El escarabajo de oro nace de una iniciativa del festival danés CPH:DOX de juntar a dos directores para co-dirigir un film en algo a mitad de camino entre la experimentación artística y la caridad al tercer mundo.
La única regla, tan políticamente correcta como esotérica, era que uno de los directores debía ser europeo y el otro un habitante de la periferia, o del tercer mundo, o -en sus palabras- un ‘non-European’.
La europea resultó ser la escandinava Fia-Stina Sandlund, una sueca ultra-feminista que viene del arte conceptual y el activismo y que supo liderar hace una década un afamado grupo de acciones autoproclamado ‘Unfucked-pussy’.
El otro pobre diablo resulté ser yo.
“So they concluded you had to be together” –me decía, entre risas y con exagerado acento, un director rumano, quien también probaba suerte con un director tailandés en el mismo programa de producción.
Así el film se convirtió desde un primer momento en un documental sobre su propia gestación, pensándose a sí mismo como una extravagante co-producción entre Escandinavia y Argentina, donde los mismos mecanismos de financiación y exigencias de un mercado de cine-arte que no le deja demasiado dinero a casi nadie forman parte del horizonte de la Historia y de la película.
Pero digamos que mientras duró el rodaje, ese pintoresco viaje desde Buenos Aires hasta Misiones, arrastrando imprudentemente una casa rodante durante 1.000 kilómetros, acompañados por primera vez de una generación de hijos alrededor nuestro, filmando en pequeños ríos, en playas invernales sobre el río Uruguay, en granjas de la comunidad sueca en Misiones, en ruinas de misiones jesuíticas del siglo XVII, en todos los lugares que la Ruta 14 pudiera sugerir, guiados apenas por la convicción, apenas por el entusiasmo cándido e inocente; éramos tan sólo un grupo de amigos divirtiéndose, haciendo un chiste detrás del otro con una pasión irremediable por el ridículo.
Ese gusto por la comedia de errores, por los films de Jean Renoir, Ernst Lubitsch y Max Ophüls, nos autorizaba, en ciertos pasajes del film, a hacer sencillamente lo que tuviéramos ganas, lo que nos divirtiera en ese momento. Compartir un proceso de escritura, rodaje y montaje (que en este caso es casi lo mismo) con Walter Jakob, Mariano Llinás, Rafael Spregelburd o Agustín Mendilaharzu originó un comportamiento por momentos infantil y por momentos compulsivo, como si fuéramos apostadores trasnochados dentro de un casino. El gusto por lo literario, por lo irreverente, o por el mero riesgo, por traer a Alem, a Poe, a Stevenson, a Bresson y a Manet, como si fueran invitados a una fiesta que trata de re-inventarse a medida que va pasando la noche, forma parte de ese espíritu del film.
Y allí está, en El escarabajo de oro, el retrato de ese grupo de amigos, riendo, jugando al fútbol, andando en bote, ensayando escenas absurdas, disfrazándose, viajando.
El mismo espíritu es el que tuerce a la película a traer a las voces suicidas de los fantasmas del siglo XIX, salteándose apenas todo el siglo XX y tratando -como profetas filosos- de narrar con espíritu novelesco nuestros días, en una visión, acaso, no del todo incongruente. Una visión ridícula, sí, irreverente, bufonesca, absurda, extravagante y quijotesca. Pero crítica. Y melancólica.
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El escarabajo de oro se proyecta los sábados 18, 25 de octubre y 1 de noviembre a las 20:00.