02.08.2018

La vida impropia: anonimatos, restos, evidencias

Por Florencia Garramuño
Diamela Eltit

En textos, performances, filmes, obras dramáticas, poemas y algunas de las instalaciones que más me interpelan en este último tiempo, algo que se escapa de las constricciones identitarias, y que arrastra la producción y la práctica a formas mutantes e inestables resulta en prácticas que elaboran formas de acceder a una experiencia anónima e impersonal. Como si estas prácticas interrogaran no una vida o una historia en particular, sino la vida –una vida– como una fuerza impersonal que, si por momentos necesita concretarse, para su relato, en un sujeto, lo hace de modo que este solo implica el sitio donde se afirma una vida irreductible a la forma individual.

En esa irreductibilidad de la vida a la forma individual, la trama de relaciones en las que se manifiesta una vida impersonal adquiere protagonismo para definir, en un entorno de afectos y relaciones, más allá de los acontecimientos y hechos, más que el desarrollo de una subjetividad o la noción de un grupo o colectivo entendido bajo la idea de una identidad compartida, el espacio intervalar entre cosas y seres. [1]

En muchos de estos casos, se trata de pensar formas nuevas para narrar e imaginar las transformaciones radicales a que el mundo contemporáneo habría sometido al sujeto, a las relaciones interpersonales, a las nociones de espacio y tiempo, a la experiencia.         

En estas prácticas parece tratarse de un reemplazo –un relevo– de la categoría de individuo o sujeto –y también de entidades colectivas como pueblo o masa– por una serie de figuras y voces que si retienen una idea de singularidad, suelen no reducirse a la construcción de identidades personales o individuales.

Mano de obra, de Diamela Eltit y la potencia de la despersonalización

En Mano de obra, una novela publicada en plena implantación rabiosa del neoliberalismo chileno (2002), Diamela Eltit trabaja una deconstrucción radical de la categoría de persona que –entre otras estrategias– conduce a una desestructuración muy fuerte de la forma novela. El texto narra –de modo fragmentario y entrecortado, es decir, con una trama debilitada al extremo para dejar a la luz la intensidad de los afectos en cada instante– la vida anónima de los trabajadores de un supermercado. Para ello desestima el uso de la tercera persona y se dirige a la composición de una suerte de collage de diferentes perspectivas narrativas, ninguna de las cuales se adhiere a una noción estable de persona.

La primera parte del libro se ubica en el espacio del supermercado y está constituida por una serie de viñetas narradas en la primera persona de un trabajador de supermercado despojado de todo rasgo identitario –más allá de su condición laboral. Reducido a su condición de trabajador de supermercado, nada de su vida personal emerge en un monólogo que ha perdido toda condición personal. Carente de marcas de identidad, el narrador incluso reconoce su accionar como algo que está más allá de su voluntad, deseo o agencia.

La segunda parte de la novela se desplaza, desde el espacio público del trabajo, al espacio privado de una casa donde un grupo de trabajadores del supermercado comparten gastos y vida en común para solventar las dificultades económicas a las que los enfrenta una flexibilidad laboral siempre amenazante y un salario que no alcanza para los gastos mínimos. En esta segunda parte, el narrador se configura como un nosotros no inclusivo que en cada capítulo excluye solo a uno de los habitantes de la casa, lo que permite explorar la idea de una voz plural que sin embargo se modifica de capítulo a capítulo para cristalizar, en cada uno de ellos, el modo en que el personaje que no está incluido esta vez es visto por esa primera persona plural. En este ejemplo, se trata de Isabel. Cito:

Isabel se veía cansada. Apenas entró a la casa nos informó que su turno en el supermercado se había extendido en dos horas. Dos horas más de pie, nos dijo, habían devastado su humor. Nosotros nos apenamos. La acompañamos hasta su pieza. La guagua ya estaba durmiendo. Isabel ni se percató. La ayudamos a tenderse en su cama. La observamos hasta que empezó a cerrar los ojos y, de inmediato, supimos que Isabel iba a despertar porque dormía a saltos. Se levantaba a menudo en las noches, hacía ruidos inconvenientes. Entraba al baño o recorría la casa sin el menor sigilo. Ya se había convertido en una insomne. Poco a poco. El exceso de trabajo del último año la puso en ese estado. "Tensa", nos dijo (ELTIT 79).

Esa primera persona plural mutante hace que en el texto todos los personajes aparezcan solo vistos desde afuera, completamente despojados de interioridad y autoconsciencia, conformando un grupo cambiante y un tanto fantasmagórico, en el confín entre su condición de trabajador de supermercado y parte de una comunidad regida por la necesidad.

Como una fuerza descentralizadora y despersonalizadora aun más violenta, los títulos de los capítulos –si todavía queremos llamarlos así– del libro remiten, en un ejercicio de cita benjaminiana, a los periódicos de la prensa obrera chilena de la primera parte del siglo XX: Verba roja, El despertar de los trabajadores, Puro Chile. Esos títulos, seguidos de fechas que remiten a momentos importantes de la lucha obrera, interrumpen el presente neoliberal del supermercado con la memoria de insurrecciones y masacres. Confrontados con las pequeñas historias de los trabajadores, esos títulos parecen dar cuenta de la transformación de una clase social trabajadora en pura “mano de obra” despojada de derechos, en absoluto estado de precariedad.

Sobre este collage señala Nelly Richard:

Pasamos del pasado de rebeldías e insurrecciones populares que evocan los titulares de la prensa obrera y sindicalista a un presente de obediencias y servilismos que lleva el mundo salarial a comportarse como una simple extensión resignada de la prepotencia del capital. La gesta proletaria que enmarca los capítulos de la novela arma una relación de alto contraste entre las tramas épicas del ayer y las mezquinas parodias de sobrevivencia que acompañan la desobrerización del mundo laboral del "súper"

Sin embargo, también es cierto que en las páginas de Mano de obra se arma y se desarma de modo rizomático una comunidad de cuerpos que en la materialidad de su habla –la voz– y la irreductibilidad de sus pulsiones, oponen otras formas de subjetivación que se escapan de la lógica del mercado y oponen una cierta resistencia, una suerte de desmadre de la representación.

Entre las citas y el recuerdo de una historia de luchas que interrumpen la narratividad y la figuración de un cuerpo con sus humores, deseos e instintos, el texto se construye como una poderosa articulación de elementos heterogéneos e historias perdidas en una única narración que logra apartar al trabajador de su condición exclusiva de víctima, revelar un tipo de agenciamiento que no está sustentado en la categoría de individuo y exhibir la fuerza de dominación del neoliberalismo sobre cuerpos y conciencias de un modo que tal vez no habría sido posible con otra forma narrativa. Pero además también esa organización narrativa permite narrar la potencia de los trabajadores aun cuando el acceso al poder les esté negado: la potencia de una vida impersonal que resistirá en nuevas formas de subjetivación.

¿La desilusionada reflexión sobre las relaciones de trabajo en contextos de neoliberalismo que nos ofrece Mano de obra nos conduce al nihilismo o alberga en cambio una apertura para imaginar un futuro diferente? Más que definir mi lectura por una u otra postura, quisiera señalar que las figuras de lo impersonal y anónimo que Eltit elige para narrar esta historia exhiben intenso potencial para pensar acciones colectivas más allá del individuo, sus destinos y posibilidades.

Como en este texto de Eltit, algunas prácticas contemporáneas encuentran en la deconstrucción de la categoría de persona y de individuo un modo –bastante radical, por cierto– de pensar la experiencia compartida y singular que no define a un sujeto o individuo en particular, sino que es común a un grupo y circula anónimamente. Creo ver en ellas formas y estrategias con que las prácticas culturales se están enfrentando a algunos de los problemas más acuciantes del mundo contemporáneo sobre la organización de los seres y sus comunidades, e imaginando, más allá del sujeto y del individuo, nuevos modos de pensar nuestra vida en común.

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Una versión extendida de este texto fue publicada en Badebec, revista del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria (UNR), Vol. 5 Núm. 10, marzo 2016. El curso La vida impropia: anonimato y pulsión documental en escrituras contemporáneas, a cargo de Florencia Garramuño, comienza el viernes 10 de agosto. 

[1] Según Gabriel Giorgi en su libro Formas comunes, es a partir de los años de 1970 que la literatura comienza a registrar· “escrituras que nacen de la verificación de que la vida ya no se puede resumir o contener en el formato del individuo: como si la cultura hubiese descubierto que la noción de “vida propia” se volvió insostenible, y por ello necesitara elaborar otros modos de registro, de captura, de percepción y de reflexión sobre lo vivido (…)”. 

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