Pensar los efectos de la imagen se ha vuelto una tarea indispensable en la teoría del arte y, en general, en la de la cultura. [1] Eso es comprensible: la mirada colapsa ante la avalancha de tecno-imágenes disparadas por el sistema hegemónico de la información, la publicidad y el espectáculo; resulta, pues, oportuno que el pensamiento se ocupe de trabajar el impacto que produce esta metástasis de la imagen sobre la visualidad contemporánea. También resulta necesario identificar otros regímenes imaginarios que se mueven mezclados, cruzados o independientes de los torrentes que inundan la escena visual contemporánea. Identificar imágenes diferentes: poéticas, estéticas, críticas, políticas. Imágenes, sean o no artísticas, atentas a la realidad de los hechos o perturbadas por los retumbos lejanos del sentido o las regiones nocturnas que acechan más allá del alcance del lenguaje.
Este texto busca confrontar aquella tarea con perspectivas facilitadas por culturas radicalmente diferentes. Considerando las restricciones relativas a su extensión, se exponen casos muy puntuales, segmentados de complejas conformaciones mítico-rituales. Las mismas corresponden a pueblos indígenas del Paraguay que, ubicados al margen del pensamiento eurooccidental, coinciden con este en algunos puntos inesperados relativos a los alcances de ciertas imágenes. Se trata de dos etnias, la guaraní y la ishir, provistas de cierta autonomía cultural en relación con la sociedad nacional y fuertemente condicionadas por concepciones del mundo, sensibilidades y formas de vivir tradicionales. Pueblos acosados por el saqueo de sus territorios ancestrales y el asedio de los modelos culturales hegemónicos: grupos de hombres y mujeres que, en el límite de la sobrevivencia étnica, siguen iluminando sus mundos menguados, inmensos, con los relámpagos de imágenes capaces de hacer vislumbrar rumbos posibles de sentido. Todas las referencias acerca de estos grupos que no aparecen atribuidas a otros autores corresponden a informaciones recogidas personalmente en distintos trabajos de campo. [2]
Así, este artículo no pretende desarrollar una antropología de la imagen, sino recalcar determinadas figuras cuyo análisis puede aportar otras perspectivas a la discusión sobre los efectos de la imagen contemporánea. [3] Aunque los guaraní y los ishir [4] conocen el término “imagen”, lo emplean con sentidos y repercusiones muy diferentes. Por lo general, los encuadres míticos, mágicos y rituales que condicionan las figuras y los conceptos indígenas generan retóricas particulares cuya traducción exacta sonaría muy extraña en términos occidentales. El problema que generan las acepciones y alcances de las palabras en lenguajes y, más aún, en sistemas culturales extraños lleva a forzar, inevitablemente, las traducciones y equivalencias. Pero el concepto contemporáneo de la imagen, favorecedor de paradojas, desplazamientos y diferencias, se presta al desafío de ser pensado desde lugares y, aun desde significados, profundamente extraños entre sí.
Sheroanawe Hakhiiwe. Hihiipere himo wamou wei / Estos árboles dan frutas para comer, 2018.
Por otra parte, ciertas casualidades, propias del devenir cultural, provocan cruces azarosos entre dimensiones muy distintas de la contemporaneidad. Las culturas indígenas que analizaremos carecen del lastre metafísico que compromete el curso del pensamiento occidental; no están organizadas a partir de las ideas de sustancia y fundamento ni se desarrollan mediante dicotomías binarias que enfrentan fatalmente el cuerpo y el espíritu, lo sensible y lo inteligible, la materia y la forma, el significante y el significado, etc. El pensamiento crítico contemporáneo, crecido sobre una plataforma escindida, hace esfuerzos por desembarazarse de esa carga que desgaja el lenguaje mismo en niveles opuestos. En esa dirección, la teoría de la imagen busca afanosamente saltar por encima de la disyunción establecida por la tragedia de la representación (el litigio entre el signo y la cosa).
En las culturas indígenas, ajenas a esas antítesis fundacionales, la identificación de principios opuestos y el desplazamiento o el devenir entre distintos niveles (apenas demarcados por pespuntes inestables) no hacen más que enriquecer los movimientos de las formas; en este caso, de las imágenes. No existe incompatibilidad entre los términos de una paradoja, y si existiera en nada estorbaría ella un camino que, orientado por la lógica del mito, saca buen partido de las contradicciones. Por lo tanto, estas culturas no padecen la angustia causada por la brecha de la representación: la “cuarta pared” de la escena no existe y los personajes entran y salen de ella y en ella intercambian sus lugares, sus papeles y sus máscaras. En el círculo ritual ishir, por ejemplo, un oficiante no representa un animal o un dios: es un animal o un dios. O ambos al mismo tiempo. Las imágenes (el atuendo ritual, las pinturas corporales) lo divinizan en el círculo de la representación, allí lo metamorfosean y los dotan de poderes distintos según la situación. No es casual que Walter Benjamin haya partido de las imágenes de culto de sociedades “primitivas” para definir la distancia aurática: el culto, el ritual, hacen fulgurar la apariencia de determinados objetos; los apartan e interfieren en el régimen de su representación. En términos lacanianos: más que signos del orden simbólico (representacional), tales objetos devienen piezas del registro imaginario capaces, si no de revelar lo real imposible, sí de acercar pistas que den cuenta de él; que iluminen, fugaces, los contornos de su ausencia irremediable.
Condicionado por las dificultades que implica confrontar mundos diferentes de sentido, este texto no pretende exponer un discurso metódicamente desarrollado, sino presentar figuras, casos y situaciones particulares que pueden ser vinculadas con actuales discusiones relativas al poder de la imagen. La imagen cuya eficacia interesa en este texto no pertenece al fárrago visual promovido por el mercado global, sino a operaciones, sean o no artísticas, que apuntan, aun vagamente, en la dirección del sentido. Lo hacen, en general, de manera refulgente: su eficacia es respaldada por el resplandor, efímero, de potencias que trastornan la cotidianidad y sugieren dimensiones paralelas.
El resplandor guaraní
Los guaraní se encuentran ubicados geográficamente en una región que comprende zonas de la Región Oriental de Paraguay, el Noreste de Argentina, el Sur y Suroeste de Brasil y el Sureste de Bolivia. Pertenecen a la familia lingüística tupí-guaraní que, en Paraguay, comprenden las etnias avá, mbyá, páĩ tavyterã, chiriguano y aché. Como ocurre, en general, con los indígenas de América Latina, la cultura guaraní, carente de la protección de políticas públicas, sobrevive constreñida por la expansión avasallante del modelo capitalista sobre sus tierras.
Imagen, belleza y flor
Comienzo con tres palabras indispensables, a las que seguirán otras. La primera, como es de esperar, es ta’anga [5] y significa “imagen”, con alcances equiparables a los que tiene ese término en las lenguas occidentales, con la diferencia que para los guaraní, la imagen es una copia imperfecta de un modelo superior. Puede, sin embargo, alcanzar gran poder al identificarse con ese modelo mediante el esforzado camino de la danza-oración y los oficios de la belleza. El modelo transfiere, entonces, sus potencias a la imagen, que deviene una fuerza de excepcional eficacia sobre las cosas, los hechos y la condición humana.
La segunda palabra es porã, que significa simultáneamente “bello”, “bueno” y “bien” (como adverbio en este último caso). Pero esta acepción no se refiere a la virtud de la bondad, a lo bondadoso, sino a un estado de bienestar, en particular el que expresa la adecuada consecución (el cumplimiento) de un proceso. Una cosa o un hecho calificados como porã son, al mismo tiempo, bellos y buenos. Su belleza traduce un modo de estar bien, de acuerdo con su condición, su naturaleza o su talante. Forzando los conceptos, la belleza guaraní se presta a ser asociada en un punto con la kantiana, considerada esta como la forma de una finalidad sin fin y sin concepto; sin objetivo manifiesto: la bella forma alcanza su mayor esplendor interrumpida en el límite de su conclusión. [6] Para el guaraní, la belleza también manifiesta, esplendorosa, un despliegue hacia una finalidad, pero esa finalidad tiene una consumación posible. El grado más alto de belleza es aquel que marca el cumplimiento de la genuina condición humana; tiene una dimensión ética, compromete el sentido e involucra cuestiones ontológicas (siempre usando estos términos graves con el cuidado de aclarar que las palabras trasplantadas de un mundo a otro sufren perturbaciones y desconciertos).
Este nivel superior de belleza involucra dos dimensiones: la primera está constituida por la imagen, la apariencia estética; la segunda, por la palabra, que implica el concepto, el canto y la danza, y se encuentra también cruzada de imagen. Ambas dimensiones se expresan mediante una tercera palabra: poty, “flor”, cuyo nombre aparece obsesivamente para designar tanto la belleza de los adornos plumarios como la del lenguaje. El poder de esta belleza, manifestada en la imagen y en la palabra-canto-danza, promueve el acceso a la plenitud (aguyje) en la misma tierra.
Sheroanawe Hakhiiwe. Hihiipere himo wamou wei / Estos árboles dan frutas para comer, 2018.
Los nombres de la flor
La palabra poty designa la flor real pero, también, su imagen (poty ra’anga): el ramillete de plumas que constituye el principio del arte plumario. “Florecidos”, adornados con los poty, las personas y los objetos adquieren una radiante belleza de origen divino. El término jegua significa “adorno”, pero no en un sentido de mero aderezo o realce, sino con la acepción de belleza instituyente de sentido. Las divinidades se encuentran “adornadas”; la tierra, concebida como “un cuerpo murmurante que se alarga y se extiende continuamente”,[7] es también “adornada” (ára jeguaka). Buscando su verdadero modo de ser, los seres “procuran para sí un adorno y continúan su caminata, siempre adornándose, hasta realizar plenamente lo que están destinados a ser”. [8] Tan determinante es la fuerza del jegua(expresada en la flor, poty) que los guaraní páĩ tavyterã se autodefinen étnicamente en cuanto portadores de la señal de la flor: en lenguaje religioso son llamados “los bellamente adornados por la corona florecida”.
Estas coronas, llamadas jeguaka o bien akangua’a según las etnias, [9] concentran potencias religiosas y chamánicas provistas del fulgor solar. Es que la corona ejemplar fue confeccionada por el mismo Sol para fulminar al jaguar demoníaco con los rayos lanzados por las “flores” que la adornan. [10] Los colores de los poty que enjaezan la corona proceden de las aves elegidas, los guacamayos, cuyas plumas tienen los tonos rojizos y amarillos de las fuerzas de la creación: el sol, el maíz y el fuego regenerador de la naturaleza; fuerzas provistas de cuatro características: vera, brillo reluciente de los relámpagos; rendy, luz de las llamas; ju, áureo resplandor del sol y ryapu, ruido de los truenos. [11] El poder de la belleza de la corona se afirma desde el fondo del mito como principio fundacional creado por Ñamandu, Nuestro Padre Último-Primero. Dice así Ñamandu en el poema central guaraní:
Por intermedio del jeguaka, hice que esta tierra se ensanchara;
Por intermedio del brillo del jeguaka, hice que esta tierra se ensanchara;
Por intermedio de las llamas del jeguaka, hice que esta tierra se ensanchara… [12]
La imagen del jeguaka se embellece con figuras poéticas:
En la divina cabeza excelsa, las flores del adorno de plumas eran gotas de rocío. Por entremedio de las flores del divino adorno de plumas, el pájaro primigenio, el colibrí, volaba, revoloteando. [13]
Retóricamente enfatizada, la figura de la flor, poty, configura una imagen de múltiples reflejos sucesivos que parten de la representación de la flor real para referirse al adorno básico de plumas y desencadenar una serie de significados densos que repercuten en toda la cultura guaraní. La belleza del poty se afirma en el proceso mismo del florecer, cuyas fases y momentos se vinculan con el movimiento de surgimiento de la palabra, de apertura del saber y de desarrollo de la plenitud que busca el punto de la sazón exacta de la persona: el que define el ideal de belleza cabal. La palabra adviene en modo de flor; se va conformando a la manera de pétalos que despuntan y se entreabren a la sabiduría. Por otra parte, los guaraní identifican la palabra con el alma; tanto ñe’ê como ayvu significan “palabra/alma”, una figura compuesta, cada uno de cuyos términos puede ser adjetivo o sustantivo con relación al otro. [14] Por lo tanto, así como la palabra es resultado de un proceso, “el alma no se da enteramente hecha, sino que se hace con la vida de la persona” (…) la historia del alma guaraní es la historia de su palabra, la serie de palabras que forman el himno de su vida”. [15]
El concepto guaraní de palabra, identificada con el hecho de brotar, se relaciona con la idea de abrirse en flor, ponerse en posición de ser. Traducida por Cadogan, la expresión “abrirse en flor” significa, así, la conformación, el despliegue, la manifestación y el devenir de ciertas figuras fundamentales que, tal cual lo hacen las flores, entreabren y separan sus pétalos apuntado a su cumplimiento. Belleza mediante, ese movimiento instituye la existencia y promueve la apertura de esas figuras. No se trata, pues, de flores abiertas ni de capullos cerrados, sino de un movimiento de apertura hacia su posible cumplimiento; una culminación contingente: una finalidad que no se encuentra garantizada, sino que requiere un trabajo duro que justifique y dé sentido al esfuerzo en pos de la plenitud.
Notas
1. Este texto corresponde a la versión original, escrita en español, del artículo publicado en inglés bajo el título “Ta’angá verá. Towards a different conception of the power of images”. En Dynamis of the Image. Moving Images in a Global World, ed. Emmanuel Alloa & Chiara Cappelletto, Berlin/New York: De Gruyter 2020.
2. Cf. Ticio Escobar, La belleza de los otros: Arte indígena del Paraguay, Asunción: Servilibro, 2012; y Ticio Escobar, La maldición de Nemur: Acerca del arte, el mito y el ritual de los indígenas ishir del Gran Chaco paraguayo, Asunción: Centro de Artes Visuales/Museo del Barro, 1999.
3. En cuanto resulta insostenible la figura de una sola contemporaneidad (como pudo pensarse un solo camino moderno, el euroccidental), considero que las culturas tradicionales son contemporáneas mientras mantengan vigencia y en tanto sus formas asuman sus propios presentes o discutan con ellos en el curso de procesos particulares.
4. En este texto se respeta la convención de emplear en singular los nombres étnicos, considerando que la pluralización de los mismos se rige por las reglas propias de cada lengua.
5. Convenciones más comunes de la escritura guaraní: la y indica la sexta vocal del guaraní, gutural; la virgulilla (~) colocada sobre las vocales vuelve estas nasales; la h se pronuncia en forma aspirada, como en inglés, y la j, como la y en español. Por otra parte, en guaraní no se marcan las diéresis sobre la vocal u de las sílabas gue y gui; por último, solo se señala el acento de las palabras sobresdrújulas, esdrújulas y llanas: todas las que no llevan tilde son leídas como agudas. Siguiendo una convención establecida, esta última regla no se aplica a los gentilicios de las etnias (por lo tanto, estos se acentúan aun siendo agudos: los mbyá, los avá, etc.). A los efectos de facilitar su lectura por los no guaraní parlantes, también se ha obviado esa regla en el título de este artículo. El puso es un signo ortográfico utilizado para indicar un corte fonético entre dos vocales. Se lo indica con el signo del apóstrofo (’). No se señalan en cursivas los nombres propios de ritos ni de personajes.
6. Jacques Derrida, La verdad en pintura, traducido por María Cecilia González y Dardo Scavino, Buenos Aires, Barcelona, México: Paidós, 2005, 94.
7. Graciela Chamorro, Teología guaraní, Colección Iglesias, Pueblos y Culturas N°61, Abya Yala, Quito, 2004, 171.
8. Chamorro, Teología guaraní, 171.
9. Los páĩ tavyterã y los mbyá emplean el primer término; los avá, el segundo. Las piezas guardan diferencias formales pero comparten el patrón poty. Entre los mbyá, la corona femenina es llamada jachuka (Cadogan, Ayvu Rapyta, 46).
10. Miguel Bartolomé, Shamanismo y religión entre los Avá-Katú-Eté, México: Instituto Indigenista Interamericano, 1977, 37-51.
11. Bartomeu Melià, Georg Grünberg y Friedl Grünberg, Los Pái Tavyterã: Etnografía guaraní del Paraguay contemporáneo, Asunción: Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica, 1976, 43.
12. Augusto Roa Bastos, comp., Las culturas condenadas, México: Siglo XXI, 1978, 266-7.
13. Cadogan, Ayvu Rapyta, 25.
14. Graciela Chamorro, Kurusu Ñe’êngatu: Palabras que la historia no podría olvidar, Prefacio de Bartomeu Melià, 3a edición, Vol. 25, Biblioteca Paraguaya de Antropología, Asunción: CEADUC-CEPAG, 1995, 23.
15. Bartomeu Melià, El guaraní: experiencia religiosa, Vol. 13, Biblioteca Paraguaya de Antropología, Asunción: CEADUC-CEPAG, 1991, 34.
Ticio Escobar nació en Asunción, Paraguay, en 1947. Es curador, profesor, promotor cultural, investigador y crítico de arte. Fue fundador del Museo de Arte Indígena del Paraguay, presidente de la Asociación de Apoyo a las Comunidades Indígenas y del Capítulo Paraguayo de la Asociación Internacional de Críticos de Arte, director de Cultura de Asunción entre 1992 y 1996, y ministro de Cultura de Paraguay durante el gobierno de Fernando Lugo. Asimismo, es autor de la Ley Nacional de Cultura de Paraguay y coautor de la Ley Nacional de Patrimonio. Actualmente dirige el Centro de Artes Visuales/Museo del Barro. Ticio Escobar es un intelectual ineludible de la cultura latinoamericana y uno de los mayores referentes de la investigación y la crítica del arte latinoamericano. Sus estudios abrieron una metodología de interpretación histórica del arte paraguayo que sirvió de modelo para toda América Latina y el Caribe.
La serie El tejido del pensamiento recopila una selección de ensayos que abordan desde diferentes perspectivas muchos de los asuntos presentes en las exposiciones Tejer las piedras y Aó. Episodios textiles de las artes visuales en el Paraguay. Una manera de seguir pensando en conjunto, de compartir referencias y de poblar nuestro imaginario de preguntas e imágenes para enriquecer y desafiar nuestra mirada del mundo.
La reciprocidad es la estructura misma de la percepción. Experimentamos el mundo sensorial solo volviéndonos vulnerables a ese mundo. La percepción sensorial es un entrecruzamiento constante: el terreno entra en nosotros solo en la medida en que dejamos que nos atraviese.
Tenemos que reconocer que todas las especies vivas tienen características específicas y todas son portadoras de capacidad expresiva y creadora, y no pueden por lo tanto ser homogeneizadas bajo un concepto genérico ni, mucho menos, el de “instinto”.
Textos de Suely Rolnik, Elvira Espejo, Damián Cabrera, Ticio Escobar, David Abram, Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro.
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