Lo que caracteriza micropolíticamente al régimen colonial-capitalístico es el abuso de la vida como fuerza de creación, transmutación y variación –esta es su esencia y, además, la condición última para su persistencia, en la cual reside su principal finalidad, o sea, su destino ético–. Esta expoliación profanadora de la vida es la médula del régimen en la esfera micropolítica, al punto que podemos designarlo como “colonial-cafisheístico”. Es la propia fuerza vital de todos los elementos que componen la biósfera que por él es expropiada y corrompida: plantas, animales, humanos, etc.; asimismo son también expropiados los otros tres planos que forman el ecosistema planetario, de los cuales depende la composición y manutención de la vida: la corteza terrestre, el aire y las aguas.
Alfredo Jaar. Oro en la mañana III, 1985.
Para calificar la particularidad de la fuerza vital en nosotros los humanos, Freud la llamó “pulsión” –uno de los conceptos centrales de la teoría psicoanalítica–. Según él, lo que sería propio de la especie humana es el lenguaje, así como su capacidad de creación, razón por la cual mantuvo el término “instinto” para las demás especies. Es, sin duda, muy valioso el aporte del psicoanalista para los estudios de la especificidad de la fuerza vital en los humanos; sin embargo, al reservar genéricamente el término “instinto” a la fuerza vital en los animales no humanos y considerar, seguidamente, que el lenguaje y el ejercicio de la potencia de creación que este viabiliza se restringirían al dominio de lo humano, se revela en el pensamiento freudiano la permanencia de un sesgo antropocéntrico y naturalizador. [1]
Tomando esto en consideración, si queremos hacer más preciso el foco de esa especificidad, antes que nada tenemos que reconocer que todas las especies vivas tienen características específicas y todas son portadoras de capacidad expresiva y creadora, y no pueden por lo tanto ser homogeneizadas bajo un concepto genérico ni, mucho menos, el de “instinto”. Dicho esto, lo que distinguiría a la fuerza vital en la especie humana es que el lenguaje del que ella dispone para expresarse es más elaborado y complejo, lo que amplía su poder de variación de las formas de vida; aunque también, dependiendo del contexto, puede restringir dicha variación, interrumpiendo los procesos de transfiguración, lo que lleva a su despotenciación –a ese destino de la pulsión el psicoanalista lo llamó “pulsión de muerte”–. [2] No cabría aquí adentrarse en los meandros de la complejidad de ese concepto y de sus infinitas interpretaciones; hay una vasta bibliografía que se encarga de esto. Lo que aquí interesa es apenas problematizar el uso del término “muerte” para calificar ese destino de la pulsión y del par binario muerte/vida para pensar su dinámica.
La pulsión es siempre “de vida”
Si a diferencia de la idea de Freud de que la pulsión oscila entre dos polos, uno positivo, “de vida”, y otro negativo, “de muerte”, partimos de la idea de que la pulsión es siempre “de vida” (o “voluntad de potencia”, como la designa Nietzsche), ya que lo que la vida quiere es perseverar, diríamos que su destino es por principio afirmativo, variando de lo más activo a lo más reactivo (o de lo más “noble” a lo más “esclavo”, todavía siguiendo las designaciones propuestas por Nietzsche). Las formas de sociedad surgen de un enfrentamiento entre fuerzas de vida activas y reactivas en diferentes grados; de este enfrentamiento depende la política dominante de subjetivación en cada contexto histórico. En este caso, lo que Freud llamó “pulsión de muerte” correspondería al máximo grado de reactividad de pulsión de vida, es decir, el grado más bajo de su potencial activo –vale enfatizar, sin embargo, que incluso ese destino todavía es vida, voluntad de potencia–.
Pensar el campo pulsional desde esta perspectiva nos ofrece un criterio de evaluación de las formas de existencia individual y colectiva: el grado predominante de afirmación de la vida que en ellas se expresa; y eso nos permite localizar con más precisión dónde la vida está bajo amenaza. Y, en períodos en que prevalece el destino más reactivo de la pulsión, sabemos que el enfrentamiento entre fuerzas de las más activas a las más reactivas sigue procesándose, produciendo desplazamientos imperceptibles que van capilarizando hasta cambiar el escenario dominante por un tiempo, y así sucesivamente. Eso nos permite comprometernos con más claridad en el esfuerzo de llevar la pulsión a su destino ético de afirmación más activa y nos protege del peligro de caer en la melancolía o en la pura reactividad. En suma, pensar la pulsión desde esta perspectiva nos ayuda a extraer del psicoanálisis su potencia política o, más precisamente, a activarla en su esencia micropolítica. [3].
En el régimen colonial-capitalístico, cuya política de subjetivación es la que nos interesa descifrar aquí, es precisamente esa tendencia reactiva la que domina, desviando la pulsión de lo que sería su destino ético. El efecto de tal desvío es la despotenciación de la vida, que hoy en día alcanza la destrucción de las propias fuentes de energía vital de la biósfera –fuentes que, en los humanos, incluyen los recursos subjetivos para su preservación–.
Si la tradición marxista, originada en el capitalismo industrial, nos trajo la conciencia de que la expropiación de la fuerza vital humana en su manifestación como fuerza de trabajo es la fuente de acumulación de capital, la nueva versión del capitalismo (neoliberal y “neo”conservadora) nos lleva a reconocer que el objeto de tal expropiación no se reduce a ese dominio. En este nuevo pliegue la expropiación se refina y se hace más evidente que es del movimiento pulsional en su propio origen que el régimen se alimenta. Es decir, se nutre del propio impulso cuyo destino sería la creación de formas de existencia y de cooperación en las que las demandas de la vida se concretan, transfigurando los escenarios del presente y transvalorando sus valores. Desviada de ese destino ético que le es propio, la pulsión es canalizada por el régimen para que construya mundos según sus designios: la acumulación de capital económico, político, cultural y narcisista. El abuso de la fuerza vital produce un trauma que hace que la subjetividad se ensordezca frente a las demandas de la pulsión. El deseo se vuelve vulnerable a su propia corrupción: este deja de actuar guiado por el impulso de preservar la vida y se vuelca, incluso, a actuar contra ella. De esta política de deseo devienen escenarios en los que la vida se ve cada vez más deteriorada; es esto lo que hace que la destrucción de la vida en el planeta alcance hoy umbrales que amenazan su propia continuidad.
Esta es, precisamente, la violencia del régimen colonial-capitalístico en la esfera micropolítica: una crueldad propia de su política de deseo perversa, sutil y refinada, invisible a los ojos de nuestra conciencia. Es una violencia semejante a la del proxeneta que, para instrumentalizar la fuerza de trabajo de su presa –en ese caso, la fuerza erótica de su sexualidad–, opera por medio de la seducción. Bajo el hechizo, la trabajadora sexual tiende a no percibir la crueldad del cafisho; y, por el contrario, tiende a idealizarlo, lo que la lleva a entregarse al abuso por su propio deseo. Ella solo se librará de esa triste sumisión si consigue romper el hechizo de la idealización del opresor. El quiebre de este hechizo perverso depende del descubrimiento de que, detrás de la máscara omnipotente de poder con la que el proxeneta se trasviste para sí mismo y para el mundo –máscara que ella interpreta como garantía de su protección y seguridad–, lo que hay es, de hecho, una miseria humana de las más sórdidas: el otro, para el proxeneta, es un mero objeto para su goce narcisístico de acumulación de poder, prestigio y capital. Tal goce le es proporcionado por su poder de dominar al otro e instrumentalizarlo a su placer. En suma, el hechizo se rompe cuando la trabajadora sexual se da cuenta de que el otro –inclusive, y sobre todo, ella misma– no tiene la más mínima existencia propia para el proxeneta. Cuando esto se devela, se disuelve lo suficiente la dinámica inconsciente que mantenía a la trabajadora sexual prisionera de su propio personaje, coadyuvante del cafisho en la escena perversa; sin su personaje, tal escena no tiene como sostenerse.
Una dinámica perversa similar a la de la dupla prostituta-proxeneta orienta el régimen de inconsciente de los personajes de la escena capitalista. Ahora, para marcar su especificidad, propongo designarlo como “inconsciente colonial-capitalístico”; [4] o, si deseamos ser más precisos, podríamos también designarlo como “inconsciente colonial-casfisheístico”.
Alfredo Jaar. Oro en la mañana II, 1985.
Notas
1. Si bien la distinción que Freud establece entre el “instinto” en los animales y la “pulsión” en la especie humana es, sin duda, un avance, en todo caso el autor se mantiene en la tradición antropocéntrica al pensar el instinto como un mero automatismo, un esquema estereotipado de acciones premoldeadas. Es decir, con todo, Freud aún naturaliza el instinto, reservando el lenguaje y la capacidad de creación exclusivamente a la especie humana. Esto es particularmente importante considerando que, ya en la época de sus escritos, estudios de la etología mostraban que todas las especies, desde las más rudimentarias, son portadoras de actividad expresiva, la cual excede las funciones instrumental y adaptativa de la vida (e incluso las potencializa). Desde entonces, varios estudios nos muestran que, si hay una especificidad de la especie humana en ese campo, esta consiste solo en el hecho de que su capacidad expresiva resulta ser más compleja (cfr. Brian Massumi, Lo que los animales nos enseñan sobre la política, São Paulo: n-1 ediciones, 2017).
2. El concepto de “pulsión de muerte” introducido por Freud, viene siendo objeto de un vasto debate que atraviesa toda la historia del psicoanálisis; es importante recordar que varios enfoques del concepto de pulsión ya estaban presentes en la propia obra freudiana.
3. Aunque Freud logró descifrar la dinámica metapsicológica de esos momentos en que prevalece el destino más reactivo de la pulsión (por ejemplo en El malestar en la cultura), le hizo falta vislumbrar (al menos explícitamente) que las políticas de dicha dinámica son indisociables de un contexto histórico y, aún más, que son ellas las que le dan su consistencia existencial, que corresponde a determinados modos de vida y sus síntomas.
Tal visión viene siendo desarrollada desde entonces a lo largo de la historia del psicoanálisis y de la filosofía, desde diferentes perspectivas, siendo la perspectiva que orienta la obra de Félix Guattari y Gilles Deleuze una de las más estrictamente radicales. Estos autores contribuyen a que vislumbremos que no hay cambio posible de una forma de realidad, y de sus respectivos síntomas, sin que se produzcan cambios del modo de subjetivación dominante. Si leemos la obra de Freud retrospectivamente a partir de esa perspectiva, podemos considerar que –además del hecho innegable de que el fundador del psicoanálisis introdujo un desvío en la medicina y en la psicología, entonces naciente como ciencia– allí hay una línea de fuga que, aunque jamás se explicita en su obra, es su punto de giro más radical –una especie de potencia clandestina portadora de un desvío también en la filosofía y, más ampliamente, en la cultura y la política de deseo dominantes en la tradición moderna occidental colonial-capitalística–.
Desde el punto de vista de esta línea de fuga, el psicoanalista favoreció la reconexión con el saber propio de nuestra condición de vivientes cuyo acceso, así como la práctica existencial guiada por ese saber, había sido interrumpido en el modo de subjetivación que predomina en esa tradición. Y aún más, lo hizo no solo en el plano teórico, sino también en el pragmático (indisociables en su obra) al introducir un ritual –la práctica psicoanalítica– en el cual tal reconexión se da por medio de un largo proceso que podríamos calificar como “iniciático”.
Sin embargo, la tendencia que prevalece en la historia del psicoanálisis –como apuntan Deleuze y Guattari– es, por el contrario, la de contribuir a la expropiación de la productividad del inconsciente al someterla al teatro de los fantasmas edípicos, propios de la política de subjetivación dominante en el régimen colonial-capitalístico que, equivocadamente, Freud estableció como universal. En vista de aquello, es nuestra responsabilidad descolonizar el psicoanálisis, activando su potencia clandestina y expandiendo la línea de fuga presente en su fundación no solo en el ámbito restringido de las prácticas psicoterapéuticas, y más restringido aún de los consultorios, sino en todo el campo social. Esto implica asumir la práctica psicoanalítica como un dispositivo esencial de la insurrección micropolítica.
4. Hace una década propuse la noción de “inconsciente colonial-capitalístico” para designar el régimen de inconsciente propio del sistema en el poder en Occidente hace cinco siglos (hoy en el poder en el conjunto del planeta). Recientemente me di cuenta de que tal noción tiene sus antecedentes en dos autores, cuyas obras están entre los campos donde encuentro más resonancia con lo que busco elaborar desde siempre. El primero es Frantz Fanon, quien ya hablaba de “inconsciente colonial” en 1950 –confieso, no sin una cierta vergüenza, solo haber leído hace poco la indispensable obra de este autor, aunque él formara parte de mi imaginario desde los años 70, como uno de los personajes centrales de la revolución psiquiátrica y psicoanalítica que tuvo lugar en aquellos años, más especialmente aún en París donde yo vivía en la época. El segundo, es Félix Guattari, quien hablaba del “inconsciente capitalístico” desde inicios de la década de 1980. La noción aparece incluso en Micropolítica: Cartografías del deseo (Petrópolis: Editora Voces, 1996), libro que escribimos en coautoría –cosa que, obviamente, yo sabía, ya que me dediqué a la escritura de este libro durante casi cuatro años, de 1982 a 1986, fecha de su primera publicación; pero aquí también tengo que confesar, en este caso sin el menor pudor, que lo había olvidado–.
Suely Rolnik es docente titular de la Pontifícia Universidade Católica de São Paulo y docente invitada del Programa de Estudios Independientes (PEI) del Museu dArt Contemporani de Barcelona (MacBa) y del Máster Universitario en Historia del Arte Contemporáneo y Cultura Visual, Universidad Autónoma de Madrid y Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS). Su trabajo se ubica en un territorio atravesado por la filosofía, la clínica, lo político y lo estético y se manifiesta en la investigación, la escritura, la docencia, la curaduría y la clínica strictu senso. Es autora, entre otros libros, de Micropolítica: Cartografías del deseo, en colaboración con Félix Guattari. Participa como investigadora de la Red Conceptualismos del Sur.
Este texto fue publicado originalmente en el libro Esferas de la insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente, Tinta Limón Ediciones, 2019.
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