Dos cosas deben decirse sobre La Edad Media.
La primera: es una película filmada durante la cuarentena de la pandemia.
La segunda: no es una película sobre la cuarentena de la pandemia.
Esta paradoja atraviesa toda la película y genera las preguntas que el film se hace a lo largo de su recorrido. Tal como varios de nuestros films precedentes, el proceso de creación, filmación y escritura parte de una instancia documental hacia la pura ficción. Pero en este caso esa primera materia al borde de lo real tiene en su gestación una huella que inequívocamente ha dejado el confinamiento: la totalidad de su equipo técnico y su elenco se reduce a tres personas que conviven en la casa que alberga todo el relato. Eso no quiere decir que el registro de imágenes y sonidos sea amateur ni mucho menos. En todo caso quiere decir que la extrema intimidad y cercanía son las bases sobre las cuales se proyectan esas imágenes y sonidos hacia zonas lindantes con la abstracción, con el estallido físico, con la imaginación desatada, con el lenguaje musical o la ambición poética y literaria. En síntesis: con un tipo de Ficción que sin negar su procedencia histórica conoce su linaje en la imaginación como una de las formas del cine.
Durante los meses de filmación en la cuarentena había preguntas que aparecieron una y otra vez: ¿dónde está el cine? ¿qué es el cine? ¿cómo hacer una película que de cuenta de este capítulo tan particular de la Historia y al mismo tiempo no lo falsifique en un sinfín de lugares comunes? ¿cómo hacer, desde el seno de un hogar confinado en una gran ciudad, una película que no tematice ese problema volviéndolo redundante? ¿quién quiere ver un film sobre la pandemia? Y al mismo tiempo: ¿quién puede ver un film del presente que mira para el costado como si aquí nada hubiera pasado? Y aún más: ¿cómo volver a hacer lo mismo que hacíamos antes de la pandemia? ¿Y si todos nosotros somos lo que hacemos y ya no lo hacemos, entonces: quiénes somos? Un cine contemporáneo debiera ser un cine que no vaya a favor del presente sino que pueda recorrer a contrapelo ese presente en una dirección oblicua e impredecible. Un cine hecho por fantasmas, por espectros, por muertos que regresan y que en esta ocasión tratan de hacer lo que mejor les sale: la comedia.
Estos son los abismos que merodean persistentemente a La Edad Media. Son abismos que abren, simultáneamente, esperanzas luminosas. Si el cine de la postguerra engendró, entre otras cosas, el Neorrealismo: ¿no debiera un proceso histórico tan contundente como este engendrar un nuevo lenguaje cinematográfico? Nos animamos a decir que La Edad Media arriesga una forma posible. Una forma que cree en la voluntad de crear imágenes indescifrables, inconcebibles e hipnóticas que nos devuelvan a una Patria incierta de aventuras cromáticas y tragedias del espacio. Una Patria cinematográfica con personajes con psicologías estalladas, con caídas y agonías de cuerpos, con besos como formas de la luz o del paisaje, con hundimientos de todas las formas posibles del yo. Un cine que se arriesgue a tratar de retratar el mundo, la creación artística, la infancia, el mercado, a nosotros mismos en una imagen doble y paradójica: en la fragilidad de su aplomo documental y en la contundencia de su engaño, de su invención y proyección hacia la forma más cabal de la Ficción.
Por otro lado, La Edad Media, no es otra cosa que un relato narrado por una niña de diez años que junto a su perra y un misterioso personaje detrás de un casco llamado Moto leen Esperando a Godot al mismo tiempo que venden todos los objetos del hogar, hasta dejarlo desierto, a espaldas de los padres.
Como reza un verso del texto beckettiano que atraviesa todo el film:
Hora de parar. Time she stopped.