En este texto, Adriana Amante –investigadora y profesora de Literatura Argentina del siglo XIX–, reflexiona sobre los inventarios y las colecciones privadas y museísticas. Para ello, analiza el traspaso al Museo Histórico Nacional de los manuscritos, documentos, objetos personales, libros y muebles de Domingo Faustino Sarmiento en 1913.
Ya en el principio fue el fuego. En 1836, el por entonces minero Domingo Faustino Sarmiento tuvo fiebre tifoidea. El cerebro le estalló en ardores por exceso de actividad. Su cabeza, se ha dicho tantísimas veces, era un volcán contra el que difícilmente pudieran competir los sebos que iluminaban sus noches de escritura desenfrenada. No le teme al fuego. Hasta el punto de que, siendo lector frenético y desordenado, a sus libros “[a]nótalos con lápiz o con tinta al azar; quiébralos por el lomo, sin miramientos; apaga la vela con ellos, a despecho de la buena encuadernación”, según cuenta Leopoldo Lugones.
Juega con fuego. Con los libros que lee o escribe con ardor, con el volcán de su cabeza y con la lumbre del candil. Un fuego que sabía encender tanto con su yesquero de campaña como con sus filípicas de tribuno y sus escritos urgentes. Un fuego que, incluso en el arrebato al que lo llevaban la política, la literatura y su naturaleza de hacedor, atizaba aun más pero que también podía mantener bajo control. Salvo –y tal vez solo porque ya estaba muerto– cuando no pudo detener las llamas que una noche de julio de 1892 consumieron el acervo de la Biblioteca Franklin de su San Juan natal, cuya existencia él había propiciado con la tesonera y casi terca actitud emprendedora que lo caracterizaba. Y así́ fue como ardió también parte de su legado.
El cuadro sobre la salida de los sitiados de Montevideo que su amigo el pintor Mauricio Rugendas le había regalado en Río de Janeiro en 1846 y para el que en París había comprado un marco dorado; “El Soldado de Maratón” de bronce que le había obsequiado una mujer que bien pudo ser su amante, Aurelia Vélez Sarsfield; tres de los cuatro muebles libreros que había mandado hacer en Estados Unidos, modelo que en la Argentina terminaría llamándose “Biblioteca Sarmiento”. Todo devorado por el fuego. Y si bien hubo fiscalización sobre los restos, porque no quedó “un lingote de metal de lo que había sido bronce de arte y tampoco un libro chamuscado por fuera, sin haberse practicado una encuesta judicial”, según Augusto Belin –el nieto de Sarmiento– “fueron apareciendo en los cambalaches de la Capital libros valiosos que reconocíamos y fuimos rescatando, en silencio para no espantar la caza”.1
Oliverio Martínez. Caballito, 1932.
El cazador, hijo de Faustina, no fue solo uno de los seis nietos de Sarmiento: además de haberse desempeñado como su secretario, terminó siendo el editor de sus obras y el albacea de su legado. Descendiente por parte de padre de una familia francesa de impresores reconocidos, sabía de libros, de ediciones y de colecciones porque, enviado a París a seguir la tradición familiar (fue Sarmiento, precisamente, quien se encargó de llevarlo en 1867), fue aprendiz en la casa Hachette y aprendió a aprovechar oportunidades y remates para atesoramiento personal, en lo que se volvería aun más diestro al convertirse en diplomático. Así es como acaba formando su “gabinete de aficionado, en libros, arte y curiosidades” que sumaría algún día al que heredara de su abuelo, como un complemento; al tiempo que el del prócer continuaría incrementándose merced a las donaciones de amigos y allegados.2
Sin hijos ni espacio, Augusto contrarresta su diletantismo con una idea fija: la de donar a la nación argentina los manuscritos, documentos, dibujos, cartas, objetos personales, libros, fotografías, láminas, mapas, cuadros, esculturas, medallas, vestimentas y muebles del autor del Facundo. Por eso en 1913 deposita en el Museo Histórico Nacional las reliquias de Sarmiento; y como tampoco en esa institución hay lugar suficiente como para exhibir el legado, y hasta tanto se consiga uno adecuado, solo una pequeña parte de las pertenencias pasarán a las vitrinas y las demás permanecerán guardadas en los diez cajones en los que han sido transportadas.3
Algún reclamo de particiones debió́ estar amenazando porque, si no, no habría sido necesario que Augusto aclarara que era impensable que esos objetos fueran “valuables en dinero”, ya que –como reliquias que son del personaje histórico– deben considerarse “sagrados”. No obstante su loable desprendimiento, Augusto desliza aquí́ y allí́ algunos cálculos de plata, como cuando dice que gastó $4.000 en la recuperación de los documentos chamuscados en el ¿mercado negro de antigüedades, podríamos decir? de Buenos Aires; cuando se discute la posibilidad y la necesidad de que reciba un sueldo mientras se dedica a la ciclópea tarea de editar las obras de su abuelo; o cuando se muestra bien dispuesto a recibir una indemnización estatal que nada mal les vendría a los hijos de su fallecido hermano Julio (en un principio se hablaba de $100.000).4
La falta de un lugar adecuado para recibir y exhibir el legado también es una cuestión de dinero, ya que la iniciativa estatal de comprar la casa que había habitado Sarmiento desde que terminó la presidencia en 1874 se vio frustrada porque el dueño de ese momento (era en torno del centenario del nacimiento del escritor: 1911) exigió́ más del doble de lo que del presupuesto nacional había podido destinarse.5 Fue la primera y la más razonable gestión para recuperar el hogar de un hombre que había sabido vivir en estado de residencia intermitente por cuestiones políticas o funciones de gobierno. Es inevitable fantasear con cómo podrían haberse desplegado los objetos personales o artísticos, los libros y los manuscritos en esa casa colonial de tres patios, flanqueada por el largo corredor que conducía de la sala de recibo a la escalera del mirador. Allí́ Augusto mismo habría podido evocar el tiempo en que disfrutaba de su propio cuarto y de su propio escritorio, un poco apartados del dormitorio del expresidente, que estaba rodeado por los de las nietas mujeres y por el de la hermana Rosario (que se había trasladado desde San Juan para ayudar al ocupado Sarmiento en su vida doméstica, separado ya de Benita Pastoriza).6 En esa casa de la calle Cuyo podrían haber convivido, auráticos, “el vasto archivo manuscrito”,7 los anteojos de viajero y los de miope, el gorro de dormir que le bordaron las hijas de Urquiza, el pesado tintero verde que sostenía su escritura desde el 59, la forma de su cabeza tomada por Gibus en París, la fotografía de la luna que le había regalado el astrónomo Benjamin Gould, el bastón acústico que no paliaba del todo su sordera o los fragmentos de proyectiles del trabuco que usaron los Guerri en el fracasado intento de magnicidio de 1873, con la pajarera o el aljibe que dominaban el segundo patio, e incluso con el sillón mecánico de leer en el que se lo colocó ya muerto en Asunción del Paraguay –donde falleció́ en 1888– para la pose que debía transmitirse a la posteridad.
Frente a los límites que impuso el capital y probablemente alguna que otra contumacia, encontrar un local para albergar la donación se convirtió́ entonces en una imperiosa necesidad que remedó de algún modo el peregrinaje del propio escritor desterrado por años de su país, que anduvo de tierra en tierra como los que “mendigan hospitalidad” porque “así́ vagamos nosotros, sin patria, sin asilo, sin posar tranquilos nuestra vagabunda planta, por la vasta extensión de América que circunda nuestra patria desdichada”.8 Justamente El Relicario de Sarmiento en busca de asilo fue el título que Augusto le puso al inventario de los enseres que entregó en custodia al Museo Histórico Nacional.
Inventario: registro de lo que hay. Se enumera, si no con obsesión, seguro con exhaustividad. Con un orden no extremadamente riguroso de clasificación (aunque sin llegar a la arbitrariedad de la enciclopedia china de Borges), en la ristra de asientos que hace Augusto Belin no dejan de advertirse de todos modos los conjuntos de objetos por proximidad genérica: los bustos de mármol o yeso (de Horace Mann, de Abraham Lincoln, de Franklin, de Longfellow, de sí mismo), los muebles o instrumentos de escritorio (mesa, sillón “rotativo”, campanilla), las banderas (de la Batalla de Caseros; o las de Chile, Uruguay y Paraguay que cubrieron su féretro), los retratos al óleo (de la sacrificada madre tejedora, del hijo adoptivo muerto en la guerra, de la fiel hija natural, los suyos propios), el menaje (los cubiertos, la porcelana con monograma dorado y orla azul, la cristalería); así como cuadernos de anotaciones, legajos de correspondencia, periódicos, libros de autoría propia o ajena; y un poco más dispersos, algún uniforme militar, un álbum descabalado de viajero con ilustraciones o el canasto de mimbre donde el escritor arrojaba los papeles que descartaba.
Otras agrupaciones más heteróclitas vienen dadas por las vitrinas que las contenían en aleatoria convivencia, como en los gabinetes de curiosidades. Así, los “dos lentes de carey de los que usaba y rompía a diario” podían cohabitar espontáneamente con los de oro con que leía sus discursos en las ceremonias públicas, pero también con las cucharas con las que se le suministraron las medicinas en su agonía, el retrato de Darwin autografiado, su “gorro de dormir de seda colorada”, unas tijeras de escritorio, la banda del grado 33 de la masonería o el reloj de oro que había comprado en Estados Unidos.9
Carlos Federico Sáez. Madroños, 1900.
Mientras tanto, las reliquias –esos objetos que han pertenecido o tocado no al santo en este caso, pero sí al personaje descollante– encuentran el orden artificial del asiento y del registro, pero no el espacio de display, entendido como disposición y exhibición.10 Hasta que en 1938, para el cincuentenario de la muerte, se crea finalmente el Museo Histórico Sarmiento que el nieto albacea no llega a ver porque muere dos años antes (simbiosis previsible, neurosis de destino: en la misma ciudad de Asunción del Paraguay que el abuelo).11 La localización de este museo (que por más de veinticinco años no es sino una entelequia discursiva que rodea los diez cajones de objetos materiales en depósito) no es la natural, pero se le busca una lógica: por propuesta del historiador Ricardo Levene, presidente de la Comisión Nacional de Museos, se elige la casa que había sido sede del Congreso de la Nación en 1880 cuando se produce la capitalización de Buenos Aires. Gesto más simbólico que aurático (poca es la relación entre este edificio y el maestro de América muerto, salvo por el hecho de haber propiciado la federalización de la ciudad que se dará cuando esté terminando la presidencia su sucesor, Nicolás Avellaneda, y dejar inconclusos a su muerte unos manuscritos sobre la cuestión capital), en el edificio de Cuba y Juramento del barrio de Belgrano, el Museo Histórico Sarmiento encontrará la sede que conserva hasta la fecha. No Augusto, pero las nietas Helena y Eugenia están todavía vivas para su inauguración y asisten ese 11 de septiembre de 1938. Su primer director es Ismael Bucich Escobar.
¿Debería asombrarnos, tratándose de la instalación de un museo, que la primera tarea que se imponga (con gusto) Bucich Escobar sea la de inventariar? A los tres meses de la apertura, dice, cuasi tautológico: “La dirección se propone llevar a cabo cuanto antes el inventario completo de sus existencias, mediante un procedimiento metódico”; y detalla todo lo que es necesario hacer: organizar las visitas del público, exhibir y resguardar los documentos y las reliquias, limpiar y acondicionar el edificio, organizar técnica y administrativamente el funcionamiento general del museo. Y solicita:
Para poder desenvolverme con más eficacia frente a las necesidades que dejo expuestas y entregarme de inmediato a la tarea fundamental en el orden técnico que es la formación del inventario y registro de existencias del Museo, es de su necesidad que el señor Presidente [de la Comisión Nacional, Ricardo Levene] designe cuanto antes un funcionario que haga las veces de Secretario del Museo; y dos escribientes, personal que, según tengo entendido, ya está previsto en el proyecto de presupuesto del Museo para 1939 y cuyos sueldos en lo que resta del corriente año pueden imputarse a la partida de 40.000 pesos antes acordada.12
¿Por qué inventariar lo que ya estaba inventariado en el Relicario de Sarmiento en busca de asilo, que se había publicado en 1935, y en el Museo complementario editado en 1936? El Museo Histórico Nacional había recibido en 1917 los “enseres remitidos en custodia, conforme al inventario en su poder”.13 Aunque se entiende plenamente la pulsión de registro: en la historia de una institución que custodia bienes del Estado, el inventario es un acto discursivo ineludible por el que se da fe de lo que hay y ese acto de (dar) fe adquiere valor legal. Pero no deja de poner en juego también, y obviamente, el fetichismo del creyente.
Si todo inventario es una duplicación simbólica de los objetos materiales (el discurso como re- medo y sustituto de la materialidad), acá estamos frente a una duplicación al cuadrado, porque el inventario del Museo Histórico Sarmiento dobla la duplicación de Belin. Asentar es un acto demiúrgico, es hacer que algo exista. Lo que no consta en la lista no tiene entidad; y, como contrapartida, lo que constando en la lista no pueda ser hallado rondará el delito. Aunque, paradójicamente, inventariar también podría ser una forma de hacerse de lo ajeno (una forma simbólica o legal del hurto), ocasión propicia para regodearse con lo que siendo o habiendo sido de otro se vive como propio y se hace propio. (La práctica del inventario no resulta, entonces, tan lejana a la de la traducción, que duplica fantasmal la escritura de otro por un acto de sobreescritura o sustitución; por lo que tanto traducir como inventariar serían formas traslaticias de la posesión o maneras sublimadas del robo).14
1. Augusto Belin Sarmiento, El relicario de Sarmiento en busca de asilo, 7. Lo que quedó lo custodiaron las hermanas. El historiador sanjuanino César H. Guerrero hace el eco del rumor que sostiene que el incendio pudo haber sido intencional con el fin de ocultar el robo de “unas obras de importancia y papeles raros” (Reseña histórica de la Biblioteca Franklin 40).
2. La fotografía del gabinete de Augusto Belin Sarmiento bien podría ilustrar el texto “Vida moderna” de Eduardo Wilde, que fue ministro de interior en la presidencia de Sarmiento. Crítica burlona del ansia de acumulación, trata sobre un hombre que huye de su casa porque “no podía dar un paso sin “romperme la crisma contra algún objeto de arte”, plagada como estaba de todas las cosas que acopiaba. Tanto llega a apesadumbrarlo el atiborramiento de cosas, que “muchas veces al volver a mi casa he deseado, en el fondo de mi alma, encontrarla quemada y hallar fundidos en un solo lingote a Cavour, a la casta Susana, al Papa Pío nono, a madama Recamier y otros bronces notables de mi terri- ble colección” (Wilde 103,105). Podríamos llamar a esta “patología” la “tiranía de las cosas”, como Bill Brown titula su abordaje de la casa de Mark Twain (A sense of Things. The Object Matter of American Literature 24).
3. Para la fecha, quedaban vivos Augusto y sus hermanas Emilia, María Luisa, Helena y Eugenia, y es en su nombre y en de ellas que hace la donación.
4. Sospecho que la prevención podría estar motivada por la posibilidad de que familiares de Benita Martínez Pas- toriza, la mujer de la que Sarmiento se había separado de hecho en 1860-61, pudiera reclamar algo más; ya que la demanda mayor la había hecho ella misma al morir el prócer, presentándose a reclamar la mitad de los bienes que por testamento ológrafo él sólo le había dejado a Faustina, la hija natural que había tenido en 1831 en Aconcagua (Chile) con una alumna suya –algo de eso se insinúa en el prefacio de Augusto Belin a su libro El joven Sarmiento (16-17). Sar- miento hizo por lo menos dos testamentos: uno en 1875, donde decía que Benita había estado “amenazándome con escándalos que hará sin otro objeto que arrancarme dinero, no obstante tener más fortuna que yo” (testamento del 7 de julio de 1875); y otro fechado el 16 de noviembre de 1886, más puntilloso y prolijo en la discriminación entre sus bienes y los de su esposa, pero insistente con lo de la diferencia de patrimonio, y dejando constancia de los sueldos que había ido pasándole mensualmente para su manutención. Algo interesante se revela al comparar los dos: en el primero, Augusto es nombrado por su abuelo como el segundo albacea, después de su madre; pero no en el otro, que es de dos años antes de la muerte. Es en el testamento de 1886 donde explicita: “declaro que mi deseo es que mis libros, cua- dros, bronces y mapas sean remitidos con sus estantes a la Biblioteca Franklin de San Juan”. Los manuscritos originales de ambos testamentos están en el Museo Histórico Sarmiento, a cuya directora (Virginia González) e investigadores (Constanza Ludueña, Valeria Benítez, Marcela Pandullo, Marcelo Garabedian, Ingrid Briege, Beatriz Verd, Rodolfo Giunta, Evangelina Aguirre, Jorgelina Villarreal, Julián Ezquerro, Cecilia de Zavaleta, Adriana de Muro) agradezco por la constante buena disposición, la puesta en valor del archivo y sobre todo por las motivadoras conversaciones.
5. Llama la atención que César H. Guerrero diga que para 1911 la casa de la calle Cuyo le pertenecía por herencia a Sofía Lenoir de Klappenbach, una sobrina muy querida de Sarmiento que había quedado viuda muy joven, pero que no fue nombrada –como sí su hija, de manera universal– la heredera de sus bienes (Las mujeres de Sarmiento 224). Dada la escasez de recursos que siempre tuvo Faustina, ¿pudieron habérsela comprado los hijos de Sofía para su madre?
6. En la actualidad funciona allí la Casa de la provincia de San Juan en Buenos Aires (calle Sarmiento 1251).
7. Augusto Belin Sarmiento, Museo complementario 9.
8. Domingo F. Sarmiento, “El emigrado” 20.
9. Los relojes, junto con los hoteles y los vapores, deslumbraron a Sarmiento ya en su primer viaje a Estados Unidos en 1847 (encandilado con el poder del capital, eran para él el epítome de la modernidad que deseaba para una Amé- rica del Sur que, trabada por la barbarie –como peroraba– no podía impulsarse lo necesario). En su breve y deliciosa biografía de Sarmiento, Leopoldo Lugones va diseminando su propio inventario y, más minucioso de lo que será el nieto, en 1911, con tono y ojo de tasador, anota al pie: “un american watch a llave, cuya marca fue famosa: Appleton Fancy & C. Waltham Mass. Máquina 175.882. En el interior de la tapa No. 15.603, está grabado: D. F. Sarmiento, N. York 1866. No presenta señal de compostura ni de golpes, lo cual demuestra una notable prolijidad en veintidós años de uso. El cuidado de los relojes es un precepto docente” (22). Lo interesante es que fue justamente Augusto el que puso a disposición del biógrafo “su copioso archivo documental, iconográfico y misceláneo de Sarmiento, que es más bien interesante museo”, como señala Lugones en el prefacio de su obra y repite orgullosamente el nieto en El joven Sarmiento (8).
10. Antes que por los “objetos visibles” de Sarmiento (esto es, por sus “reliquias” tangibles, que pertenecen a la cultura material), Sylvia Molloy declara su interés específico por los “objetos fantasmáticos”, que aun cuando Sarmiento los haya palpado o efectivamente poseído, perduran o existen fundamentalmente –o quizás solo– en sus textos, como la lanzadera de doña Paula Albarracín, el torno locatelli, los manuscritos árabes del Escorial o las chimeneítas irritantes de Palermo. Cf. “Los objetos de Sarmiento”. En El museo vacío, Álvaro Fernández Bravo plantea: “La memoria de las cosas [...] podría sintetizar una trayectoria donde la cultura material fue empleada como un cuerpo capaz de encapsular el tiempo, inscribirlo en la superficie de las cosas y reflejar en ella propiedades intangibles”. Y se pregunta: “¿Qué poderes reúnen las cosas?”, para convertir esa inquietud en el nodo de su indagación teórica (13).
11. Por haber asistido a Sarmiento, Augusto reconoce haber sido “la sombra de una gran figura” para, al morir el prócer, terminar convirtiéndose en “la sombra de un sombra” (El joven Sarmiento 120).
12. “Museo Histórico Sarmiento. Antecedentes – Organización actual – Modificaciones. Memoria elevada a la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares históricos, por el director del Museo, Ismael Bucich Escobar”, 122-123.
13. Augusto Belin Sarmiento, El relicario de Sarmiento 5.
14. El inventario más antiguo que el Museo Histórico Sarmiento conserva de su propio acervo es un libro de 600 fojas útiles, de las cuales los objetos inventariados cubren hasta la página 401, y “se inició el 14 de abril de 1943”, como hace constar la misma mano de calígrafo que se nota en el registro de cada uno de los objetos que se declaran. Para
esa fecha, Bucich Escobar todavía estaba en funciones (muere en 1944). ¿Será que el gobierno finalmente no proveyó a tiempo el escriba que solicitó como urgencia pocos meses después de la inauguración? La obsesión descriptiva gana este “Registro No. 1” y admite una lectura borgeana, porque se acerca a Funes el memorioso, para quien la rememoración de un día, por ser tan prístina y combinable con la agudeza perceptiva podía demandar más, mucho más que veinticuatro horas.
Este texto constituye la primera sección del artículo "Fervor de colección", publicado originalmente en Esferas 9, primavera de 2019, revista del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Nueva York.
Las imágenes que lo acompañan forman parte del núcleo "El salón y las vanguardias", parte de la exposición Latinoamérica al sur del Sur.
Curso Latinoamérica al sur del Sur
El Salón y las vanguardias
Antes que el museo, los interiores de las casas o de los talleres son el espacio privilegiado para albergar toda colección. Espacios de posesión, de conservación y de acopio, se muestran en escenas donde se entraman la tertulia, la exhibición y la circulación de ideas y de obras.
Miércoles 29 de julio de 19:00 a 20:00
Por Adriana Amante