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Artistas indígenas contemporáneos: Miradas decoloniales sobre el circuito artístico  
Por Laura Catelli

Adoptar una perspectiva crítica decolonial para acercarnos a la cuestión del arte indígena contemporáneo supone partir de la idea de que en el circuito artístico latinoamericano tal cuestión no puede reducirse tan solo a subsanar la “ausencia” o sub-representación de las expresiones estéticas de determinados grupos étnicos; es preciso considerar los pliegues históricos de un proceso de subalternización desplegado en múltiples niveles, que afectó a sujetos, prácticas específicas, imaginarios, saberes y visiones de mundo, emanado del colonialismo moderno y capitalista, que ha persistido en la larga duración. Sumergirnos en esos pliegues implica, necesariamente, poner en discusión las funciones culturales de poder de las artes modernas occidentales en contextos de dominación colonial y poscolonial, y las improntas duraderas que se estabilizaron en los imaginarios socioculturales dominantes, en parte a través de la valoración, bajo el paradigma estético dominante, de ciertas prácticas y objetos culturales en franco desmedro e incluso destrucción de otras.

La estética moderna ha sido una de las principales categorías puestas en tela de juicio en la revisión crítica de la cuestión indígena en el arte. Desde la perspectiva de Ticio Escobar, la estética moderna, a través de la particular subordinación de la función bajo la forma, ha sido “erigida abusivamente en paradigma de todo modelo de arte” (2008, p. 554), produciendo un sistema que “introduce una dicotomía entre los dominios exclusivos del gran arte –soberano, desdeñosamente separado– y el prosaico circuito de las artes menores, constituido por manufacturas artesanales (o hechos de folklore o de ‘cultura material’)” (2008, 556). Es notable la persistencia de esta división en la estructuración del campo artístico, desde la etapa colonial hasta tiempos muy recientes. Así, cuando decimos que los pueblos indígenas han sido subalternizados, nos referimos a que han sido sometidos a posiciones de inferioridad con relación a las fuerzas europeas, en múltiples dimensiones, incluyendo ­–y a través de– las estéticas, los imaginarios, los sistemas simbólicos, los sistemas de representación, etc. La subalternización en esta dimensión ocurrió primero como efecto de la evangelización en el marco del colonialismo ibérico. La Iglesia concentró gran parte de sus campañas de conversión en el control de las imágenes, los sonidos y las danzas rituales indígenas. Serge Gruzinski se refirió a este primer momento como la guerra de las imágenes. Aunque a veces fueron utilizadas para facilitar la evangelización, en general las prácticas artísticas indígenas, en las que se cifraban sentidos sagrados y rituales, saberes ancestrales y visiones de mundo, fueron prohibidas, perseguidas y castigadas.

Este extenso proceso de subalternización continuó bajo otros ropajes, y en los siglos XVIII y XIX los indígenas se convirtieron en un tema preferido del arte academicista, desde obras que plasmaron miradas “científicas”, que pretendían dar a conocer a los habitantes del “Nuevo Mundo”, como en los cuadros de Albert Eckhout del siglo XVII, hasta las representaciones de los “buenos salvajes” del romanticismo, atravesadas por un imaginario primitivista que ha situado sistemáticamente a los indígenas en un tiempo siempre atrasado en relación al de la modernidad cristiana occidental, cuando no en el lugar sacrificial de las “civilizaciones desaparecidas”. Y en el siglo XX, las vanguardias artísticas, tanto en Europa como en Latinoamérica, también echaron mano de artefactos “primitivos” e hicieron propios sus atributos estéticos y formales, en muchos casos deslindándolos de los aspectos rituales y sagrados, de su especificidad étnica, local, y de las comunidades de cuyas vidas estos formaban parte.

Con todo, hubo y hay aún espacios de profunda resistencia. Muchos conocimientos fueron transmitidos, íntegramente o a través de procesos más complejos y oblicuos, como el sincretismo que se observa en el arte y la arquitectura colonial, en obras en que miles de indígenas dejaron su huella, muchas veces de manera compulsoria, como expertos artesanos, ejecutores y mano de obra anónimos. Y como las plantas y flores que logran crecer entre las grietas del pavimento aún en las condiciones más adversas, y a veces gracias a la ausencia de contacto con fuerzas e instituciones del “progreso”, muchas tradiciones y conocimientos indígenas están vivas en el presente, resguardadas y nutridas por las comunidades de las que son parte, a la vez que amenazadas por fuerzas destructivas del capitalismo ecocida.

En este sentido, y de manera general, una mirada decolonial del arte es una que se configura a contrapelo de los efectos de la colonialidad que designó, y todavía designa, de manera desigual e injusta, el poder de nombrar, representar y producir conocimiento y visiones de mundo para unxs y no para otrxs, una distribución esencialmente etno-racista.

Ahora bien, en un registro más específico sobre los efectos de las distribuciones jerarquizantes de la colonialidad con relación al arte propiamente, tanto Walter Mignolo como Enrique Dussel han hecho hincapié una y otra vez en la operación por la cual la estética moderna ha dominado su concepción y fungido como un parteaguas que divide lo que es “arte” de lo que es “otra cosa”. En comparación con la perspectiva crítica de Escobar, Dussel y Mignolo sitúan el problema del paradigma estético moderno como efecto de la distribución sistémica del poder de acuerdo con jerarquías raciales y de género y sexualidad en la larga duración. Mignolo (2018), en un movimiento, o giro, crítico y teórico que se nutre por fuerza de oposición de cierto vigor que aún reviste el paradigma de la estética moderna en el circuito internacional del arte, le ha contrapuesto a ésta la noción de aisthesis, sosteniendo que, junto a la de gnosis (en contraposición a la epistemología moderna), configuran “esferas del conocer y del sentir ya no sujetas a epistemología y estética (teoría del fenómeno estético)” (Mignolo 2018, p. 19). Quizás pensar estos fenómenos tan complejos en términos de “esferas” responda más a la demarcación de campos críticos que a lo que ocurre en el campo artístico en sí, si pensamos en las prácticas de los circuitos contemporáneos, en los que la “contaminación” entre múltiples dimensiones resulta inevitable, si no un efecto buscado adrede en muchos casos. Para decirlo de otro modo, la descolonización de la estética como rama filosófica, o en el discurso crítico, no conlleva, por una suerte de homologación, la descolonización del campo artístico, ni vice versa. De hecho, parecería que el discurso crítico decolonial llega un poco atrás después de un siglo de ebullición en las prácticas, si pensamos solo a partir de los impulsos vanguardistas poscoloniales, y varios siglos si nos atrevemos a pensar más allá del canon latinoamericanista que hasta hace poco solo admitió a formas y expresiones originarias y afrodiaspóricas bajo el signo del primitivismo y algunas de sus ramificaciones, como el surrealismo. En el camino hacia un mundo donde quepan muchos mundos, y estéticas, también habrá que revisar las funciones de los registros filosófico-críticos en la recepción y traducción de lo que ocurre “en el territorio” del campo de las prácticas artísticas. De todas formas, la cuña crítica decolonial es valiosa porque no deja de insistir en apuntalar y amplificar, desde espacios institucionales y mediáticos, como los propios museos, a formas del arte presentes en proyectos de artistas subalternizadxs por el propio despliegue eurocentrado y patriarcal del campo artístico, y valorar una dimensión que se ha configurado de manera externa al mismo. Dimensión que podríamos pensar como un acervo vivo, que comienza como un soplo, deslumbrante y vital, tramado con plantas, animales, luz, tierra, agua, memorias, de lo bello del mundo, que se hace desde la “contemplación-emotiva, como fruición subjetiva”, que Dussel define como aísthesis,     

Repitiendo. La cosa real es un momento del cosmos que puede ser subsumida en el mundo. Es decir, las propiedades físicas de la aurora o salida del sol es un hecho real; en cuanto hecho es ya mundano para un sujeto y como objeto de la experiencia. Ese objeto es ahora a su vez, y como segundo momento, constituido desde la intensión estética (aísthesis) en el sentido de lo bello, como valor estético, siendo ese sentido lo constituido por la posición fenomenológica del sujeto ante el objeto que es interpretado como disponible para la vida, lo que causa en el sujeto una admiración entusiasta, una alegría por el hecho de poder seguir viviendo, un descubrimiento de una mediación que puede ser empuñada para lograr el fin de la vida. Esa posición subjetiva fenomenológica constituye a las cosas reales como bellas. (2018, p. 18)

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Notas introductorias para la clase “Artistas indígenas contemporáneos: Miradas decoloniales sobre el circuito artístico” en el marco del Seminario Anual Tercer Ojo. En la clase nos detendremos en obras de Sheroanawe Hakihiiwe, del pueblo Yanomami, Alto Orinoco, Venezuela, y  de Abel Rodríguez (Mogaje Guihu), sabio Nonuya, de la Cuenca amazónica colombiana.

Referencias

Dussel, Enrique. (2018). “Siete hipótesis para una estética de la liberación”. Astrágalo 24, 13-40.
Escobar, Ticio. (2018). “Arte indígena. Zozobras, pesares y perspectivas”. En Contestaciones. Arte y política desde América Latina. Textos reunidos de Ticio Escobar (1982-2021).
Mignolo, Walter. (2018). “Reconstitución epistémica/estética: la aesthesis decolonial una década después”. Calle 14: revista de invesrtigación en el campo del arte 14(25), 14-32.

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