No quiero volver a casa, 2000.
[Ver la parte I de esta entrevista aquí]
Albertina Carri: El Chango Monti decía que pasar al equipo de dirección cuando habías estado en el de fotografía y cámara era descender un escalón [risas]. Entonces durante un tiempo pensé que lo que yo quería era escribir el guion y hacer la cámara, y así no tener que hablar ni relacionarme con nadie. Pero era obvio que nadie me iba a contratar para eso, que por otra parte era una forma encubierta de dirigir. Así que para aclarar un poco mis ideas hice un corto y dije: “¡Era esto! ¡Esta era la forma de escritura que yo quería!”. Nunca lo terminé porque en la edición me di cuenta de que había un largo ahí. Así que me senté a escribir el guion de No quiero volver a casa (2000).
Fernando Martín Peña: ¿Cómo era el corto?
AC: El alma del corto era el cruce entre el hijo de la víctima y el victimario, la escena de las rejas. Eso quedó tal cual en el largo. Y alrededor había otras cosas, que tuve que sacar. Digamos que el corto quedó absorbido por el largo.
FMP: Ampliaste los entornos de esos dos personajes.
AC: Los chetos y los populares, sí. Un clásico [se ríe].
FMP: Sí, pero sin lugares comunes. No dicen las típicas frases que se usan para caracterizar cada clase social, ni se define la trama en los diálogos. En cambio, hay una misma voluntad de observar ambos imaginarios a través de detalles elocuentes.
AC: Bueno, a lo mejor eso me viene de cierta literatura: evitar ser directo y hablar del tema dando un rodeo. También busqué que fuera un poco anacrónica, no tiene el tipo de diálogo que hay en otras películas de la época. Y en ese mismo sentido quería filmar una Buenos Aires más extrañada, rara, casi irreconocible.
FMP: El grano que tiene la imagen es hermoso.
AC: Es 16mm. ampliado. La foto la hizo Paula Grandío. Yo venía de trabajar como asistente de cámara de ella. Trabajamos un montón usando colores y filtros para poder marcar mejor los contrastes del blanco y negro, hicimos pruebas con película infrarroja… Ella no era sólo directora de fotografía sino además muy buena fotógrafa y le gustaba experimentar.
FMP: Es un poco fuerte que las primeras imágenes de toda tu obra cinematográfica sean un cementerio y un secuestro.
AC: Sí. De hecho, cuando la estrené, la gente que conocía mi historia me dijo: “Qué fuerte tanta distancia con el tema”. Y yo decía: “¿Con qué tema? ¿De qué me están hablando?”. No tuve conciencia al hacerla. Lo que creo que quedó raro es la cronología, que en su momento me había parecido algo muy común y luego vi que a mucha gente se le complicaba un montón entenderla. En su momento el director Lucho Bender, que ese mismo año había hecho Felicidades, me dijo: “Yo me rompí el alma para que se entendiera bien un salto cronológico de mi película y venís vos y cortás así…”.
FMP: Es desconcertante al principio, pero funciona porque mantiene la atención del espectador y porque después todas las piezas van cayendo en su sitio.
AC: Claro, a mí me parecía que quedaba ordenado el rompecabezas. Y por otro lado la trama no es muy compleja, al contrario.
FMP: No, pero implica entender primero que, justamente, no va a ser una película “de trama”. Porque arranca con un crimen y entonces el espectador tiene derecho a esperar…
AC: …un esclarecimiento. Claro. Pero no. Hay que aprender a convivir con lo real [se ríe].
FMP: La forma en que se van revelando las relaciones entre los personajes de los dos sectores también es indirecta: el espectador se va enterando de a poco, en una serie de escenas que dan retazos de información. Nada es literal.
AC: No, la literalidad no es lo mío.
FMP: Lo mismo con la escena en que el personaje de Gabriela Toscano anuncia que se va a París. Corte y aparece muerta.
AC: Sí, se suicidó o la mataron. No se sabe. Eso de París era un homenaje a Isabel Sarli. Hay una película en la que ella se sube a un tren y dice: “Me voy a París”.
FMP: [Risas] ¡Sí! Una mariposa en la noche. Corte a fotos de París y ya está en París.
AC: ¿Viste? Lo puse por eso. Me decían que era un delirio esa frase, pero a mí me parecía muy simpática.
FMP: Todo el elenco está muy bien. ¿Cómo laburaste con los actores? Seguramente habías visto cómo se hacía cuando trabajabas en el equipo de cámara, pero una cosa es ver y otra dirigir.
AC: Había visto, sí, pero sentí que me tenía que preparar. Hice un curso de puesta en escena con Szuchmacher y además me había hecho muy amiga de Analía Couceyro durante un rodaje previo en el que ella era actriz y yo foquista. A través de ella entré en todo el universo del teatro, los actores… Eso también fue parte de mi investigación silenciosa, ir creando un círculo de confianza. Después, mientras la escribía, fui pensando en los actores que quería para cada personaje.
FMP: ¿Hubo ensayos?
AC: Sí, sí, son todos actores de teatro así que demandaban mucho ensayo. Muchísimo. Quedé agotada varias veces.
FMP: Pero para el fílmico es mejor.
AC: Para el fílmico y para la pobreza. Trabajamos tres a uno como mucho. Desde esa película empecé a hacer algo que luego repetí otras veces, que es no ensayar las escenas sino los vínculos. Trabajábamos improvisaciones alrededor de los vínculos entre los personajes para llegar a la escena, pero no haciendo la escena puntual sola. Y otra cosa que me interesaba era que se apropiaran de los espacios, así que en las locaciones también se ensayaba bastante. Recién a partir de verlos a ellos en la locación es que yo tomaba las decisiones de puesta de cámara. Es decir, iba con una idea de la cantidad de tomas necesarias pero la puesta definitiva la decidía después del trabajo con los actores ahí. Poder trabajar así es genial y se ha perdido bastante, porque ahora los rodajes van a una velocidad que lo vuelve imposible. Para hacerlo necesitás tiempo, silencio y calma y ahora no los tenés nunca. Esa película la filmé en cuatro semanas, que hoy parece un montón pero entonces era poco, porque normalmente duraban ocho. Mi discusión con los productores ahora siempre es esa. El trabajo dejó de ser lindo.
FMP: Está claro que no sos una persona que disfrute de tener todo minuciosamente planificado y dibujado antes de rodar.
AC: No me gusta la idea de que todo tiene que estar diseñado y que el rodaje es un trámite. Lo hice sólo en Barbie también puede estar triste (2002), pero porque era stop-motion y no me quedaba otra. Y tuve la suerte de que tocó un dibujante genial, Ernesto Ballesteros, que además es un artista. Ahí sí, para llegar al storyboard trabajamos un montón a partir de un guion técnico mío y de varias conversaciones. Igual, en el rodaje para mí era un infierno eso de tener que buscar exactamente lo mismo del dibujo. Para mí hay pensarlo como un cambio de lenguaje, no puede ser lo mismo. El rodaje tiene que ser un momento placentero, creativo, vivo. Porque hay algo de lo vivo que después queda en la película.
Los rubios, 2003.
FMP: ¿Qué distancia ves entre el guion de Los rubios (2003) y la película terminada?
AC: El guion es bastante cercano a la película. Muchísimas cosas cambiaron en el camino, pero creo que la estructura más bien literaria que tiene el guion se parece mucho a la película. No hay un gran abismo entre ambos. También es cierto que el guion lo escribí después de haber trabajado bastante la investigación previa, las entrevistas y los ensayos con Analía Couceyro. El proceso completo llevó cinco años y en ese tiempo probamos de todo, pero de algún modo se volvió a la génesis, al planteo original de trabajar sobre la ficción de la memoria que estaba desde el principio.
FMP: ¿Cómo viviste la repercusión de la película?
AC: Nunca me imaginé que una película así podía tener la repercusión que tuvo. Sobre todo teniendo en cuenta que el proceso de financiación fue verdaderamente infernal. El proyecto no sólo fue rechazado por el INCAA varias veces sino también por absolutamente todos los organismos internacionales que solían apoyar en ese entonces al cine argentino, como Hubert Bals, Soros, Fonds Sud, Alter-Ciné, Vrijman, etc. La película no cuajaba ni como documental ni como ficción y la reacción más general era: “Tenés entre manos una historia demasiado fuerte y la están complicando al agregar elementos como la actriz, la animación…”. Sin embargo, para mí era vital que la película tuviera todo eso. Al contrario de lo que la mayoría pensaba, sin todos esos elementos –como las pelucas, la animación, el blanco y negro, la actriz, el equipo en escena, las entrevistas en los monitores– no había ninguna película. Porque la película que estaba tratando de hacer era sobre la memoria y no sobre mis padres, como creían los jurados de esos organismos.
Por todo eso me sorprendió mucho lo bien recibida que fue cuando la terminamos. Yo creí que iba a ser una película más, que la iban a ver diez personas, que esas diez personas se iban a sentir halagadas u ofendidas, y que ahí quedaba. Y la verdad es que hasta el día de hoy produce movimientos: me mandan textos sobre la película desde diferentes universidades del mundo y sé que la usan como objeto de estudio no sólo en cursos de cine sino también de política, memoria, hermenéutica. Igual creo que fue algo completamente azaroso: si la película se hubiese estrenado en 2001 la habrían desestimado como “otra película sobre desaparecidos” y si se hubiera estrenado en 2005 me habrían tratado de oportunista. Creo que tuvimos la suerte de hacerla y estrenarla en el momento justo.
FMP: Igual que No quiero volver a casa, tus otras películas también parten de un concepto antes que de una trama.
AC: Algo importante que me pasa cuando preparo las películas es que me divierte que me hagan estudiar. Me divierte leer, buscar, investigar sobre el tema que voy a trabajar. Después me quejo, porque da mucho trabajo, pero bueno. Para La rabia (2008) leí todo lo posible sobre el autismo, por ejemplo, tema con el que no tenía ningún contacto. Para Géminis (2005), todo lo relativo a la tragedia griega, y de ahí me fui a Lévi-Strauss, más un poquito de Freud para matizar. Ahí me interesaba concretamente ese tabú de la civilización que es el incesto.
FMP: “Vamos a hablar de esto porque no se puede”.
AC: Sí, exactamente [se ríe]. “¿Qué me puede interesar hacer ahora? ¿Cómo puedo joder un poco más a la burguesía?”. Estaba en la actualidad el tema Blumberg también, aunque no de manera consciente. Parte de ese universo endogámico, de puertas cerradas, se metió en la película. También busqué mucha literatura. Gracias a esa película conocí a Ian McEwan y supe que en Inglaterra hay mucha cosa escrita sobre estos temas, y en las islas en general porque son los lugares donde se dan naturalmente las endogamias. Ahora, lo interesante cuando trabajás así es que, aunque te parece que estás desarrollando una idea totalmente conceptual, después viene mucha gente y te dice: “A mí me pasó”. Pero mucha gente, ¿eh? Más de lo que una hubiese imaginado. Fuertísimo eso.
FMP: Creo que la película moviliza también porque es muy sensual. Tiene un erotismo que es raro en el cine en general y casi inexistente en el cine argentino.
AC: Sí, pero lo que está buscado es que esa sensualidad suceda y funcione dentro del tabú, entre ellos dos. Para ellos el sexo es lindo, no es algo traumático. Se vuelve traumático hacia afuera.
FMP: Sí, hacia afuera en dos sentidos: la familia de ellos, pero también hacia el espectador que de pronto puede sentir esa sensualidad a pesar suyo.
AC: Claro, “No me debería estar pasando esto” [risas]. Bueno, me alegro. Trabajamos mucho los colores con Bill Nieto, que fue el director de fotografía. Buscamos algo cercano al expresionismo, pero usando el color.
La rabia, 2008.
FMP: En cambio el sexo es muy diferente en La rabia.
AC: Sí, es más áspero. Pero tiene que ver con el tipo de película que era. Ahí yo tenía ganas de trabajar con la naturalización de la violencia. Y además se relaciona con algo muy concreto de mi infancia. De chica me llevaron a vivir al campo y el paraje más cercano se llamaba La Rabia. Para comprar cigarrillos había que ir a La Rabia, mis primeras escapadas a caballo fueron a La Rabia… Recién después con los años entendí que “la rabia” tenía otro significado además de ser un nombre.
Había una familia que venía a veces a un campo cercano al nuestro y tenían una hija autista, de mi edad. A mí me provocaba una curiosidad fantástica esa chica, me volvía loca. No hablaba nada, ni una palabra, y se escapaba de la casa para nadar en los tanques australianos de otras casas, era loca del agua. Le provocaba una angustia terrible a su familia porque a veces no la encontraban y aparecía tres campos más allá, pero a mí me fascinaba. Hacía siempre lo que quería y no le tenía miedo a nada. Yo sabía de la soledad y del dialogar de otro modo, por ejemplo con los animales, pero cuando aparecía esta criatura me generaba una inquietud total, no sabía cómo relacionarme con ella. Tengo el recuerdo de llamarla como llamaba a los perros porque no sabía en qué lengua hablar con ella. Y después por supuesto me interesaba romper un poco la idea burguesa de lo que es el campo, esa construcción un poco bucólica…
FMP: El reservorio de todas las virtudes.
AC: Claro. Pero no es así, no es como en la literatura de Silvina Ocampo. Se trabaja sin parar y mueren animales todo el tiempo. De hecho, supe durante el rodaje que a los chanchos los alimentan de tal modo que eventualmente les explota el corazón. Los faenan cuando ya están por morirse de un infarto.
FMP: Y eso que no eras vegetariana todavía.
AC: Ni lo soy ahora. Lo fui durante un tiempo, mucho después de hacer la película. Siempre digo que soy filosóficamente vegana pero que no puedo serlo en la práctica porque de verdad no creo que sea factible. La película produjo alguna controversia, sobre todo en Europa. En Berlín una señora me dijo: “No necesitamos esta violencia acá”. Pero resulta que caminás por Berlín y hay olor a chancho quemado todo el tiempo. No sé qué comería la señora. Pero viste cómo es: unos nos tenemos que dedicar a hincar el cuchillo y otros después comen sin traumas la carne muerta y toda limpita.
FMP: Claro, hay otro tabú ahí.
AC: En Estados Unidos no se pudo ver. La seleccionaron un par de festivales y después la dieron de baja. Está claro que hay una hipocresía, no sólo porque venden carne en todos lados sino porque el nivel de violencia que tiene ese país… en fin. Matan gente a cada rato.
FMP: Pero no se la comen.
AC: Ponele.
FMP: La rabia podría pensarse como una contracara de No quiero volver a casa porque se concentra en los niños que padecen a sus familias disfuncionales, en un contexto rural en vez de urbano.
AC: También puede pensarse en relación con Géminis, porque incluso repite un personaje. Mientras la hacía yo ya estaba escribiendo La rabia y pensé: “Es obvio que este es el campo de los ricos donde después va a suceder la otra”.
FMP: En No quiero… está el niño que dibuja un crimen y en La rabia está la nena que también dibuja todo lo que percibe.
AC: Sí, no habla pero dibuja. Se trata un poco de pensar también cómo se jerarquizan los lenguajes. Ella no dice nada, pero todo lo que percibe aparece en sus dibujos. Es cierto que eso está también en el niño de No quiero…, que dibuja un crimen sin haberlo visto porque a lo mejor siente algo de eso en el aire. Es como explorar un poco otras formas de la percepción.
FMP: Entiendo que trabajar con niños es difícil.
AC: Hicimos un casting en la zona, porque yo quería niños que tuvieran relación con el campo. Porteños en el campo me parecía una barbaridad, no iba a funcionar. Una vez que los tuvimos, los padres leyeron el guion y aceptaron que hicieran la película cuando les explicamos que no iban a ver nada de lo que los personajes ven en la ficción. Salvo la matanza del chancho, porque era algo que ya habían visto y conocían bien. Y después lo que hicimos fue que los actores que hacen de sus padres en la ficción les contaran las escenas y los fueran conduciendo mientras las hacíamos. Porque algo que yo había visto en otros rodajes es que a los niños los atormenta que haya mucha gente indicando, ordenándoles cosas. Me pareció mejor concentrar todo en los actores adultos que además necesitaban crear un vínculo real con ellos.
FMP: Hace tiempo me contaste que Géminis tuvo otro final, ¿puede ser?
AC: Sí, quise cambiar el final que tenía escrito en medio del rodaje. Quise agregarle una coda, pero los productores franceses no me dejaron. Claro, ellos produjeron un guion que terminaba de esa manera y se quedaron ahí. Pero pasó que en el medio del rodaje se me ocurrió agregarle una escena, que incluso creo que iba después de algunos títulos. En la escena aparecían los hermanos, en la sala de espera de un hospital donde había mujeres embarazadas, y los llamaban desde un consultorio.
FMP: ¡Muy bueno! ¡Qué lástima!
AC: Lo filmé, lo filmé. De prepo, porque estaba fuera del presupuesto y fuera de todo. Discutí un montón porque les parecía un escándalo, pero logré convencer a todos y lo hicimos una madrugada en el Güemes. Pero se notaba que el lugar no se correspondía con la clase social de estos chicos y quedaba raro. Creo que era una buena idea pero, tal como pudimos hacerla, no quedó lograda. Y además los franceses cuando la vieron dijeron “De ninguna manera”.
Hay un momento del rodaje que es muy angustiante, porque te abruman la cantidad de cosas que faltan, la cantidad de personas con las que tenés que negociar. Y después, cuando se termina, no siento necesariamente un alivio. Terminar una película para mí es un momento difícil, con arrepentimientos… Tiene que pasar bastante tiempo antes de que pueda empezar a reconciliarme con lo que hice. Es que es muy difícil hacer cine. Lo es como cualquier tarea creativa, pero tiene el agregado de obligarte a lidiar con todo el entramado de relaciones necesario para hacerlo.
FMP: Bueno, pero también es difícil lidiar con uno y con las ideas propias.
AC: Eso directamente es insoportable.
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