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Reciprocidad
Por David Abram

Consideren por un momento una de sus manos. Permitan que su mirada recorra el campo abierto de la palma siguiendo los pliegues que se cruzan o convergen; dejen que sus ojos escalen los troncos flexibles de los dedos. Cada uno de esos troncos tiene un pliegue único en la base y dos pliegues un poco más arriba (aparte del pulgar, cuya bisagra única lo convierte en un ser más torpe que los demás). Dejen que el pulgar se estire hasta tocar los otros dedos, que investigue sus texturas con la yema mientras se pliega al medio la extensión flexible de la palma. Ahora exploren esa mano con los dedos de la otra, dejando que se deslicen por los valles escarpados que separan los dedos de la primera. Saboreen el placer de ese contacto, la resonancia relajada entre dos criaturas extremadamente táctiles.

La mano, el órgano mismo con el que tocamos y exploramos las texturas y las superficies palpables del mundo, es a su vez una entidad absolutamente palpable y tocable. Tiene su propia superficie texturada, como la arena ondulada de una playa o la piel porosa de una fruta. Esta mano que toca las cosas es, por lo tanto, parte del campo táctil que ella misma explora. Es uno de los habitantes de ese campo, como el musgo aterciopelado, la superficie astillada de un poste de teléfono o la corteza escabrosa de un roble blanco próximo a casa.

Acérquense a ese roble, o a un arce, o a un plátano; estiren la mano para sentir entre el pulgar y el resto de los dedos la superficie de una hoja de múltiples puntas. Sientan la frescura de esa hoja contra la piel, la textura venosa que descubren las yemas de los dedos al deambular sobre ella. Pero noten además una sensación apenas diferente: que ustedes también están siendo tocados por el árbol. Que la hoja misma está explorando sus dedos, que sus poros prueban la química de su piel y sienten la textura suave y abultada del pulgar que se mueve sobre ella.

En cuanto reconocemos que nuestras manos están incluidas en el mundo táctil, nos vemos obligados a notar esa reciprocidad: cada vez que tocamos una entidad, también somos tocados por ella.

Y no solo el sentido táctil muestra esa curiosa reciprocidad. Los ojos, por ejemplo, esos órganos luminosos con los que cazamos las formas y los colores del mundo visible, también son parte del campo visual al que se abren. Nuestros ojos tienen una superficie brillante, como la piel reluciente de un estanque, y tienen sus colores, como el flanco cobrizo de un caballo o un pedazo de cielo de color gris peltre. Cuando salimos al jardín por la mañana, frotándonos los ojos para quitarnos de encima el sueño, y miramos hacia la colina arbolada al otro lado del valle, nuestros ojos no pueden evitar sentir su propia visibilidad y vulnerabilidad; por eso nuestro cuerpo animal se siente expuesto a esa colina, se siente mirado por esas laderas boscosas.

Esa reciprocidad es la estructura misma de la percepción. Experimentamos el mundo sensorial solo volviéndonos vulnerables a ese mundo. La percepción sensorial es un entrecruzamiento constante: el terreno entra en nosotros solo en la medida en que dejamos que nos atraviese.


Marcos Benítez. , 2021 [Detalle].

Algunas mañanas salgo de casa antes de ponerme las medias y deslizarme dentro de los zapatos. La tierra me presiona los pies descalzos y se amolda a ellos; las matas de hierba me masajean y despabilan las suelas. Piedras filosas se me clavan en la piel gruesa. A veces me pinchan unos pastos más secos y resistentes que se rompen bajo mi peso –¡auch!– y obligan a mis pies a volver a las piedras más suaves. Las piedras pálidas son frescas al contacto con los dedos, las piedras oscuras, más calientes. Mis pies reciben instrucciones del suelo y se alejan de los pastos marrones y quebradizos para buscar la presión de las briznas verdes que juegan con la piel callosa y le hacen cosquillas y vuelven a levantarse lentamente cuando paso. Me gusta poner mi vida en contacto con esas otras vidas, aunque solo sea por un momento.

¿Pero cómo sienten mi peso esas hierbas? ¿Cómo siente mis pasos el suelo cuando camino sobre él? A medida que surge esta pregunta empiezo a notar el descuido con el que suelo pisar, acumulando sensaciones de manera codiciosa. Mis piernas desaceleran el paso sin querer mientras la presencia sensible de la tierra parece reunirse debajo de los pies, y el suelo ya no es un soporte pasivo sino la superficie de una profundidad viva; de golpe, mis pies se sienten tocados, sienten que el suelo los está sintiendo. Mis pies van todavía más lento. Rocas planas y rocas rugosas, agujas que han soltado los pinos, arenilla que se junta entre los dedos flexionados sobre el terreno: cada zona de tierra requiere un tipo de pisada diferente que mis piernas solo descubren en el hacer. Los pies son como oídos que escuchan hacia abajo, y en ese contacto sube hacia mí un ritmo oscuro: un pulso que sosiega y profundiza el latido privado que está dentro de mi pecho.

Prueben esto cuando estén de humor: pisen la tierra sólida sin el intermediario de una suela de goma o de cuero, sin que la piel curtida de otra criatura se interponga entre su carne y la de la tierra. Noten el modo en que los pies, que presionan contra el suelo áspero, también son recibidos por ese suelo, y cómo la tierra y las briznas flexibles y erizadas indagan la piel. ¡Qué fácil es sentir que el terreno debajo de los pies es la superficie palpable de una presencia viva, y qué fácil dejar que esa profundidad sienta nuestros pasos cuando caminamos sobre ella! Miren de qué manera espontánea los pies relajan su andar para respetar a esa otredad extraña, para responder adecuadamente a la caricia y al soporte firme de esa profundidad, para evitar insultar a la tierra viva con su descuido. Una afinidad antigua, ancestral, entre el pie humano y la tierra sólida se repone en el simple acto de dar un paso afuera sin zapatos.

Claro que los zapatos son atavíos necesarios de la civilización, de una simpleza elocuente; varios de los lienzos de Vincent le rinden tributo a su humilde practicidad. Sin embargo, los usamos en exceso y así olvidamos que nuestros pies –esas manos vueltas hacia abajo en la punta de nuestras patas traseras– son órganos de percepción además de herramientas de transporte. Solo por la noche liberamos a nuestros apéndices inferiores de esas restricciones, cuando nos desatamos los cascos artificiales, los dejamos al lado de la cama y con un balanceo metemos las piernas debajo de las mantas. Solo entonces nuestros pies son libres de deambular e indagar, los dedos se regocijan entre las sábanas ondulantes, las suelas acarician la piel fresca del muslo de una pareja. Aun así, por más esencial que sea para el sustento de nuestros corazones y la perpetuación de nuestra especie, la atracción entre un cuerpo desnudo y otro no es más que el pequeño reflejo de un eros más regular e insistente entre nuestro cuerpo y la tierra.

El contacto más íntimo entre el cuerpo y la tierra se despliega no solo debajo de los pies sino a lo largo de toda la superficie porosa de la piel. La tierra no es meramente la presencia densa del suelo: es también el aire transparente que nos envuelve. El espacio entre uno mismo y un arbusto cercano no es en absoluto un vacío. Es un espacio denso de corrientes arremolinadas, cargado de polen y de las telas sedosas de las arañas, un medio inyectado de tufillos y feromonas sutiles y de otros mensajes que cabalgan el flujo invisible que compone la atmósfera de este mundo vivo. Y no solo estamos inmersos en ese medio invisible sino que participamos de él, inhalamos ese misterio por la nariz y lo llevamos a los pulmones, donde lo metamorfoseamos e intercambiamos elementos vitales por otros antes de devolverlo al mundo con el aliento. El aire que exhalamos, rico en carbono, proporciona alimento inmediato para las múltiples plantas que crecen a nuestro alrededor. Ellas, a su vez, transforman el aire a partir de la alquimia de la luz solar en materia, y lo avivan con el oxígeno del cual dependemos muchos animales. La atmósfera es un océano sutil que se genera y se rejuvenece de manera constante gracias a todas las entidades que habitan dentro de ella, un medio fluido de intercambios entre plantas y animales y rocas erosionadas.

Aunque el aire sea invisible, es bastante palpable: podemos sentir el viento que se mueve contra la cara y cabalga la curva de las orejas. Podemos sentir cómo nos tironea el pelo de la cabeza, o cómo el aire se corta alrededor de las muñecas cuando los brazos se abren camino a través de su espesor invisible. Y así como podemos sentir la velocidad relativa de su movimiento, la sequedad o humedad de su contacto, también podemos sentir que, al rozarnos, la brisa prueba nuestras cualidades, saborea la intensidad de nuestro sudor o la textura moteada de nuestra piel. Podemos sentirla centellear sobre nuestros hombros, la caricia de la brisa en los tobillos y su juego de cosquillas en la espalda cuando se desliza debajo de los faldones que se inflan. Podemos sentir cómo el aire nos envuelve y se asienta a nuestro alrededor mientras toma un molde de nuestra forma cambiante. Si accedemos a sus inquietudes y respondemos a sus variadas expediciones a lo largo de nuestra superficie, entonces nuestras acciones adquieren una nueva elegancia: la gracia que fluye de una danza constante e improvisada con el medio sensorial que nos rodea.

Así como la respiración implica una oscilación continua entre exhalar e inhalar, ofrecernos al mundo en un instante y meterlo en nuestro interior al siguiente, la percepción sensorial conlleva una reciprocidad similar, explorar el musgo con los dedos mientras sentimos que el musgo también nos toca, mirar las montañas y un momento después sentir que somos mirados, o percibidos, desde aquella distancia…


Marcos Benítez. , 2021 [Detalle].

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David Abram es un ecologista cultural y filósofo. Su libro anterior, La magia de los sentidos (Kairós, 1999), se ha convertido en un clásico de la literatura ambiental. El trabajo de Abram ayudó a catalizar el surgimiento de varias disciplinas nuevas, incluido el floreciente campo de la ecopsicología. Ganador del premio literario Lannan de no ficción, Abram ha sido nombrado por Utne Reader y British Journal Resurgence como uno de los cien visionarios que están transformando la cultura contemporánea. Sus escritos sobre las causas y consecuencias de la crisis climática han sido publicados en numerosas revistas y antologías. Su quehacer filosófico se ha nutrido tanto de la tradición filosófica de la fenomenología europea (en particular, de Maurice Merleau-Ponty) como de su trabajo de campo con los pueblos indígenas del sureste de Asia y las Américas. Es fundador y director creativo de la Alianza por una Ética Salvaje.

Este texto fue publicado originalmente en el libro Devenir Animal, una cosmología terrestre (Editorial Sigilo, 2021). La traducción es de Virginia Higa.

La serie El tejido del pensamiento recopila una selección de ensayos que abordan desde diferentes perspectivas muchos de los asuntos presentes en las exposiciones Tejer las piedras y Aó. Episodios textiles de las artes visuales en el Paraguay. Una manera de seguir pensando en conjunto, de compartir referencias y de poblar nuestro imaginario de preguntas e imágenes para enriquecer y desafiar nuestra mirada del mundo.

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