Diario
Exposiciones

Extravíos con Víctor Grippo
Por Marcelo Pacheco

Víctor Grippo. Analogía 1, 1970-71.

Un artista debe trabajar y Grippo trabajaba mucho, casi constantemente. Sin embargo, lo persigue la leyenda de su lentitud para producir obra en su “pereza artística” confundida con la “poética artística”. Era un artista que materializaba sus ideas en unos pocos versos, en dos o tres frases, lacónico, recoleto, eremita, meditabundo, escaso en el hacer real, intenso en el hacer imaginario, siempre trabajando en largos alumbramientos. El mercado necesita qué ofrecer y los coleccionistas reclaman por más obra. Grippo tenía el tiempo del creador, del poeta con sus versos tallados y paridos en yesos, plomos, mesas, soluciones químicas, cajas blancas, papas, valijitas, maquetas, piedras y oro, objetos cotidianos, rosas y máscaras. La idea, ¡ay!, el problema de la idea, la belleza, ¡ay!, el problema de la belleza. 

Víctor Grippo. Valijita del panadero (Homenaje a Marcel Duchamp), 1977.

Grippo tenía su propio laboratorio mental, sus breves anotaciones, sus dibujos, sus esquemas, sus encuentros con los materiales, sus manos rozando maderas, metales, aguas coloreadas, espejos, rosales, herramientas, plomadas, terciopelos, hortalizas, pintura, panes, pipetas y tubos de ensayo; libros con frases reservadas para transcribir, inscribir y grabar en sus piezas, y textos para escribir mezclando sus propias palabras y su amor por el sonido de las frases pronunciadas en un murmullo, escritas en una mesa, impresas en un papel. Y el oficio sereno, cuidadoso, obsesivo, mágico, secreto, cansador; “el tiempo es la distensión del alma” decía San Agustín. Y después estaba el ánimo, concentrado, ansioso, maravillado o decepcionado, más alto o más bajo, más elocuente o menos expansivo, sonoro o mudo, esplendores y timidez, libre o aprisionado, suspendido o disperso.

En cada entrega de símbolos Grippo ponía en el universo un rastro de sentido, una huella, una pregunta. Procesos cifrados en objetos domésticos o en series alquímicas o en la mesa del carpintero. Interesado en los procesos, se sabía constructor de sistemas, estructuras y juegos de tiempos, y trayectorias de emociones estéticas y de pensamiento que curvaban el espacio y se deslizaban sobre la materia, ampliando nuestros cuerpos, nuestros sentidos, nuestras conciencias.

Grippo fue sabio labrando la tierra; trabajando la madera y sus restos de viruta; forjando el hierro para crear herramientas; levantando paredes para albergar la ilusión de un hogar; picando piedras y adoquines. Años antes, junto a otro artista y a un paisano, había hecho el pan cotidiano en un horno de barro, al aire libre, en medio de una plaza, ofreciendo el alimento primordial –el de la civilización más antigua y el de la fe– a los acelerados transeúntes del centro de Buenos Aires.

Víctor Grippo. Tiempo, 1991.

Primero había aprendido a convertir la materia en procesos de germinación, había experimentado con la transmutación de soluciones químicas. Entremedio, había comprendido el valor de la papa –el tubérculo americano que terminó con las hambrunas del viejo continente–, convertida en fuentes inesperadas de energía y en mutaciones cubiertas de oro. En su deambular había encontrado la mesa de las emociones, del trabajo y el sacrificio, el comer y el planchar, el jugar y el encuentro familiar.

Mientras tanto, probaba el poder del plomo y la fuerza de la naturaleza con germinaciones de porotos y con sus primeras valijitas y cajas, mundos en miniatura, homenajes a artistas, arquitectos, científicos y artesanos, representaciones de conocimientos superiores, máscaras de cabellos humeantes y ojos exaltados.

Paso a paso, Grippo envuelto en los ensueños y los desencuentros de su Buenos Aires, se preparaba para el acto mítico de fundar una comunidad que hiciera de la Argentina una tierra de cosechas y de afectos, de lazos amorosos y de convivencias en libertad, lejos de sus luchas y de sus impulsos por domesticar lo diferente, lo desconocido, lo inadecuado. Grippo tenía fe en la redención, creía en un nuevo origen donde los habitantes del fin del mundo, rodeados de la mayor de las violencias, pudieran sentirse maravillados frente a la generosidad de la tierra y, juntos, vieran la potencia de la naturaleza haciendo explotar la perfección de cuerpos geométricos sellados.

El trabajo del artista, testigo del odio y la barbarie, era inmenso: había que forjar herramientas, construir hogares y cuidar la huerta para el momento de la justicia. Grippo veía avanzar la destrucción, nubarrones que invadían el cielo y exterminios que asolaban campos y ciudades, amenazados por la desaparición de cuerpos y vidas, fuerzas poderosas en sus capacidades ciegas de odio, fanatismo y ambición. 

Vendavales de muerte arrastraban despiadados a hombres, mujeres y niños. Sin embargo, las valijitas resistían la desolación, la papa aún doraba la papa, el alimento ancestral abrigaba con su energía el alma y la conciencia de los sobrevivientes dispuestos a volver a empezar con las primeras herramientas, el primer huerto, la multiplicación de los panes.

Casi sin señales previas, la ciudad empezó a renacer en plazas, templos y construcciones blancas, inmensamente blancas, con niños jugando y con figuras hechas de luz que retornaban de las tinieblas. Un grupo de frágiles personajes de yeso buscaban un amanecer diferente. Grippo trabajaba sin cesar en espacios abiertos, sin fronteras, para una nueva comunidad. Modelaba niños saltando, jugando, festejando, alrededor de canteros, de explanadas, de edificios con cielos infinitos; y entre sus manos el artista veía nacer seres distintos que prometían abrigar la memoria de lo ocurrido, gestos de justicia, de solidaridad, de tolerancia, de libertades.

Sin embargo, una vez más, Grippo vivió el desasosiego de un país fragmentado, de odios reales y reiterados, de traiciones y complicidades, de distancias irreconciliables, de impiedades y olvidos. Quizás por eso sus mágicos espacios blancos, inmensamente blancos, esperanzados y generosos, se extinguieron rápidamente.

Desde entonces el artista se refugió en sus cajas con elementos geométricos, hilos de colores, planos inclinados, esferas, niveles, plomadas y toques cromáticos dispersos; equilibrios y desequilibrios, abstracciones de la materia en los postulados de la física.

Un trabajo en Inglaterra lo llevó, nuevamente, a sus mesas de yesos, con piedras, versos escritos, con los instrumentos de los artesanos, especialmente en espacios  bañados por la luz del sol apenas filtrada a través de una rajadura en la pared o de una lucarna en el techo.

Y siguieron otras mesas. Las mesas de reflexión, las mesas de trabajo, las mesas del albañil y el carpintero, y una mesa resplandeciente creada para Nidia, su compañera de todos esos días y años, de viajes y exposiciones, de tareas en el taller, de noches de desvelos, las manos amorosas que llevaron sus cenizas a su última morada en La Habana.

Víctor Grippo en Bruselas, 1995.

Fueron tiempos de recuperar antiguas piezas, reconstruirlas, darles una nueva vida. Grippo, lejos de su país cada vez más desquiciado, era celebrado, reconocido, admirado, invitado a exposiciones y bienales internacionales, era homenajeado con una retrospectiva, los críticos debatían sobre sus piezas e ideas, y escribían, y sus papas con electrodos aparecían en diarios, revistas y libros, y renacía una y doce veces entre México y Tokio. El Museum of Modern Art de Oxford, Ikon Gallery, el Moderna Museet de Estocolmo, el Palacio de Bellas Artes de Bruselas, el Queens Museum en Nueva York y en Sevilla, París, Colonia y el MoMA de Nueva York, las bienales de La Habana y de San Pablo, la Documenta de Kassel, Madrid, Bogotá, Lima y Santiago de Chile. 

Grippo alcanzó a saber del reconocimiento en la escena artística internacional. Mientras tanto, hacía diez años que Buenos Aires no veía una muestra individual del artista (lo había homenajeado con una versión reducida de una retrospectiva en 1988). Todas las palabras de respeto y consagración escuchadas en ciudades distantes o cercanas, siempre recibidas en la extranjería, enmudecían frente al deseo acariciado de una retrospectiva porteña, que nunca pudo ver.

En el nacimiento del nuevo siglo y en plena confirmación de la fragmentación de la sociedad, con la visión inevitable de un planeta ya globalizado y de un tardo capitalismo en expansión acelerada, con la creación de cada vez más riqueza concentrada en unas pocas manos; con la conciencia de la expulsión de millones de trabajadores condenados a vivir en la marginalidad permanente, ya no en la desocupación sino en la invisibilidad ciudadana; con el mundo controlado por fuerzas policiales y militares dedicadas a administrar la vida de todos los ciudadanos, después de que dos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas y destruyeron el centro simbólico del sistema financiero de Occidente; y con los desastres naturales en todos los continentes, la furia de huracanes, maremotos, terremotos y lluvias en torrentes, destruyendo ciudades y matando millares de personas, Grippo comprendió la condena sin retorno que el hombre había impuesto sobre la civilización, el fin inevitable de la cultura planetaria dominada por la violencia civil, religiosa, étnica, sexual, económica, tecnológica y por unas fuerzas de la naturaleza irascibles después de dos siglos de abusos constantes.

Víctor Grippo. Vida, muerte y resurrección, 1980.

La visión del nuevo orden del mundo, innegable y certero, llevó al artista, alrededor de 2001, a recrear en una nueva tierra de mezquindades y ambiciones, ahora mundializada, aquel trabajo que en 1976 había abrigado el deseo de una nueva comunidad para la Argentina. Algunos oficios, con las presencias rituales del huerto, el hogar, el carpintero, el herrero y el picapedrero, reaparecieron en su núcleo esencial, transformados en un último adiós al hombre de la sociedad sin temores y sin violencias. La mesa del albañil y la mesa del carpintero se convirtieron en modelos en miniatura, con sus bases y campanas de vidrio, casi en documentos que hablaban de un pasado que había existido y había sido arrasado. El tiempo de trabajo que el horticultor o el herrero habían mostrado en surcos de tierra listos para la siembra y en yunques y herramientas para fundir, en el fuego inicial, más instrumentos para las labores del hombre, y el balde y la espátula y la cuchara del constructor, se habían convertido en una hormigonera moderna, amasando su polvo de mármol, girando sin parar, solitaria, conectada a un enchufe, autosuficiente, sin huellas del artista; pura máquina comprada en una ferretería. El tiempo del trabajo era mecánico no humano, era artificial y anónimo, sin el sudor de las manos del artista y sin la tarea diaria del hombre y su voluntad para hacer el cemento. Para entonces, Algunos oficios se leía como una serie de testimonios de los haceres comunitarios perdidos e inútiles, en el siglo XXI.

Su nueva exposición, su última exposición, sorprendió con el anuncio y la visión de una humanidad diferente, de seres modelados en yeso mutando en formas con leves ecos humanos, más serenas, todas diferentes, reunidas en pequeños grupos de comunidades originales de tres, cinco, siete. Anónimos que nacían a la vida orgánicos, informes, de puro blanco, numerados y ubicados en espacios aislados de vitrinas unas al lado de otras. Islotes habitados por nativos recién llegados.

El mensaje era ambiguo, entre el anuncio de un alumbramiento prometedor y la conversión de los hombres en clones de la nada. Un poema escrito por el propio artista acompañó la serie, plácida, inquietante, atractiva, ficciones aún sin almas. El sortilegio de las manos del hacedor aparecía otra vez deslizándose silencioso entre espectadores desconcertados, temerosos, ajenos, cómplices escondidos, miradas ciegas frente al milagro del hacer artístico, del trabajo del artesano, del juicio del hombre justo, y del tiempo del universo modelando masas de yeso blanco, las inmensidades del blanco tan difícil de mirar, el blanco de los fantasmas, el blanco de la luz, el blanco del vacío, el blanco del origen, el blanco del papel, el blanco del unicornio, el blanco de las divinidades, el blanco eco de los espejos, el blanco del silencio, el blanco de las nubes y de la nieve, el blanco del nácar, de las perlas y del mármol, el blanco de los campos de algodón y del agua cristalina, el blanco mezcla de todos los colores.

Víctor Grippo. El tiempo del trabajo, 2001.

Pero el milagro será acontecido
los anónimos
[…]
engrosarán la corteza de la Tierra,
para engañar los parámetros previstos por el Sol,
Los ángeles desprevenidos
Pasarán sin verlos
ni sentirán su roce.

Sólo hay un Anónimo solitario, aislado. Grippo anunciaba su propia transfiguración. El artista será testigo del nuevo mundo y seguirá sus búsquedas en el tiempo del trabajo, en el origen de la primera herramienta que fue, a su vez, la primera obra de arte. Y, como en la imaginación de Anatole France, los ángeles rebeldes vivirán en la tierra, también anónimos, ocultando sus alas en las alacenas de las cocinas del amor sin prohibiciones, de los lazos familiares, de las amistades para siempre, de las tolerancias y convivencias de uno con otro, y con todos.

–––––

En 2012, Malba organizó la exposición Victor Grippo. Homenaje, una selección de 20 obras antológicas, con objetos, instalaciones, obras en proceso, cajas y ambientaciones reconstruidas especialmente para la ocasión. Este ensayo de Marcelo Pacheco fue publicado en el catálogo que acompañó a la muestra.  

Sobre la serie Circulación: en estas semanas de aislamiento y retracción, buscamos propiciar la circulación de ideas a través de la recuperación de una serie de textos y materiales que acompañaron a las exposiciones de Malba a lo largo de sus 18 años de vida.

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