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Mentes paralelas
Por Laura Tripaldi

Interfaz lumínica
Abraham Palatnik. Sequência vertical (aparato cinecromático), 1964.

En su juventud, antes de convertirse en un escritor célebre, Primo Levi solía trabajar de químico en la manufactura de pinturas y barnices. Como él mismo comentó en varias oportunidades, estaba particularmente interesado en la figura del centauro, un monstruo que en su ambigüedad lograba integrar dos cuerpos aparentemente incompatibles. Para Levi, estas dos partes eran fundamentalmente el mundo de la ciencia y el de la escritura, el arte de la química y el de narrar historias; pero el centauro, en su dualidad, también hablaba del encuentro complejo y fecundo entre la mente del ser humano y la materia indomable que lo circunda.

En la actualidad, la palabra “interfaz” se ha incorporado al uso común, pero en una acepción algo distinta de aquella que se usa en química o en la ciencia de los materiales. A menudo la utilizamos para describir la interacción con las nuevas tecnologías digitales: hablamos de interfaz de aplicaciones, software y sitios web para referirnos al “rostro” que nos muestra la tecnología cuando se comunica. En este sentido, la interfaz es una ventana que se abre ante nuestros ojos y que nos permite acceder cómodamente a mundos paralelos que de otro modo serían inaccesibles. Es la voz femenina de las asistentes virtuales que nos guían en nuestra vida cotidiana y la social network que nos pregunta amigablemente qué estamos pensando. Es el modo en que volvemos nuestras tecnologías cada vez más humanas, a menudo escondiendo de inmediato, como el polvo bajo la alfombra, los aspectos más controversiales y complejos de su funcionamiento. Esta familiaridad con la interfaz, que intentamos hacer cada vez más sutil hasta volverla invisible, tiende a hacernos olvidar que todo diálogo con la tecnología sucede en un territorio híbrido en el que nuestros instrumentos influyen en nuestro comportamiento tanto como nosotres influimos en ellos.

Al trabajar con materiales y enfrentar numerosas ocasiones en las que la comunicación entre dos superficies se revela más compleja de lo previsto, pude comprender que el de interfaz es un concepto más profundo y transversal de lo que parece a primera vista. Si debiera conservar alguna enseñanza particular entre todas las cosas sorprendentes que he tenido oportunidad de descubrir estudiando química, seguramente sería el hecho de que la interfaz no es una línea imaginaria que separa los cuerpos unos de otros, sino más bien una región material, una zona de frontera dotada de masa y espesor y caracterizada por propiedades que la hacen radicalmente diferente de los cuerpos que en su encuentro la producen.

Quienquiera que lidie con un material nuevo enseguida se dará cuenta de que generalmente lo que determina su comportamiento no se relaciona con su composición o estructura más profunda, que en química se llama bulk, sino con lo que ocurre en su superficie. Lo importante es lo que sucede en la región en la que se realiza el encuentro –a veces simple y la mayoría de las veces complejo– entre ese material y algo más. En química, la interfaz se define precisamente como la región en que dos sustancias dotadas de propiedades físicoquímicas diferentes se encuentran.

Recuerdo perfectamente cuando, años atrás, trabajando en mi tesis, intentaba depositar un extracto muy sutil de nanopartículas de dióxido de titanio sobre un soporte polimérico; en otras palabras, un pequeño disco de plástico de una decena de centímetros que, al flotar sobre la superficie del agua, habría tenido la tarea de capturar y eliminar los contaminantes disueltos, para degradarlos con la ayuda de la luz solar. Pero las nanopartículas y el polímero no querían ponerse de acuerdo: cuando colocaba el disco en el agua, el extracto de partículas se separaba del soporte, se dispersaba en el líquido y volvía inútiles todos mis esfuerzos por mantenerlos juntos. Para dar un ejemplo más conocido: una gota de agua depositada sobre una placa de vidrio, en contacto con el aire que la circunda, produce naturalmente una superficie semiesférica. Este fenómeno se debe a la tensión superficial del agua, una magnitud que indica la tendencia de las moléculas de una sustancia a permanecer cohesionadas entre ellas y reducir así su superficie de contacto con el mundo exterior. Lo interesante es que el comportamiento de la gota T no es simplemente una propiedad intrínseca del agua, sino que se modifica según las características de las diversas PI sustancias con las que interactúa. Así, por ejemplo, si la A superficie del vidrio es modificada químicamente, según L el tipo de molécula que se ligue a su superficie la gota de agua tenderá a aplanarse completamente, o bien, en otros casos, tenderá a reducir su área de contacto con el vidrio hasta formar una esfera perfecta. Si, en cambio, en el agua se disuelven unas sustancias orgánicas particulares, llamadas tensoactivas –capaces de distribuirse a lo largo de la superficie exterior de la gota y reducir su tensión superficial–, esta mostrará una afinidad mayor con el aire y preferirá aplanarse, por lo que expondrá una superficie mayor.

Estos simples comportamientos demuestran que la interfaz es un verdadero espacio de encuentro en el que dos cuerpos diferentes se entrelazan para formar un estado de la materia completamente nuevo. Si bien las moléculas de la gota de agua no cambian jamás su naturaleza química, dentro de la interfaz se comportan de un modo diferente al habitual: se distribuyen según una estructura determinada que depende de la sustancia con la que toman contacto. En este sentido, la interfaz es el producto de una relación en dos direcciones, en la que dos cuerpos en interacción recíproca se funden para formar un material híbrido que difiere de sus componentes iniciales. Todavía más significativo es que la interfaz no represente una excepción; no se trata de un comportamiento de la materia que observamos únicamente en condiciones raras y específicas. Al contrario, en nuestra experiencia de los materiales que nos circundan tratamos solo con la inter- faz que construimos junto a ellos. Tocamos solamente la superficie de las cosas, pero se trata de una superficie tridimensional y dinámica, capaz de penetrar tanto en el interior del objeto que tenemos delante como en nosotres.

La idea de la interfaz como región material en la que dos sustancias se mezclan para producir un cuerpo híbrido y completamente nuevo puede ser el punto de partida para repensar de manera más general nuestra relación con la materia que nos circunda. Si en verdad todos los cuerpos con los que nos relacionamos se modifican, y a su vez nos modifican, ya no podemos engañarnos y concebir que la materia sea simplemente un objeto pasivo sobre el que proyectamos nuestro conocimiento. En el mismo sentido, tampoco podemos refugiarnos en la idea, ciertamente cómoda, de que la conciencia de lo que no es humano sea completamente inaccesible, es decir, que la materia circundante sea en el fondo completamente ajena e incognoscible y que no tenga ninguna relación con nosotres. Al habitar la interfaz, tenemos la oportunidad de redefinir el conocimiento de la materia como un proceso creativo y colaborativo en el que todo material participa activamente. Toda vez que nos relacionamos con un material nuevo construimos un espacio físico de interacción recíproca que modifica el mundo que nos circunda y abre, a su vez, la posibilidad de modificarnos.

En este marco, aquellos que usualmente considerábamos como simples objetos de la ciencia parecen animarse y convertirse en verdaderos sujetos, mientras asumen una participación activa en el proceso científico que los define y estudia. Desde esta nueva perspectiva, incluso los cuerpos que siempre hemos considerado inertes y pasivos revelan una capacidad oculta para tejer una red de relaciones con nosotres y con el mundo que los circunda. Se trata de un camino conceptual que en años recientes ha sido recorrido desde diversos ámbitos del saber científico. Si bien durante muchísimo tiempo predominó la convicción de que el ser humano detentaba una especie de monopolio sobre la inteligencia, esta nueva mirada científica nos ha permitido descubrir que no solamente los animales más próximos a nosotres –como los mamíferos– sino también los organismos invertebrados, las plantas y los hongos son en realidad sujetos que están en el centro de un riquísimo T universo perceptivo y relacional que pone en radical discusión nuestra idea de lo que es una mente. Muchos de es- PI tos sujetos poseen mentes horizontales y deslocalizadas, A es decir, son capaces de pensar, ya no con un órgano específico, sino con todo su cuerpo, cuando no directamente fuera de los límites de su propio organismo. Descubrir la inteligencia de los materiales no es solo un ejercicio con- ceptual destinado a ampliar la noción de inteligencia al campo de la materia no (estrictamente) viviente. Al contrario, investigar estas mentes materiales significa, sobre todo, intentar encontrar las raíces comunes de todas las inteligencias en la vitalidad intrínseca de la materia de la que están hechas.

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Este texto está extraído de la introducción al libro Mentes paralelas. Descubrir la inteligencia de los materiales. Buenos Aires: Caja Negra, 2023. Laura Tripaldi brindará la conferencia "Materialidad, agencia y cognición" el miércoles 22 de mayo en la Biblioteca de Malba. 

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