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Lotty Rosenfeld: Activar la imaginación crítica en torno a los signos
Por Nelly Richard

De una sola línea

Lotty Rosenfeld resolvió intervenir los ejes de calzada trazados en el pavimento en plena dictadura militar, desplegando así una inédita reflexión sobre los signos y sus codificaciones de poder justo cuando el arte de oposición y resistencia en Chile debió enfrentar con astucia reflexiva y potencia creativa las máquinas de persecución, miedo y censura que controlaban el país. Esto ocurrió en 1979 con su acción de arte titulada Una milla de cruces en el pavimiento, que modificó el eje de calzada que regula el tránsito de las vías públicas. Su gesto de desacato aspiraba, metafóricamente, a torcer el sistema de controles e imposiciones que norman las conductas de todos los días. Agacharse en el pavimento para alterar esta línea de tránsito que nos lleva a seguir un camino prediseñado, fue la sintética mecánica de producción a través de la cual L. Rosenfeld desmontó la semiótica del ordenamiento social que asigna roles y programa hábitos según la dirección trazada, unívocamente, por sus rectas de obediencia. Con un gesto anti-autoritario (anti-patriarcal), L. Rosenfeld llamó la atención de los transeúntes de la ciudad sobre la relación entre sistemas comunicativos, técnicas de reproducción del orden social y alineación de sujetos pasivos.

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Una milla de cruces en el pavimiento, 1979.

L. Rosenfeld conjugó a lo largo de toda su obra lo mínimo (la austeridad del trazo de la cruz y la sobriedad del gesto que lo ejecuta rigurosamente) con lo máximo: la suma de las cruces multiplicadas al infinito de superficies cambiantes –calles, geografías y pantallas video– que tornan incalculable el alcance y contagio de sus operatorias de sentido. Podría decirse que la obra de L. Rosenfeld es de una sola línea debido a lo insistente y persistente del gesto que la determina: una obra consecuente hasta el final por el rigor del compromiso ético, político y estético manifestado por su autora a lo largo de cuarenta años. Pero lo llamativo de su proyecto de arte es que esta obra, compuesta obsesivamente de una sola línea (“Esta línea es mi arma”), supo evitar la monotonía al provocar sucesivas intersecciones de contextos, soportes y tecnologías cuyos espacios y tiempos heterogéneos llevaron las cruces a atravesar varios conflictos sociales, dramas históricos, sublevamientos populares, violencias estatales, precariedades existenciales, dominaciones económicas, insurrecciones territoriales, tumultos sexuales, traspasos idiomáticos y abismos de la subjetividad. Este es el ejemplo de cómo un recurso discreto y aparentemente inofensivo (cruzar una vertical con una horizontal en la gramática casi imperceptible de la circulación pública) fue capaz de desenmascarar la falsa inocencia de los códigos que sostienen, impositivamente, la rutinaria fabricación de las normas sociales. Las cruces de L. Rosenfeld fueron capaces, bajo dictadura, de quebrar la pasividad de los signos estimulando la curiosidad de transeúntes y espectadores en torno a los virajes perceptivos y comunicativos mediante los cuales el arte, en un abrir y cerrar de ojos, logró desviar el rumbo de las señaléticas del poder autoritario y totalitario.

 

La operatoria de la suma (+)

Las cruces marcadas por L. Rosenfeld evocan el signo aritmético de la suma que, trasladado a la economía política, designa el registro contable de las ganancias y los beneficios cuya acumulación de la riqueza persigue el capitalismo mundial al hacer circular el dinero a velocidades inmateriales. El signo + trazado por L. Rosenfeld frente a la Casa Blanca de Washington, en la acción de arte Una herida americana (1982), apunta al símbolo geopolítico de la hegemonía norteamericana que domina la política y la economía globalizadas de sociedades interconectadas por redes de tráficos comerciales e intereses corporativos. Cuando L. Rosenfeld interviene, aquel mismo año, la Bolsa de Comercio de Santiago de Chile con el signo de la cruz previamente trazado frente a la Casa Blanca de Washington (un signo que ilumina la pantalla de uno de los dos monitores colocados subrepticiamente en el interior de su centro de operaciones santiaguino), ella realiza un movimiento doble: recuerda indirectamente el apoyo político y económico del gobierno de Estados Unidos a las fuerzas opositoras al gobierno de Salvador Allende como un apoyo que pavimentó el camino del golpe militar del 11 de septiembre 1973 y, también, alude a la trama subyacente que une indisociablemente la implantación de la política económica neoliberal a cargo de los Chicago Boys y la “terapia del shock” del terrorismo de estado con que la dictadura de Pinochet buscó aniquilar en la población toda capacidad de respuesta frente al desate de su capitalismo salvaje.

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Una herida americana, 1982.

En sus video-instalaciones posteriores (Moción de orden (2002) y No, no fui feliz (2015)), L. Rosenfeld fue conectando el signo + con diversas instancias relativas al desenfreno capitalista: se repiten, por ejemplo, las imágenes de los brokers en las Bolsas de Comercio internacionales y las pantallas electrónicas que transmiten el curso de las monedas y las ventas de acciones, exhibiendo cómo los valores se transan insaciablemente en los centros financieros de la globalización neoliberal. Pero L. Rosenfeld fue también capaz de incursionar en el reverso más desnudo de este alto mundo de las transacciones financieras y corporativas al utilizar, en su video El empeño latinoamericano (1997), las imágenes sub-locales que registran el ingreso a la casa de empeño “La Tía Rica” de sujetos populares que se vieron obligados por las cadenas de esclavitud de la deuda, el crédito y la hipoteca a permutar sus escasas joyas con valor sentimental por una miseria de dinero. La cámara de vigilancia de “La Tía Rica” registra fríamente la humillación del trueque vivida por estos sujetos del desamparo que entran y salen mecánicamente de su foco de observación. Lo que hace el arte de L. Rosenfeld es incorporar este registro impiadoso de “La Tía Rica” al montaje de su video instalación, apostando a que la rotación de las imágenes sacuda la mirada fija del registro automático y que su montaje sonoro, al mezclar la respiración agitada de un parto y el primer llanto de un nacimiento con el canto operático de una voz lírica, combine señales cuya emotividad contrasta con el insensible conteo de los sujetos de la desesperanza que desfilan por la cámara de vigilancia, obligados a empeñar lo poco y nada que tienen. Pero la obra de L. Rosenfeld se mueve de la triste resignación individual al sacrificio de la pobreza que se muestra en El empeño latinoamericano al clamor de la interpelación y denuncia ciudadana: en No, no fui feliz (2015), cita la consigna del “No + lucro” que usó el movimiento estudiantil del 2011 para reclamar contra el régimen de privatización neoliberal que convierte a la educación en bien de mercado y criticar, por extensión, la acumulación de la ganancia como máxima capitalista de una sociedad que solo persigue obtener utilidades. El signo + en la imagen del “No + lucro” que llena la pantalla video de L. Rosenfeld pasa así a ser el articulador del rechazo colectivo a una organización económica sólo destinada a exacerbar la competitividad para alcanzar oportunistamente el éxito individual.

La mercantilización de los intercambios sociales y la abstracción del valor de cambio que transmuta toda cualidad en cantidad han desmaterializado las relaciones humanas, volviéndolo todo operacional y gestionable en el lenguaje informático de las unidades de cómputo encargadas de procesar los datos básicos. L. Rosenfeld trabaja en contra de esta serialización numérica que rige las sociedades tecnologizadas por el diseño neoliberal: una serialización numérica siempre presente, digitalmente, en sus obras como aquello contra lo cual debe luchar la poética del sentido con la que trabaja el arte. Uno de los modos que tiene la artista de oponerse a dicha serialización consiste en reintroducir en sus video-instalaciones la densidad somática y pulsional (gritos, cantos, quejidos o suspiros) de una materia sonora o lingüística que se torna irreductible a cómo funciona la comunicación estandarizada. L. Rosenfeld se fija, por ejemplo, en lo que entorpece fonéticamente la comprensión de los vocablos –balbuceos, tartamudeos– para obligarnos a prestarle máxima atención al lenguaje como zona de aprendizaje, dominio y conquista (la razón pedagógica y civilizatoria) pero, también, de lapsus y erratas (los desarreglos psíquicos y los tropiezos del inconsciente sexual). Los meandros ficcionales de relatos excéntricos (¿Quién viene con Nélson Torres? (2001) y Cuenta regresiva (2006)) son acompañados por el modelaje literario de vocablos cuyas estilizaciones barrocas llevan el realismo de las hablas populares a alucinar con los sobregiros de la lengua y sus proliferaciones caóticas. La obra de L. Rosenfeld exhibe, además, las brechas interculturales entre traducción e intraducibilidad que insisten en lo refractario de una memoria del territorio, del cuerpo y de la lengua atada a lo local-particular (raza, etnia) cuya conciencia ancestral no se rinde frente al canon blanco-masculino-occidental de la cultura metropolitana. Las fallas de traducción que explora la vocación periférica del trabajo de L. Rosenfeld traen a escena, como ocurre en La guerra de Arauco (2001), lo que desde siempre ha buscado sepultar la razón imperial de los procesos colonizadores: aquellos porfiados sustratos culturales que, además de luchar contra el saqueo de sus riquezas primordiales, se resisten al hundimiento de su memoria de siglos de siglos.

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No, no fui feliz, 2015.

El signo + de L. Rosenfeld cuestiona la neutralidad de la suma numérica que, en el mundo de los balances financieros y de las estadísticas de consumo, pone en fila los datos abstractos de los recuentos monetarios y comerciales en lugar de conglomerar las partículas subjetivas que nos mueven, afectivamente, a involucrarnos con las vidas humanas. Pero la cruz no sólo denuncia la economía neoliberal sino, además, la geopolítica internacional cuyos Estados-naciones se reparten los territorios generando desuniones y confrontaciones, tal como aparece sugerido en la obra video Proposición para (entre) cruzar espacios límites (1983) que desafía las marcaciones geográficas (la frontera entre Chile y Argentina) o ideológicas (la división entre Berlín occidental y Berlín oriental). La obra de L. Rosenfeld apunta a las fronteras como agentes responsables de división y segregación territoriales que culminan en guerras. Al mismo tiempo, convoca simbólicamente el motivo de la frontera para explorar desplazamientos y fugas de identidad que nos invitan a traspasar límites y reductos para zafar de lo Uno (del sentido único; de la individualidad del yo) y viajar, libremente, hacia los umbrales de la otredad que cambian las rutinas de lo familiar por las aventuras hacia lo desconocido.

La trayectoria de L. Rosenfeld se inició en un colectivo –el de la Galería Espacio Siglo XX en 1978– antes de que ella cofundara en 1979 el CADA (Colectivo Acciones de Arte, 1979) con Diamela Eltit, Raúl Zurita, Juan Castillo y Fernando Balcells. Luego tuvo una participación decisiva en el movimiento Mujeres por la Vida que, a partir de 1983, actuó como plataforma ciudadana de lucha contra la dictadura y de recuperación de la democracia desde una perspectiva feminista activada por organizaciones de mujeres. Entre medio, L. Rosenfeld se involucró en sucesivas colaboraciones con Juan Castillo, Luz Donoso, Hernán Parada y, muy en especial con Diamela Eltit a la que la unió toda una vida de reflexiones cruzadas sobre pensamiento, escritura y visualidad. L. Rosenfeld siempre concibió su práctica artística como un trance entre varias y varios. Hizo que lo participativo y lo colaborativo funcionaran como dinámicas de intercambio artístico-cultural que se valen de la suma de complicidades y afinidades (+) para movilizar energías, voluntades y deseos conjuntos. La mecánica de la cruz (+) selló un modo de producción que concibe lo artístico como algo siempre en curso, es decir, como un proceso que debe ser completado mediante actos de transición con final abierto protagonizados por todas aquellas y aquellos que aceptan incorporarse a los diagramas intersubjetivos que ofrece la obra.

Las primeras cruces trazadas en el pavimento por L. Rosenfeld en 1979 esbozaron el camino que llevó su obra a transitar de lo individual (la firma de autora que, precariamente, se graficaba con tiza en el asfalto desacralizando la práctica artística) a lo colectivo: la progresiva borradura del nombre propio como marca autoral que se va fundiendo, anónimamente, en el paisaje diario de los tráficos en avenidas y carreteras. Las cruces de L. Rosenfeld (la cruz misma o su traslación a consignas masivas que mantienen, hasta hoy, su vigencia en la calle como “No + porque somos +”) se propusieron, desde siempre, multiplicar y diseminar el potencial del arte a lo largo y ancho de comunidades en formación: unas comunidades emancipadas cuyo plural expansivo se declara contrario a la matriz privatizadora del individualismo neocapitalista que fomenta la posesión y la exclusión disfrazadas de exclusividad.

 

Diagramar la mirada

No cabe duda que las intervenciones urbanas de L. Rosenfeld supieron traspasar los confines del arte, extendiendo sus redes de interferencias estéticas y críticas en espacios públicos que desbordan ampliamente los cercos institucionales de profesionalización del quehacer artístico. Pero la estrategia de obra de L. Rosenfeld nunca se dejó condicionar por la dicotomía adentro/afuera que parecería obligar a los artistas vinculados a lo político a renunciar al sistema-arte en tanto campo de referenciación estética a favor del paisaje exterior como totalidad en la que debería fundirse el gesto artístico, confundiéndose con el resto de las prácticas sociales. Sin dejarse restringir por esta oposición binaria entre el interior y el exterior del arte, L. Rosenfeld ha cruzado lo público con el público, entrando y saliendo, incesantemente, de los bordes de la institucionalidad artística y cultural para entrecruzar sus intervenciones urbanas con video-instalaciones en diversos museos y bienales. Los bordes internos y externos de la institución-arte fueron tensionados por ella como una zona discontinua, expuesta a interrupciones y traspasos, que da lugar a maniobras diferenciadas en sus modos y tiempos de articular lo político, lo social y lo estético. En Moción de orden (2022), los dos museos de arte de Santiago, (el Museo Nacional Bellas Artes y el Museo de Arte Contemporáneo (MAC)) y la galería de arte Gabriela Mistral fueron intervenidos por las proyecciones de diferentes superficies urbanas (el Palacio de La Moneda, el metro de Santiago, los camiones de seguridad, los edificios del correo, etc.), plataformas tecnológicas (el helipuerto de ENAP (Empresa Nacional del Petróleo) en Magallanes) y frontis institucionales (Wall Street en Nueva York) en los que se infiltraban las proyecciones de hileras de hormigas que entran y salen misteriosamente de cavidades, surcos y ranuras. El desfile de las hormigas que se vuelve a organizar luego de que un dedo entrecorte su camino, nos habla de reclutamientos y disciplinamientos (“moción de orden”) así como de la capacidad de dispersión-evasión de las multitudes que, intempestivamente, rompen las filas para desbandarse en las orillas del control social tal como ocurre en revueltas como la de octubre 2019 en Chile. Entre los marcos institucionales del arte y las sorprendentes imágenes de filas de hormigas proyectadas imaginariamente en los resquicios de distintos soportes públicos, la creación estética de L. Rosenfeld recurre a las poéticas de lo difuso para introducir la extrañeza en el mundo cotidiano, salvando así provisionalmente a sus habitantes de las insistentes reglas de funcionalización y normalización del orden social que los aplastan diariamente.

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Moción de orden, 2022.

En sus primeras intervenciones urbanas, L. Rosenfeld movilizó el cuerpo para afrontar la contingencia social y política desde una condición de sujeto –localizada y posicionada– que actuaba en vivo y en directo. Pero su pasión por las imágenes la hizo, a veces, cambiar el afuera de la ciudad (que dispersa el efecto artístico) por la concentración de la mirada en el adentro reservado de una sala que ofrece un espacio-tiempo absorto y pensativo: una sala donde la oscuridad le otorga toda su intensidad visual a las imágenes y su justo volumen auditivo a los susurros y murmullos de hablas cuya singularidad anómala debe ser escuchada con particular calma y atención. Trabajando con el formato delimitado de salas de arte calculadas para darle máxima exactitud a cada segmento e intersticio de sus montajes visuales, las video-instalaciones de L. Rosenfeld vuelven a combinar lo que los noticieros televisivos despachan trivialmente para el consumo informativo, sometiendo sus materiales de actualidad al enigma de provocaciones estéticas que turban la mirada. Una de sus operaciones más frecuentes consiste en exacerbar el desequilibrio de imágenes seccionadas y fragmentadas, para colocar la visión (encuadres y perspectivas) en una situación de riesgosa inestabilidad. Des-enmarcar y re-enmarcar las imágenes, tal como lo resuelve prodigiosamente el arte video de L. Rosenfeld, sirve para reflexionar sobre la función del marco: aquel recuadro cuyos trazados construyen la visibilidad de las imágenes en función de lo que incluyen o excluyen del campo de visión y de cómo se reparte el protagonismo de la escena entre oscuridad y luminosidad, totalidad y fragmentos, centralidad y márgenes. Las video instalaciones de L. Rosenfeld, al moverse entre marcos y desmarques, llevan la condición de espectador a experimentarse desde el quiebre, la desconexión y el salto entre restos visuales y sonoros desinsertados de sus macronarrativas y luego reinsertados en nuevos relatos que asumen el conflicto de aquello que escinde el dominio unitario de la representación. Las zonas de turbulencias crítico-estéticas en las que L. Rosenfeld envuelve sus imágenes (vacilaciones, paradojas, ambigüedades) están hechas para transgredir la estereotipación de la mirada formada y deformada por la serie informativa y publicitaria de las industrias de la comunicación masiva cuyo foco promocional sobre- ilumina sus ofertas para el deleite industrial de un consumo acrítico.

 

Montaje y edición: una memoria que se arma y se desarma

Desde Una milla de cruces en el pavimento (1979) hacia adelante, L. Rosenfeld incorporó a sus acciones de arte las tecnologías del video para registrar aquellas intervenciones de la ciudad que, expuestas a la intemperie, no tenían cómo sobrevivir a lo efímero de su transcurso. Mientras la dictadura en Chile estaba aplicando su siniestro aparato de obliteración de las marcas para negar tanto la desaparición de los cuerpos como el aparato criminal que los hacía desaparecer, L. Rosenfeld consideró necesario memorizar las huellas del acontecer fugaz de aquellas acciones de arte que se rebelaban contra el encuadre militar, para que un soporte grabado les regalara un complemento y un suplemento de duración vital que pudiese conjurar el fantasma del olvido. L. Rosenfeld conceptualizó tempranamente el uso del registro en el arte chileno como una maniobra técnica de recuperación y conservación de lo evanescente: un registro destinado a proteger la arriesgada contingencia del aquí-ahora de las intervenciones que consistían en poner el cuerpo, otorgándoles a dichas intervenciones la prolongación temporal de una memoria tecnológica que haría de salvataje contra el desaparecimiento de las trazas. Es así como los montajes audiovisuales de L. Rosenfeld supieron conjugar, magistralmente, el tiempo presente del cuerpo en acción con el diferimiento de las huellas de su presencia grabada. Es gracias a esta combinación de temporalidades estratificadas que el trabajo de la memoria crítica puede fluctuar entre desaparición y reaparición, entre lo ya no (pasado), lo que todavía es (presente) y lo que puede llegar a ser (futuro) bajo el signo de lo reminiscente.

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La guerra de Arauco, 2001.

Lo segmentario de los trazos de memorias entrecortadas que conforman las cruces en las distintas realizaciones audiovisuales de L. Rosenfeld lleva sus verticales y horizontales a interrumpirse unas a otras, haciendo emerger la fuerza de la colisión entre el ayer (lo grabado) y el hoy (lo editable) según cómo se asocian y se disocian los nuevos contextos de inscripción de sus trazos en constelaciones heterogéneas. Son varias las referencias históricas a fragmentos de la memoria herida de la dictadura militar que vuelven sin cesar en la obra video de L. Rosenfeld: se insertan las imágenes del bombardeo de La Moneda aquel fatídico 11 de septiembre 1973; el atentado terrorista contra Orlando Letelier (1976) en Washington D.C., comandado por la DINA bajo las órdenes de Manuel Contreras; la quema a lo bonzo del obrero penquista Sebastián Acevedo (1983) en protesta por la detención de sus hijos por la policía secreta de Augusto Pinochet; el rostro de Karen Eitel, vocera del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, obligada a confesar bajo tortura en una entrevista-montaje televisivo en 1987, su participación en el secuestro del Comandante Carlos Carreño; los gritos de Estela Ortiz, viuda del militante comunista de José Manuel Parada que fue asesinado por Carabineros en 1985 en el marco del caso Degollados; el plebiscito del Si y del No del 5 de octubre de 1988 que inicia un complejo proceso de reapertura democrática; etc. Desfila una historia-memoria de desapariciones, torturas y muertes que nos habla del hueco y la fractura de una biografía histórica no suturada: una biografía que permanece en duelo pese a los llamados transicionales a la re-conciliación que pretendieron dejar atrás las heridas y cicatrices para que la memoria convulsa del pasado dictatorial no echara a perder el consenso liberal requerido por su “democracia de los acuerdos”. A su vez los fragmentos de la memoria político-nacional de la dictadura chilena que recoge L. Rosenfeld en su obra se entrecruzan con los sucesos de la actualidad internacional que fueron marcando virajes ideológicos (por ejemplo: la caída del muro de Berlín) o bien que relatan la violencia bélica, policial, terrorista, delincuencial o insurreccional: las guerras del Medio Oriente, los atentados explosivos, las revueltas anti-neoliberales, los saqueos urbanos, los sublevamientos indígenas, etc. en un mundo de trastocamientos sociales cuyo mapa incluye, también, el drama de los éxodos y migraciones. Las imágenes del pasado de la dictadura chilena se mezclan con otras imágenes extraídas del flujo informativo de la actualidad internacional para formar ensamblajes no previstos que dan lugar a correspondencias asociativas o bien, al contrario, a duros antagonismos de lectura. L. Rosenfeld usa su arte para devolverles a las imágenes del pasado lo que la cobertura mediática de la actualidad trata de quitarles: la densidad reflexiva y la potencia crítica sin las cuales no hay cómo desamarrar los nudos de la memoria político-social de la dictadura y la postdictadura cuya temporalidad está hecha de tiempos muertos y bruscos despertares, de sacudidas y retrocesos, de archivos aun prohibidos y de un laberinto de voces que siguen, algunas de ellas, inextricables.

La obra de L. Rosenfeld nos enseña distintas modalidades críticas para que el pasado no quede sepultado en el nicho ritualista de una memoria contemplativa sino que, al revés, se desarme y rearme incesantemente para traspasarle al presente su fuerza –viva– de denuncia e interpelación. El hecho de que aparezca en varias de las obras de L. Rosenfeld la frase “No, no fui feliz” no alude sólo a su experiencia de los años de la dictadura militar (cuando el terrorismo de estado aplicaba sus más severos castigos sobre los cuerpos declarados enemigos) ni, tampoco, a su disconformidad con las muestras de complacencia político-institucional de la transición democrática cuyo pacto entre democracia y neoliberalismo quiso silenciar los gritos de la memoria herida. La reiteración de la frase “No, no fui feliz” en la obra de L. Rosenfeld nos habla de una subjetividad fisurada, incompleta, que se niega a la ilusión de felicidad del yo autosatisfecho que promueve, banalmente, la cultura del éxito y del bienestar capitalista. La memoria política y social de L. Rosenfeld (“No, no fui feliz”) manifiesta una subjetividad discordante que se ha resistido infatigablemente a los encuadramientos del poder y sus relatos de obediencia, En la conmemoración de los 50 años del golpe militar en Chile, esta memoria insatisfecha de L. Rosenfeld nos traspasa su llamado imperativo a permanecer en completo estado de alerta frente a cómo las ultraderechas y su neofascismo están, hoy, desplegando una violencia recrudecida para obliterar el pasado dictatorial y seguir mortificando su recuerdo traumado con los odios renovados de la verdadera guerra a muerte que han estado declarando contra aquellas estructuras de sentimientos que identifican a las víctimas. El arte crítico de L. Rosenfeld pone en escena una ética del recordar que defiende a la memoria de la dictadura y de la postdictadura del cinismo neoliberal que lo relativiza todo como producto en serie fácilmente intercambiable y, también, del oportunismo político de cualquier falso intento de armonización oficial.

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