película así. Rosario Castelli, que es antropóloga, lesbiana y militante, me dijo “Vos escribila que yo te hago el casting”. Ella no se dedica al casting, aclaremos.

FMP: Aclaremos también a qué te referís cuando decís “una película así”.

AC: Me refiero a la idea de hacer una película porno y lésbica pero corrida de los cánones sobre los que se hace el porno lésbico en general. Esa ideal original es lo que viene desde Barbie… Y parte de la motivación fue también la experiencia de hacer el festival Asterisco, que me obligó a ver todo el porno lésbico que se hace en el mundo, la mayor parte del cual me pareció malo y/o triste. Quería hacer una porno que fuera luminosa, que fuera de día, al rayo del sol. Después la estructura, el cuento, surge a partir de saber que existían las personas que podían acompañarme en ese viaje.

FMP: En lo que se parece al porno tradicional –o por lo menos al de los 70, que es el que mejor conozco– es en la estructura secuencial: cada escena de sexo tiene cierta autonomía, una locación precisa y una música determinada. Es más o menos como funcionan los musicales, también.

AC: Jamás pensé en un musical [se ríe]. Para mí se iba armando como una road-movie con paradas, en cada una de las cuales se sumaba una chica. Empieza en Ushuaia con una pareja, luego son tres, cuatro y así hasta no sé cuántas son en la última escena. Lo que tiene del porno tradicional es esa idea de que cada vez que paran en algún lado se abre una puerta y hay alguien disponible para cojer. Es un verosímil del porno que me parece fantástico. Sale una a correr, se cruza con otra que viene en bicicleta y terminan cojiendo: eso es del más clásico porno, no tenés que explicar nada.

FMP: Ring, soy el cartero…

AC: Claro. Siempre es así, ¿viste? Eso era divertido en el proceso de escribir la película. Pero también podríamos decir que no es porno, que es una película narrativa con mucho sexo explícito. Yo prefiero llamarla porno para discutir con ese género, que es históricamente patriarcal y todo lo que ya sabemos. De hecho, ni bien la terminé me pareció que había quedado tibia…

FMP: [Indignado] ¿Cómo tibia?

AC: [Se ríe mucho] Sí, siempre tengo ese miedo. Me dio la impresión de que me había acobardado y que por eso le agregué la voz en off con las reflexiones sobre lo porno, los cuerpos… No sé, una cierta pedagogía. Cuando la estábamos armando, con la montajista le decíamos “La Biblia” porque queríamos que estuvieran todos los temas de la militancia bien presentes. Ahora estoy más tranquila con la película, me parece que resulta sólida con esa multiplicidad discursiva.

FMP: Otra cosa que comparte con el porno histórico es su potencial subversivo o escandaloso, por meterse a representar lo que no se representa.

AC: Claro, el porno originalmente era clandestino. Yo quería hacer una película que no fuera nada complaciente, su destino tenía que ser el de ir a molestar, el de hacer aparecer imágenes que no estamos acostumbrados a ver.

FMP: Hay algo que me gusta mucho de la estructura, que lo proporciona la escena final. Porque si bien el límite entre el erotismo y el porno es difuso, existe. Y la última chica, sola, le recuerda al espectador la dimensión erótica del comienzo.

AC: Claro, pasa algo de eso. La película te va acostumbrando a ver porno en todas sus variantes y cuando se llega a la orgía ya nada te sorprende. De hecho, la película no terminaba así, el guion tenía una escena más, un rulo que estaba bien: las protagonistas le entregaban la Trafic en la que viajaron a otro grupo de chicas, una especie de paso de mando, una continuidad. Lo que pasó fue que yo no sabía que la actriz iba a dar todo lo que dio en ese final, no fue una indicación mía. El criterio siempre fue que hicieran las escenas de sexo como se sintieran cómodas y decirles sólo dónde iba a estar la cámara y aproximadamente lo que tenía que pasar. Así que en esa escena lo único que decía el guion era “Ella sale de la orgía, se queda sola y se masturba”. Punto. Armamos la puesta, empezamos a grabar y ella hizo tal cosa que dije: “La película termina acá”. No tenía sentido agregar la otra escena después de la potencia que apareció ahí. Por suerte lo vi en el momento y no me encapriché con lo que decía el guion.

FMP: Esto no es por sacarle mérito a las otras escenas, pero la de la iglesia aún no puedo creer que pudieras hacerla.

AC: Eso fue el primer día de rodaje. Estaba en el guion y todos me decían: “Esto es imposible”. Porque además es una película hecha sin plata.

FMP: Claro, no podías armar un decorado.

AC: No, averiguamos cuánto salía alquilar lo necesario y era inviable, nos iba a quedar re cutre. Y entonces con Rosario nos acordamos que en las estancias más viejas hay capillas privadas. Con el tiempo esas estancias pasaron por sucesivos herederos y muchas ahora se usan para hacer turismo rural. Y sus capillas se alquilan para eventos, en general casamientos heterosexuales. Bueno, nosotros la alquilamos para hacer porno lésbico.

FMP: La ausencia de presupuesto también es un rasgo del porno clásico.

AC: Sí, la hicimos como pudimos.

FMP: Por fuera del INCAA.

AC: Sí, yo no tenía ganas de ponerme a discutir con el INCAA. En algún momento las productoras me dijeron “Vos podés ir y dar la batalla”. Pero, la verdad, no tengo más ganas de dar batallas. Venía de la experiencia de Cuatreros, que la habían calificado mal, y a quince años de Los rubios, cuyos problemas con el INCAA fueron muy públicos. Basta. Si no les gusta lo que hago ya es un problema de ellos. Así que fuimos por fuera, con el costo que eso tiene, pero con la ventaja de una libertad casi total. Logramos viajar a Ushuaia haciendo unos canjes rarísimos y filmar allá, pero después casi todo el viaje está hecho en el gran Buenos Aires. Eso es algo que aprendí haciendo cámara en películas profesionales de bajo presupuesto, como las de Carlos Gallettini. Filmás para un lado y es Caleta Olivia, filmás para el otro y estamos entrando a Misiones. Eso te da el oficio, no deben haber sido más de diez días de rodaje. Y después salimos a filmar paisajes por separado, para abrirla un poco.

FMP: ¿Cómo fue la recepción fuera de la Argentina?

AC: Muy buena, se vio mucho. Al principio con la productora, Eugenia Campos Guevara, hablamos de estrenarla en el circuito porno. Después, como la película entró en el BAFICI y ganó, pasó naturalmente a otro circuito más tradicional. En San Sebastián por ejemplo hubo mucha gente que salió de la sala gritándonos. Pero en Brasil fue un éxito, se convirtió en una especie de película de culto.

[Ver la parte II de esta entrevista aquí]


03.11.2023

La realidad para Marcia

Por Roberto Amigo

La realidad para Marcia es cualidad de los fenómenos en los que no reconoce una existencia ajena a su propia vida y, además, hace partícipe al espectador del artificio, logrando que acepte su propuesta de realidad. Así, "El tren fantasma" es la unidad entre historia y biografía, la exteriorización de una voluntad. No es solo la creencia sobre la realidad, que es una construcción discursiva colectiva, sino la impronta biográfica que constituye el nexo sensible con ese pasado, tan difícil de asir desde la razón. Cuarenta años después este conjunto de grandes pinturas ensamblajes funciona como preludio a su obra del exilio en Barcelona. Es un relato visual de la historia biográfica desde una comprensión reflexiva del derrotero argentino condensado en la figura de Isabelita. Marcia se enfrenta no a ese pasado, sino a los restos acumulados del pasado en nuestra vida cotidiana. Por ello, el modo de representación logra, con su acumulación omnívora, dar cuenta de esa persistencia. En cierta forma, Marcia asume compositivamente el basurero de la historia. No ofrece una salida a la persistencia de ese momento como quiebre en nuestra cultura: solo convierte a las voces internas en una visión apocalíptica, en el ejercicio de plantarse antes del abismo, de condensarlo en la oscuridad privada de lo público. Logra una poética de un enorme peso, anclada en su gravedad, sin ninguna concesión ni benevolencia.

[…]

Marcia tiene la capacidad de hacer que la técnica pictórica tenga autoridad, frente al impacto de los nuevos medios, y logra hacerlo sin encerrarse dentro de un giro conservador, que esa posición puede llegar a plantear. No es la defensa de la pintura como lenguaje universal humanista, sino como un marco de acción material e ideológica que permite dar cuenta de la relación sensible con el otro, en términos de la historia común local. Es pensar un espectador que pueda reconocerse en ese imaginario, que se desplaza desde lo rural a lo urbano y, fundamentalmente, es pensar en el migrante de las grandes ciudades. Este interés se afirma a través de su persistencia en el trabajo con el modelo. El retrato y la figura humana en la obra de Marcia han tenido lecturas dispares, pero generalmente centradas en la obra del exilio en Barcelona y en la de los primeros años del retorno a la Argentina. Así, ha predominado la filiación a la figuración crítica, como tradición local, en especial de Antonio Berni, y su predilección por los habitantes de los márgenes o los tipos barriales

[…]

También se podría pensar la influencia de Aída Carballo (por ejemplo, litografías como Vecinas del Sur, las series Los locos y Los amantes): el expresionismo temprano de Marcia tiene una de sus raíces en extremar el tipo de figuración surrealista de esta gran grabadora. Tal vez, es posible señalar dos vertientes que surgen de la obra de Carballo, una se consolida en Marcia, la otra en Fermín Eguía. Ambas con empatía popular y diverso humor. Desde esta lectura se mitigan los vínculos con el grotesco, considerado el realismo autóctono de carácter literario, y la continuidad del realismo entendido como el humanismo trascendente de la figuración de Antonio Berni y Lino E. Spilimbergo.

[…]

En los retratos recientes de Marcia encuentro una expresión de orgullo en los sujetos. Aspecto que no observo en las etapas anteriores, donde domina el aire melancólico y de derrota, de soledad y desesperación en la lujuria. Marcia logra el tránsito de la observación de las figuras del barrio y de los márgenes a retratos de territorialidad, es decir, a sujetos que portan su identidad social y cultural como modo de enfrentamiento.

–––––––––––––––––

Fragmentos extraídos del ensayo “El filo del hacha”, en Ojo. Marcia Schvartz. Cat. Exp. Colección Amalia Lacroze de Fortabat, 2016.

 

 

 


En 1963, el empresario Ernesto Vainer regresó de un viaje a Japón con un peculiar aparato que había captado su atención. El aparato era un encendedor piezoeléctrico que emitía una chispa al pulsar un botón. La visión de Vainer era transformar este descubrimiento en una herramienta doméstica, y de inmediato se lo mostró a Hugo Kogan, responsable del departamento de diseño de su empresa, Electrodomésticos Aurora. Kogan se puso a trabajar con entusiasmo en el diseño del proyecto. Inspirado por el sencillo pero ingenioso mecanismo de este aparato japonés, la determinación y el ingenio de Vainer sentaría las bases de un producto revolucionario que pronto se convertiría en un artículo de primera necesidad en los hogares.

A tres meses de su lanzamiento, Aurora ya había vendido 80 mil unidades de su flamante producto: el Magiclick. La creación fue finalmente patentada por su inventor, el propio Vainer en 1976. “Garantía de 104 años”, aseguraba su eslogan, en base a un cálculo de 25 chispas diarias. Aliado insoslayable de los hogares y emblema del diseño argentino, implicó una mejora radical en la relación entre los usuarios y los artefactos."


26.10.2023

Guillermo Kuitca, nadie olvida nada

Por Viviana Usubiaga


Guillermo Kuitca. Obra de la serie Nadie olvida nada, 1982.

Kuitca, sin ser un artista de militancia política –a instancia de amigos había frecuentado reuniones en el Partido Comunista y más tarde en el Movimiento al Socialismo– supo participar de algunas reuniones de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos en 1979. Por entonces, algunas de sus obras hacían referencia a la represión y los desaparecidos como el dibujo donde inscribe la enumeración desde el 1 al 30.000 en 1980. No obstante, en Nadie olvida nada, la relación es más ambigua con aquello que representa, pero sin duda, se conjuga en ella un “reconocimiento de las víctimas”. Las camas, con sus sábanas semiabiertas, se muestran a la espera de cobijar un cuerpo ausente. Como símbolo primario del lugar del nacimiento, sueño, enfermedad, sexo y muerte, el lecho inscribe con su presencia un reclamo por su apremian- te vacío. Son varias las obras que componen el corpus llamado Nadie olvida nada. Su repertorio simbólico se repite y renueva su apariencia según los espacios en los cuales se inserte: cama vacía, figura femenina, figura masculina. Tal como mencioné, su imaginario quedó plasmado en soportes que no son telas montadas en bastidores tradicionales. Trabajaba en cambio con carbonillas para dibujos espontáneos sobre papeles precarios, cartones entelados o con acrílicos sobre tablas de maderas cuyas dimensiones son dispares y no convencionales. En su conjunto, la serie se percibe como variaciones sobre un mismo tema: el recuerdo. En tiempos de violencia social en la Argentina y guerra con una potencia extranjera, estas obras conectan con una ineludible invocación a la memoria. Por un lado, la incesante repetición de sus motivos y aspectos formales y, por el otro, la idéntica nominación de cada una de las piezas que componen la serie, construyen un recurso entrelazado de narración histórica. “Nadie olvida nada”, la doble negación es en idioma español, subvertida en contundente afirmación. Como un repiqueteo lingüístico, se vuelve una apelación al recuerdo, para que definitivamente, todos recuerden todo.

El espacio indefinido en estas obras es clave en la atmósfera inquietante donde se insertan las figuras en configuraciones inestables. Los cuerpos y las camas que aparecen en flotación acentúan las perspectivas falseadas. Las mujeres silueteadas funcionan como una fórmula expresiva recurrente de la serie, como almas en pena que vagan en la deriva espacial de un mundo empastado de tácita violencia. Cuando se insertan figurillas de hombres, estos no las acompañan serenamente; parecen escoltarlas, detenerlas o encaminarlas hacia la espesura de la pintura farragosa por la fuerza de sus brazos que contrasta con la debilidad mutilada de las mujeres. Una de sus composiciones muestra a ocho mujeres alineadas de espaldas al espectador sobre un fondo violáceo y sin espacio discernible. [1] Como en un pelotón de fusilamiento, las figuras se entregan vulnerables a la mirada externa que se vuelve tortuosa ante la indefensión.


Guillermo Kuitca. Obra de la serie Nadie olvida nada, 1982.

Frente a ciertas interpretaciones histórico-sociales de su obra, el pintor ha reflexionado en los siguientes términos,

¿Por qué negar, por ejemplo, que esas camas [...] están en un campo de concentración?, ¿por qué debería negar que allí se deposita la historia argentina? Tiendo a desalentar esa visión sobre mi obra porque sé que la fuerza, la invade, la sofoca. Pero por el otro lado, me siento ridículo cuando la niego categóricamente. En definitiva, no puedo negar que hay en mi obra una visión política del mundo, una visión de la historia, sólo que no la puedo formular más allá de cómo la formula mi propia obra. [2]

 

Notas

1. Esta obra fue tapa de la edición de La Nueva Imagen, de Arte al Día, Buenos Aires, Costa Peuser Editores, diciembre de 1983.
2. Guillermo Kuitca, Obras 1982-1998. Conversaciones con Graciela Speranza, Santa Fe de Bogotá, Grupo Editorial Norma, 1998, p. 94.

 

–––––––––––––––––

Fragmentos extraídos del libro Imágenes inestables. Artes visuales, dictadura y democracia en Buenos Aires. Buenos Aires: Edhasa, 2012.