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Diego Rivera. Retrato de Martín Luis Guzmán, 1915.
El caso de Diego Rivera es ilustrativo del tránsito de un régimen que parecía estable a su desquicio. Enviado a París para formarse, coincide con el nacimiento y expansión del cubismo y se inyecta de su estética, comparte sus devaneos y produce telas que no desmerecen lo más enérgico de ese movimiento, Braque, Juan Gris y Picasso no desdeñarían esos primeros pasos; se diría, no por el cubismo pero sí por su proyecto de absorción de lo francés, que es un subproducto del porfirismo y un testimonio del propósito de modernización que perseguía. Pero que no es suficiente: cuando regresa a México Porfirio ya no está, Rivera comprende lo que encarna la Revolución y cambia de poética, deja el cubismo y se aproxima a un expresionismo figurativo, que, aun siendo de vanguardia, es un realismo exacerbado y de concepción cada vez más gigantesca, como es cada vez más gigantesca y total la Revolución: lo satura, poco después, con las enseñanzas que brinda la otra revolución, la rusa, y, convencido comunista, las liga en un imaginario que se proclama como “arte nacional”.
Ese arduo camino, cuya grandeza todavía asombra –y cuyos alcances y sentido mostró magistralmente Luis Cardoza y Aragón desde su mirada surrealista–, se llama “muralismo”, seguido también por otros, Orozco y Siqueiros; todos parecen proclamar que el muralismo es el arte mismo de la Revolución porque la representa con un arte de un resplandor inextinguible, pero no porque sea su producto, relación que es algo más complejo de determinar.
Acaso, hipótesis atendible, hayan estado más cerca de los efectos de la Revolución pintores como el enigmático Dr. Atl, por sus técnicas pictóricas y su disipado paisajismo, o, con más razón, el prudente y tenaz Rufino Tamayo; en la obra de ambos se advierten un reconcentramiento, una resistencia y un fuerte deseo de rescatar una subjetividad que los estentóreos muralismos, pese a sus hallazgos, escondían, transformados esos tenues gestos en, casi, una creciente dimensión metafísica. Dicho de otro modo, el ruido exterior como tobogán para internarse en un examen, suscitar una reflexión sobre dos identidades, la propia de quienes vivían el proceso y la de la comunidad entera, tan afirmativa y vacilante al mismo tiempo.
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Fragmentos extraídos del ensayo "Una vanguardia peculiar", publicado en el catálogo que acompaña a la exposición México moderno. vanguardia y revolución.
Nahui Olin puede ser incluida dentro de un grupo de mujeres –Frida Kahlo, Tina Modotti, María Izquierdo, Lupe Marín, Lola Álvarez Bravo– que asumieron un rol activo en la vida intelectual, artística y política del México posrevolucionario, desafiando muchas de las prohibiciones sociales y los dogmas morales establecidos.
Curadoras: Victoria Giraudo (Malba), Sharon Jazzan y Ariadna Patiño Guadarrama (Munal)
Sala 5, nivel 2. Sala 3 - Silvia Braier, nivel 1
Un conjunto de más de 170 piezas emblemáticas de los más grandes maestros del período: Frida Kahlo, Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y Leonora Carrington, entre otros.
Durante su estadía en México, del 2 de abril al 18 de agosto de 1938, André Breton llegó a la conclusión de que ese era “el lugar surrealista por excelencia”.
Archivos
El sueño de la Malinche,
de Antonio Ruiz
El sueño de la Malinche (1939), de Antonio Ruiz, “el Corcito”, es una obra muy pequeña, del tamaño de un retablo tradicional. En ella se mezclan el realismo social, el indigenismo, el realismo mágico y el surrealismo; está repleta de simbolismos y detalles en torno a la identidad mexicana.
Parte de la exposición México moderno. Vanguardia y revolución