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Literatura

Los escritores de los escritores
Por Luis Chitarroni

Como anticipo del seminario Los escritores de los escritores, Chitarroni presenta aquí tres lecturas sobre autores que comentaron la obra de algunos de sus colegas. Cada uno de ellos ve al otro como una proyección y una suma de influencias, e intenta en lo que escribe disolver ambas y sacar provecho. 

Iris Murdoch
Iris Murdoch.

Iris Murdoch por John Bailey

Si la literatura nace de una deuda de amor, un libro del amor conyugal entre escritores constituye la prueba infalible. Bailey cuenta las ocasiones, las características y los matices de su amor por Iris Murdoch, a quien el mal de Alzheimer fue privándola de relacionarse con la realidad convencionalmente. Todas esas razones, todos esos argumentos acompañan la lectura atenta de los libros –novelas, pero también ensayos, uno muy brillante y precoz sobre Sartre– de Iris. Novelas escritas a veces en una extraña clave que la cotidianidad a veces favorece y otras dificulta. Las amistades de Iris, entre otros con Elías Canetti se observan, no sin recelo. Los mundos imaginarios se adaptan a los planes hogareños, a la previsión de vacaciones, a los viajes. Todo encuentra un raro pinto de convergencia en el que la vida convida a la literatura con una interminable cantidad de detalles que la observación enaltece.

 

Penélope Fitzgerald
Penélope Fitzgerald.

Penélope Fitzgerald por Frank Kermode

Frank Kermode escribe sobre Penélope Fitzgerald como cualquier escritor agradecería que se escribiera sobre él. Con una agudeza y un detenimiento tan inteligente que permite reconstruir cómo, tras la trama argumental se oculta la histórica, de acuerdo con la cita de Novalis, “La novela nace en las estribaciones de la historia”, que la autora ubica como epígrafe de La flor azul. Penélope Fitzgerald nunca dejó de notarlo, y el acopio de detalles que a menudo parecen poco significativos –el modo en que mastica una vaca o la capacidad de resistencia de un caballo de tiro o el día de limpieza anual en una casa de las afueras en la Alemania del siglo dieciocho– encuentra su justificación perfecta en el engranaje novelesco. Incesante a pesar de comenzar su carrera tardíamente, Penélope Fitzgerald no solo fue una de las novelisas irremplazables del siglo veinte sino la autora de biografía de plenitud absoluta, como la que dedicó a su pdre y tíos, todos destacadas figuras de la genealogía intelectual como a esa poeta única en el modo de pasar inadvertida que fue Charlotte Mew.

Frank Kermode es un escritor muy especial, ya que no tiene obras de ficción en las que acomodar ese singular oficio. Los hábitos de perfección y humildad de su prosa, la imaginación central con la que recupera y ofrece al lector las armonías y enlaces lo convierten sin embargo en la persona ideal para recrear la vida y la obra de los escritores como personajes, tanto si se trata de Penélope Fitzerald como de Wallace Stevens.

 

Virgilio Piñera
Virgilio Piñera.

Virgilio Piñera por Severo Sarduy

Virgilio Piñera nació en 1912 en Cárdenas, Matanzas,  y pasó los primeros años de su vida entre Guanabacoa y Camagüey… ¿Guajiro mixto? Ocupó, para algo que necesitó desocupar el escritorio primero poemas, ensayos, teatro (que acaso podría ocupar el primer lugar), narraciones de variada extensión. Así como su vida fue atestiguada por lo menos por tres escritores, su devoción por la poesía cubana tiene también tres apóstoles: Julián del Casal, Zenea y Milanés. Este gusto por lo propio, que es a veces lo más ajeno, se desprende de su vida a los arañazos, no sin violencia, como sus idas (dudosamente escapes o regresos), como sus fugas. De modo que el escritor pequeñito, provisto casi siempre de un paraguas, merece como pocos la caracterización de cine mudo con que se proponen a la vez evocarlo y  averiguarlo. En realidad, el Virgilio legendario se pega al Virgilio anónimo, que le dio prioridad de huida a Buenos Aires; sospechaba en ella un cosmopolitismo que nunca se propuso explorar. O que exploró de sobra, a su manera enjuta.

Virgilio supo escribir en contra, como Gombrowicz. Y contra aquello que no supo, sabía oponer el fantasma de su vocación sin consuelo, esqueleto quijotesco exento de vehemencia y armadura. Por eso queda atrás, dándonos la espalda. No le importa que nos alejemos por un rato. Sabe que, aun con la certidumbre de no encontrarlo, vamos a regresar a buscarlo. A encontrar su vastísima ausencia que en nada se parece a su apariencia. O que imploraremos, como lo hace Severo Sarduy: “Es por eso que a Roma, y de rodillas/ iré a exigir que lo proclamen santo”.

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