Cien años de soledad y Tres tristes tigres solo son posibles como culminaciones –narrativas, estilísticas– a partir de un entrenamiento del lector común, del common reader, que había comenzado mucho antes. Para situar ese comienzo, y hacerlo en aras del aprendizaje de ese oficio del siglo veinte común a ambos –García Márquez, Cabrera Infante– se impone una figura argentina, Jorge Luis Borges (simpática para uno, no tanto para el otro) que había convertido ya la práctica en el diario Crítica (y en su suplemento), en un primer libro de narrativa incierta: Historia universal de la infamia.
Es bueno que un lector tan advertido (y adverso) como Octavio Paz confunda el antecedente y, para detractar de alguna manera el libro de GM, se refiera a Gómez de la Serna (que de alguna manera pertenece al lado arcaico vanguardista de Borges, a la rama Guillermo de Torre, uno de los primeros lectores adversos de GGM también, de La hojarasca). Es bueno que para hacerlo, ya en años de antipatía plena por la revolución cubana en el centro ideológico del boom, en fecha tan temprana como 1974, lo haga unívocamente con Julián Ríos en Solo a dos voces. Confunde ahí esa práctica virtuosa de GGM, la trata de “poesía diluida” y la acerca groseramente a un precedente que es casi víctima de la propia autodetractación epocal: la greguería. Acaso no ignora tampoco que un primer libro de García Márquez (¿escrito en México?), que yo leí con el título de Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles (pero que fue luego Ojos de perro azul), se asemeja sobremanera a Una semana de colores, escrito nada más y nada menos que por la ex mujer de Paz, Elena Garro.
Todo ejercicio de suspicacia revela de inmediato su inanidad, su pereza. A Borges le gustaba repetir (esa repetición es desigual, y está presente tanto en la oralidad como por escrito) que moralistas somos siempre, pero geómetras solo por un rato, extraída sin duda del Milton de las Vidas de poetas del Doctor Jonson. Como toda muestra extrema de sensatez (y de la extrema sensatez del Doctor Jonson) esa buena fórmula solo perdura un rato, pero se afianza honradamente en la vida y en la poesía inglesa hasta que irrumpe tal vez el mejor exegeta miltoniano, William Blake. Entre otras muchas figuras y representaciones, Blake detectó la “fearful simmetry” (aterradora simetría) del tigre. Ahora bien, esa simetría era una cosa para la geometría euclidiana, que parecía provocarla por accidente, y otra muy distinta para las simetrías que vinieron después (que parecieron acentuar el accidente menos sensato de la geometría por añadidura). “El que crea en un Dios Geómetra debería ser ahora un panteísta”, afirman Ian Stewart y Martin Golubitsky en un libro que subtitulan precisamente: ¿Es dios un geómetra?
–––––
Descargar texto completo en PDF aquí.
El curso La mitad de un mundo imperfecto. Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, a cargo de Luis Chitarroni, comienza el lunes 6 de febrero.