27.07.2023

¿Afinidades pop?

Por Ana Longoni

Una hilera de gigantescos girasoles iluminados desde su interior, construidos con acrílico y poximix: así era la obra presentada por la artista argentina Susana Salgado al Premio Nacional Di Tella en 1966. Recibió el primer premio por parte de un jurado integrado por Jorge Romero Brest, director del Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella, y dos entusiastas del pop, Otto Hahn y Lawrence Alloway. Este último, en ocasión del dictamen, declara: “Buenos Aires es ahora uno de los más vigorosos centros ‘pop’ del mundo”. Salgado, según el rumor, no asistió a recibir el galardón porque era parte del elenco que representaba en ese momento la obra teatral Drácula, de Alfredo Rodríguez Arias.

La prensa ubica a la ganadora dentro de lo que denominaba grupo pop, junto a Dalila (también Delia) Puzzovio, Carlos Squirru, Edgardo Giménez, Juan Stoppani, Delia Cancela, Pablo Mesejean, Alfredo Rodríguez Arias y Roberto Plate, varios de los cuales compartían desde 1963 la vivienda-taller ubicada en la calle Pacheco de Melo 2952. En ese “alocado villorrio indio”, [1] según la definición de Alloway, montan sus propias muestras y espectáculos. Sin duda, sus producciones sintonizan con cierta sensibilidad asociada al pop (desparpajo y hedonismo, quiebre de las convenciones del “buen gusto”, citas y recursos de la industria cultural y la publicidad, empleo de materiales “bajos” y efímeros, expansión del arte hacia el terreno de la moda, el diseño, etcétera). Sin embargo, el teórico y animador de la vanguardia Oscar Masotta no parece coincidir con la optimista evaluación de Alloway. En lo que describe como “la pluralidad de proposiciones de los argentinos” no encuentra paralelos ni versiones del pop, sino diversos caminos que empiezan a delimitar lo que nombra –citando quizás a Pierre Restany– un “folklore” propio de la cultura de Buenos Aires. [2] Masotta elude designar como pop a nadie dentro del vasto conjunto de jóvenes creadores que sacudían como un sismo la escena artística local, y opta por nombrarlos como “los imagineros argentinos”.


Susana Salgado. Girasoles, 1966.

Un overol de trabajo, de pie, rígido y vacío –o mejor lleno de la ausencia de su habitual portador– en medio de una sala de exposiciones. Forma parte de la serie de mamelucos “pegoteados” que desde 1965 produjo el chileno Francisco Brugnoli, a partir de ropa de trabajo impregnada en pintura y plastificada. Des-habitados por asalariados fantasmales, los pegoteados devenían en signos metonímicos del anonimato de la clase trabajadora en la sociedad de masas. Para fabricar lo que llama “hechos de arte”, Brugnoli junto a Virginia Errázuriz reúnen desechos urbanos, plásticos, fragmentos de automóviles y máquinas. Reclaman al arte, en los intensos años previos al golpe de Estado de 1973, un “encuentro con un imaginario popular”; y toman como materia elementos de la iconografía popular, de sus juguetes y su vestimenta, así como productos de la sociedad de masas (gráfica, afiches e historietas). En un tránsito acelerado de la representación a la presentación de situaciones, se sitúan en tanto observadores y recolectores de situaciones cotidianas, sobre las que llaman la atención al recortarlas y resignificarlas, al colocarlas en otro contexto. Pretenden interpelar a un público más vasto y popular, al proyectarse fuera de los espacios de exhibición cerrados, y proponer instalaciones en espacios públicos, ferias, parques o calles. En su tiempo, reciben el mote de Brigada Mondrián, como contrapunto estético (y, a la vez, equiparación política) con brigadas muralistas como la Ramona Parra o la Inti Peredo, que pintan contemporáneamente los muros de la ciudad. Si la crítica periodística elige descalificar como pop estos y otros trabajos experimentales, Miguel Rojas Mix –Director del Museo de Arte Contemporáneo durante el gobierno de la Unidad popular– toma distancia de esta inclusión y habla de un nuevo “movimiento escultórico neofigurativo”.


Francisco Brugnoli. No se confíe, 1965 [Detalle].

Un globo de historieta parte de la boca de un campesino andino, con su chullo y su poncho, y un enorme dedo índice en primer plano que señala directamente al espectador mientras reclama enfático la adhesión a la causa revolucionaria porque “la reforma agraria te está devolviendo las tierras que te quitaron los gamonales”. Concluye con el imperativo en idioma quechua “¡Jatariy!” [¡Levántate!]. El tratamiento de la imagen es claramente deudor del sistema de puntos de los cuadros de Lichtenstein, quien a su vez reproduce la técnica de las historietas populares. Incluso parece citar la conocida imagen de Tío Sam convocando a los jóvenes a enrolarse imprecándolos con un “I want you”, con el mismo gesto imperativo de señalar al espectador para convocarlo a la acción, aunque por cierto se trate de una cruzada ideológica de signo contrario.

Es uno de los afiches en apoyo a la reforma agraria impulsada por el gobierno de Velasco Alvarado, que el artista peruano Jesús Ruiz Durand realiza a fines de los 60 para contribuir a la propaganda oficial de las medidas tomadas entre sectores campesinos. Así relata la experiencia Ruiz Durand:

“Algunos periodistas y artistas conformamos un pequeño equipo de comunicación que trataba de romper con el esquema tradicional de la rutinaria labor de una clásica oficina de relaciones públicas. [...] El denominador común de este grupo de comunicación fue más la amistad y el entusiasmo que una ideología política o concepción cultural compartida. [...] Se produjo no obstante un paquete de material de difusión y divulgación de los aspectos más relevantes de la Reforma Agraria, incluyendo un grupo de afiches”.

El historiador del arte Gustavo Buntinx considera que esta producción “radicaliza las premisas iconográficas del pop, reemplazando la imagen comercial por la de raigambre política”, [3] dando lugar a lo que el mismo Ruiz Durand denominó “una especie de pop achorado” (calificativo que –en la jerga coloquial peruana– significa desfachatado, insolente): una cruza inesperada entre la cultura masiva cosmopolita y el proceso social que atravesaba el mundo andino, sus imaginarios, sus urgencias.


Jesús Ruiz Durand. Afiches de la serie Reforma agraria, 1968-1973.

Hasta aquí, la alusión a tres casos que coexisten epocalmente, en tanto ocurren en la segunda mitad de los años 60 en distintos contextos de conmoción social y política en América Latina. En los tres –como en muchas otras producciones contemporáneas o posteriores– podrían señalarse fácilmente recursos técnicos, procedimientos, repertorios iconográficos, imaginarios vinculados a la cultura de masas que a todas luces establecen una relación inequívoca e inocultable con el pop norteamericano. A la vez, en los tres casos se evidencia el esfuerzo por renombrar lo que hacen, inventando una denominación que se despegue de la automática adscripción al pop. Sin embargo, sus citas evidentes a las multiplicaciones de imágenes de Warhol o a las máscaras de Segal o a la reelaboración de historietas en Lichtenstein, por mencionar afinidades precisas, podrían dar lugar a una lectura interpretativa en clave “derivativa”: apenas constataciones de la influencia pop en América Latina, meras repercusiones o apropiaciones de una corriente artística originada en un escenario central que deja sus secuelas tardías en la periferia. Aun cuando se piense como desvío o reelaboración, incluso como deglución antropofágica para producir otra cosa con lo asimilado, la reiteración del esquema binario centro-periferia para entender las producciones culturales en América Latina corre el riesgo de insistir en la unidireccionalidad de ese esquema, al rastrear las repercusiones del centro en la periferia bajo el signo de lo derivativo, la irradiación o la difusión hacia los márgenes de las tendencias artísticas internacionales (y a lo sumo, da cuenta de su distancia o diferencia en términos de exotismo o distorsión).

Quisiera ensayar aquí otra clave de lectura que se distancia radicalmente de esa matriz, que es la que suele signar la mayor parte de las narrativas acerca de las producciones artísticas ocurridas en el sur: pasar a asumir una posición “descentrada”, que afecte desde dónde pensamos nuestra propia condición desigual a la vez que indague qué porta el mismo centro de periférico. Trastornar nuestra mirada sobre el propio centro, incluso entendiéndolo no exclusivamente como posición geopolítica sino –como propone Nelly Richard– como “función-centro” en tanto “instancias que producen conocimiento-reconocimiento según parámetros legitimados por un predominio de autoridad”, [4] quebrando los parámetros y escalafones que constituyen su legalidad y administran sus relatos. Esto es, erosionar el orden binario sobre el que se funda y articula la diferenciación centro/periferia, dejando de asumirla como una dinámica estable y fatal.

Con el término descentrado quiero aludir, entonces, no solo a aquella posición desplazada del centro sino también a un centro que ya no se reconoce como tal, extrañado, turbado, que está fuera de su eje, que ha perdido sus certezas. O sea, observar la metrópoli desde un adentro que queda fuera de su relato (cuyos usos definen justamente qué queda adentro y qué afuera, qué es centro y qué periferia).

Es desde estos desplazamientos que formularé la pregunta sobre la presencia de afinidades pop en el arte producido en distintos países de América Latina, desde la década del 60 en adelante. El punto de partida no es, entonces, evidenciar las repercusiones del pop norteamericano en el resto del continente, ni tampoco demostrar las diferencias que con ese legado produjeron los latinoamericanos, sino lanzarnos a repensar los presupuestos más o menos estables que sobre el arte pop tenemos, desde la extrañeza que puede provocar la consideración de esos otros episodios.

Este argumento no intenta minimizar o pasar por alto las relaciones o los ecos que puedan establecerse entre escenas artísticas, que además muchas veces van más allá de la influencia y se aproximan, si se quiere, al saqueo vandálico. Pero limitarnos a señalar esas derivas dice poco no solo de lo que efectivamente está aconteciendo en una escena o en la otra, sino que limita la complejidad de nuestro análisis.

No se trata, creo, de abordar una experiencia para verificar una influencia o señalar su corrimiento respecto del canon, sino de considerar, al menos como hipótesis, las condiciones históricas específicas de su irrupción así como la potencia poética y política que desata y que puede afectar los modos en que indagamos, pensamos e historiamos el pop (a secas).

 

Notas

1. Lawrence Alloway, entrevista, en King, John. El Di Tella, Buenos Aires: Gaglianone, 1985, p. 114.
2. Masotta, Oscar. El pop art, Buenos Aires: Columba, 1967.
3. Buntinx, Gustavo. “Modernidades cosmopolita y andina en la vanguardia peruana”, en AA.VV., Cultura y política en los años ’60, Buenos Aires: Oficina de Publicaciones del CBC, 1997.
4. “La jerarquía del Centro no solo depende de que concentra las riquezas eco- nómicas y regula su distribución. Depende también de ciertas investiduras de autoridad que lo convierten en un polo de acumulación de la información y de transmutación del sentido, según pautas fijadas unilateralmente [...]. El ‘centro’ se recrea como función-centro en cualquiera de las instancias que producen conocimiento-reconocimiento según parámetros legitimados por un predominio de autoridad”, señala Nelly Richard. Cfr. “La puesta en esce- na internacional del arte latinoamericano: montaje, representación”, en AA. VV., Arte, historia e identidad en América Latina. Visiones comparativas, tomo III, México DF: Instituto de Investigaciones Estéticas - UNAM, 1994, pp. 1015-1016.

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Fragmentos del ensayo "¿Afinidades pop?", publicado originalmente en el catálogo de la exposición Andy Warhol. Mr. America, Buenos Aires: Malba, 2009.  


En 1966 Julio Le Parc representó a la Argentina en la 33ª Bienal de Venecia con más de cuarenta obras cinéticas y objetos manipulables. Según indican las reseñas de la prensa internacional, entre los 220 artistas de 37 países que conformaban la exhibición, la sala del argentino fue de las más visitadas, junto con la Tactile Chamber del japonés Ay-O. Contra las predicciones, que señalaban a Roy Lichtenstein como el favorito, Le Parc recibió el Gran Premio Internacional de Pintura, el mismo que Robert Rauschenberg había obtenido en la edición anterior de la bienal veneciana y que había desatado una oleada de antiamericanismo en la crítica europea en general y en la francesa en particular.

Una de las tantas notas periodísticas publicadas en los medios locales sobre este acontecimiento cultural se titulaba “Le Parc: un arte sin fronteras”. Para el articulista, las obras de Le Parc merecían ser pensadas por fuera de las fronteras de las naciones e incluso de los bordes de las Bellas Artes por diversas razones: en tanto "luz, color, movimiento e imágenes des-significadas” [1] que activaban la participación de un público amplio y difuminaban las diferencias entre creador y espectador; en tanto exponente de un lenguaje considerado universal; y puesto que el artista argentino trabajaba desde hacía ocho años en París y que formaba parte de un movimiento internacional. Sin embargo, como indicó Osiris Chierico en Confirmado, el inesperado premio se encabalgó en el mapa internacional de las artes visuales, delineado por la tensión entre París y Nueva York. La consagración del “arte sin fronteras” de Le Parc estuvo atravesada por divisiones políticas, líneas imaginarias pero no por eso menos intensas.

[...] El Gran Premio obtenido en la Bienal de Venecia de 1966 tensó al máximo, por un lado, las interpretaciones del cinetismo en términos de producción nacional y arte universal. Por otro lado, este reconocimiento individual también puso en tensión su consagración artística con su pertenencia colectiva tanto al conglomerado de artistas cinéticos, como a aquél de los artistas sudamericanos de París.

Si la pérdida de supremacía cultural de la capital francesa frente a Nueva York era un tema de discusión (y lamentos) desde la inmediata posguerra, la Bienal había sido una suerte de reducto (de gran visibilidad internacional) en donde la École de Paris mantenía su preeminencia: los premios de pintura a artistas no italianos de las ediciones de 1948 a 1962 habían sido asignados a Braque, Matisse, Dufy, Ernst, Villon, Tobey, Fautrier, Hartung y Mennesier. De allí que el Gran Premio de la Bienal de Venecia de 1964 otorgado a Rauschenberg señalara un punto cúlmine del reconocimiento internacional para el arte norteamericano y dejara a la vista las resistencias que esta avanzada despertaba en el viejo continente. [2] En este contexto, el premio a un “argentino de París” en la edición siguiente de la bienal trajo aparejada una serie de reposicionamientos.

Para algunos críticos franceses significó recuperar un espacio de visibilidad internacional (y el honor). Para la crítica estadounidense fue casi ofensivo: un ignoto artista argentino le robaba el premio al artista estrella de la galería neoyorkina Leo Castelli. Para los actores culturales locales, constituyó la coronación de los esfuerzos realizados en pos de la proyección internacional de un arte argentino que, en muchos casos, se desarrollaba en la diáspora. Luego de haber logrado el Gran Premio en escultura para Alicia Peñalba en la Bienal de San Pablo de 1961, y el Premio de Grabado y Dibujo para Antonio Berni en la Bienal de Venecia de 1962, el Gran Premio de Pintura de 1966, el reconocimiento de mayor prestigio internacional para las artes visuales, parecía indicar que la apuesta por el arte argentino se redoblaba. Y así como Berni tuvo una exposición antológica en el ITDT en 1965, Le Parc tuvo la suya en 1967, que resultó la más visitada en la historia del Centro de Artes Visuales.

El envío de Le Parc a la Bienal compendiaba sus investigaciones visuales y aquellas concernientes a la participación del espectador. El hecho de que se otorgara el Gran Premio de Pintura a un artista que no pintaba constituyó para Pierre Restany un signo de continuidad de la apertura que la Bienal había mostrado en la edición anterior al premiar a un pintor joven y renovador como Rauschenberg. Este episodio disparó discusiones con relación al sistema de premios que terminaron con la abolición de los mismos algunos años más tarde. En este sentido, 1966 aparece como un momento clave en que las autoridades de la Bienal se volcaron a revisar las categorías tradicionales con las que el certamen aún se manejaba. [3]

Al mismo tiempo, para Le Parc el premio veneciano tuvo ribetes problemáticos. El reconocimiento individual dejaba en segundo plano al trabajo colectivo en el contexto del GRAV y a la crítica institucional que, en términos de desmitificación del arte, pretendía plantear este arte participativo de formas inestables y de autor no siempre identificable. El premio de Le Parc contribuyó a motorizar la producción seriada de objetos de arte que tuvo su mayor auge alrededor de 1966. Los múltiples y el trabajo artístico colectivo estaban en el corazón del proyecto cinetista y la crítica institucional que pretendía montar: abandonar la idea de artista con mayúscula pero también el aura del objeto único. Así, no parece casual que el sociólogo francés Pierre Bourdieu definiera la noción de “campo artístico” ese mismo año. Nuestro análisis de la premiación veneciana incorpora, entonces, la figura del múltiple cinético y repone el contrapunto entre la experiencia callejera de Une Journée dans la rue (1966) y la convocatoria multitudinaria de la exposición de Le Parc organizada en 1967 en las salas porteñas del ITDT.

 

Notas

1. "Julio Le Parc: un arte sin fronteras", media sin identificar, 3 de julio de 1966. Archivo MNBA.
2. Véase Laurie J. Monahan, "Cultural cartography: American designs at the 1964 Venice Biennale", en Serge Guilbaut, Reconstructing Modernism: Art in New York, Paris, Montreal 1945-1964, Cambridge, MIT Press , 1992, pp. 369-416.
3. Francesca Franco, "Art and Democracy at the Venice Biennale 1966-2001", en Association of Art Historians Annual Conference, Tate Britain and Tate Modern, Londres, 2008, mimeo. 

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Fragmentos extraídos del capítulo 3 del libro Argentinos de París. Arte y viajes culturales durante los años sesenta. Buenos Aires: Edhasa, 2013. Imagen: Julio Le Parc. Cercle en contorsion sur trame rouge, 1969.


La década del noventa, [1] para las artes visuales, tal vez comience hacia fines de los 80, con la confluencia y desarrollo de diversos factores que produjeron la emergencia y configuración de un momento artístico con problemáticas y características propias; un momento que lo separa y diferencia de otros dentro del campo artístico de Buenos Aires. Entre dichos factores se cuentan el surgimiento del sistema de clínica como modalidad de enseñanza artística; la emergencia de un “nuevo coleccionismo”; [2] la multiplicación de premios y/o salones para artistas jóvenes ligados a la aparición de fundaciones y la creación de espacios de exhibición.

En la implementación en la Argentina del sistema de clínica, la Beca Kuitca fue inaugural. [3] La primera edición se llevó a cabo entre 1991 y 1993 a partir de la selección de dieciséis becarios, entre ellos Magdalena Jitrik, Sergio Bazán, Fabián Burgos, Manuel Esnoz, Daniel García, Graciela Hasper, Agustín Inchausti, Alfredo Londaibere y Tulio de Sagastizábal. Estos mantenían encuentros periódicos con Guillermo Kuitca en el espacio-taller ubicado en Irala 1505 –barrio de La Boca–, donde conversaban sobre el desarrollo del trabajo que iban realizando.


Feliciano Centurión, Sin título, 1993.

Esta modalidad de enseñanza se distanciaba del tradicional sistema de taller, habitual tanto en las instituciones de enseñanza oficial –como la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, actual Instituto Universitario Nacional del Arte (IUNA)– como en los estudios privados de los “maestros” –artistas de trayectoria y renombre. En líneas generales, el sistema de taller se caracteriza por la presencia y supervisión constante del maestro durante el proceso de elaboración de la obra por parte de sus discípulos, con quienes se relaciona individualmente. Asimismo, los discípulos asisten al taller de uno u otro maestro considerando, además de sus méritos artísticos, la especialización técnica que éstos posean: pintura, escultura, grabado o fotografía. En este sentido, mientras que aquí el concepto de producción artística y de obra de arte se encuentra ligado a priori a la destreza de un determinado procedimiento artístico, en el sistema de clínica éste se articula conjuntamente con el asunto de la obra en su proceso de elaboración. También adoptó esta forma de enseñanza novedosa en nuestro país el Taller de Barracas. [4] A diferencia de la Beca Kuitca, que en un primer momento estaba dirigida sólo a pintores, el Taller apuntaba a la experimentación de materiales para la realización de esculturas, objetos e instalaciones, y se encontraba bajo la dirección docente de Pablo Suárez, Luis Benedit y Ricardo Longhini.

Ambos emprendimientos, patrocinados por la Fundación Antorchas, [5] colocaron los modos de formación local en correspondencia con los internacionales al combinar en su dinámica de funcionamiento el trabajo práctico con el intercambio teórico brindado tanto por los docentes a cargo como por artistas, críticos y curadores locales e internacionales invitados. De esta manera, facilitaron en algunos casos el acceso de los artistas a los centros de formación y exhibición del sistema del arte global: workshops o talleres internacionales de trabajo itinerantes, posgrados en universidades extranjeras, bienales, eventos site-specifcs, entre otros. Asimismo, comportaron para sus participantes una importante plataforma de visibilidad dentro del campo del arte nacional.

Las formas y modos de consumo del coleccionismo también se vieron modificados por estos años, volcándose, tal vez de manera inédita, al arte joven y emergente. [6] Ligado a su desarrollo cabe considerarse la realización anual desde 1991 de la que luego pasó a llamarse Feria de Arte Contemporáneo de Buenos Aires arteBA, llevada a cabo por la Fundación arteBA. Asimismo, nuevos premios se incorporaron durante la década, como el Premio Telecom, Premio Fundación Telefónica, Premio Fundación Federico Jorge Klemm y Premio Fundación Constantini.

En relación con los espacios de exhibición, tuvieron un papel relevante en la configuración de una nueva escena artística la Galería del Rojas, las salas de exposición del Casal de Catalunya, el Espacio Giesso, el Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI) y la Fundación Banco Patricios. Los mismos contribuyeron a instalar poéticas y artistas que, hacia la segunda mitad de la década, fortalecerían otros nuevos espacios. Una de las características que compartieron es que eran salas específicamente destinadas a exposiciones, o que disponían dentro de su estructura institucional de espacios exclusivos para la exhibición y promoción de las artes visuales. En este sentido, la escena artística de la década del 90 se diferenciaba de la de los 80, en la cual las producciones visuales de los artistas emergentes o de escasa trayectoria se mostraban en bares y discotecas de la cultura underground, en donde también se desarrollaban espectáculos teatrales y/o musicales, entre otros eventos. [7]

Entre los espacios mencionados, la Galería del Rojas ocupó un lugar destacado. [8] La misma desarrolló una identidad y un carácter como ningún otro logró hacerlo, y hegemonizó sin dudas el campo artístico de la década del 90. Un hecho sintomático de este fenómeno fue, por un lado, la rapidez con que la literatura crítica de arte identificó y diferenció “el Rojas” –como se lo denominó– del resto de los espacios de exhibición de la ciudad; por otro lado, la perdurabilidad y consolidación de dicha diferenciación en la historiografía argentina e internacional. [9]


Marcelo Pombo, Sin título, 1994.

El Rojas era una sala que hacía de vestíbulo del auditorio del Centro Cultural Ricardo Rojas, dependiente de la Universidad de Buenos Aires, que se inauguró como Galería del Rojas el 13 de julio de 1989 con una performance de Batato Barea y una instalación de Liliana Maresca. [10] Si bien con anterioridad se habían realizado algunas exposiciones en aquel recinto, las mismas no habían tenido regularidad ni continuidad, ni se hallaron dentro de la esfera de un programa artístico-curatorial como el que desarrollaría el artista Jorge Gumier Maier a lo largo de su gestión como director-curador entre 1989 y 1997.

Al momento de tomar el cargo, Gumier Maier ya había estipulado las exhibiciones hasta fines de aquél año, a la vez que las había antecedido con la publicación de un texto programático o manifiesto en la Hoja del Rojas [11] del mes de junio. El mismo, titulado “Avatares del arte”, presentaba como horizonte de lectura un imaginario cristalizado sobre algunos de los rasgos sobresalientes del arte de los años 80: las influencias de tendencias foráneas como la transvanguardia o el neoexpresionismo, y el compromiso sociopolítico. El escrito enunciaba el hartazgo respecto de ciertas características visuales que para el autor presentaban las obras de esa década anterior, como la carga matérica o la gestualidad de la pincelada, las cuales se vinculaban a ciertas “demandas” que el arte debía satisfacer según los diversos agentes que por entonces hegemonizaban la escena artística, demandas vinculadas a un arte que trabajara sobre el contexto inmediato; también afirmaba la completa ineficacia de lo que este tipo de arte pretendía: “perturbar y modificar al otro”. En contrapartida, proponía un arte ligado a la idea de “disfrute” y de “espectáculo”, y señalaba como ejemplo los desfiles de moda que habían tenido lugar en la Primera Bienal de Arte Joven [12] y un certamen organizado por Roberto Jacoby en la discoteca Palladium. Si bien Gumier Maier no especificaba sobre qué asuntos debía ocuparse el arte, bajo qué procedimientos, o qué función debía cumplir, sí señalaba con ahínco que debía mostrar “otras” características a las consideradas dominantes por entonces. Un nuevo concepto de lo artístico y de artista comenzaba a ensayarse en principio, en este texto, ligado al arte joven y marginal de la vida nocturna porteña.

Tras la exhibición de Maresca, los jóvenes artistas que mostraron en la galería en 1989 fueron Alfredo Londaibere (julio-agosto); [13] Esp [Esteban Pagés] y Emiliano Miliyo (agosto-septiembre); Marcelo Pombo (octubre); Carlos Subosky y Máximo Lutz (octubre-noviembre); Diego Fontanet, Gastón Vandam, Sergio Vila y Miguel Harte (octubre) y Sebastián Gordín (noviembre-diciembre). La excepción a la antelación con que el director-curador había pensado las muestras fue la que cerró el año: Harte-Pombo-Suárez [I]. [14] Ésta surgió como deseo y propuesta de Pablo Suárez –quien ya mantenía una relación de amistad con Harte– tras ver la exposición de Pombo del mes de octubre. Un artista de larga y reconocida trayectoria, protagonista de la vanguardia de los años 60, quería mostrar su obra junto a dos jóvenes que recién estaban comenzando su carrera. Esto significaba un respaldo no sólo para ellos sino también para la Galería.


Liliana Maresca, Ella y yo, 1994.

Si bien estaba previsto que la muestra se llevase a cabo entre el 11 y 30 de diciembre, a los pocos días de su inauguración debió levantarse tras daños sufridos por las obras. El lamentable hecho fue causado por algunos empleados de ordenanza del Centro Cultural, aparentemente, ante el disgusto que les causó, por un lado, que los artistas y el curador hubieran sorteado su autoridad al pintar sin previo aviso las paredes tricolor de la sala de un uniforme blanco; [15] por otro lado, por las connotaciones sexuales de algunas obras, como por ejemplo un collage de Pombo compuesto por preservativos colgantes rellenos con perlas. Es posible también que otro de los elementos que provocaran una actitud de sorna y desconsideración haya sido la homosexualidad declarada de Pombo, Suárez, Gumier Maier y amigos y/o expositores asiduos a la galería. Ante lo sucedido, éste último presentó su renuncia, la cual fue rechazada por las autoridades del Centro, de manera que continuó colaborando en la programación durante 1990 pero de forma distante y sin visibilidad pública. A comienzos de 1991 se reincorporó explícitamente a sus funciones acompañado por Magdalena Jitrik como co-directora, artista que había exhibido en la galería el año anterior.

En 1991, además de la sucesión de muestras, en su mayoría individuales, como la de Benito Laren (abril), Nuna Mangiante (julio), Ariadna Pastorini (septiembre) y la de los fotógrafos Horacio Devitt (agosto-septiembre) y Alberto Goldenstein (octubre-noviembre), se llevaron a cabo dos grandes exposiciones colectivas: Bienvenida Primavera (septiembre-octubre) y Summertime (diciembre, 1991-febrero, 1992). En la primera participaron Andrés Baño, Oscar Bony, Karen Berestovoy, Graciela Cores, Feliciano Centurión, Gumier Maier, Roberto Jacoby, Fabián Hofman, Alejandro Kuropatwa, Laren, Jitrik, Alfredo Larrosa, Londaibere, Miliyo, Pagés, Margarita Paksa, Fernando Pont, Andrea Sandlien, Marcia Schvartz, Carlos Trilnik y Omar Schiliro. En la segunda, Juan José Cambre, De Sagastizábal, Guadalupe Fernández, José Garófalo, Gordín, Gumier Maier, Jitrik, Maggie de Koeningsberg, Maresca, Enrique Mármora, Osvaldo Monzo, Pablo Páez, Duilio Pierri, Juan Pablo Renzi, Schiliro y Schvartz.

Los títulos de las exhibiciones, inspirados o tomados de las famosas canciones populares Bienvenido amor de Palito Ortega y Summertime de George Gershwin, prometían un “festejo”, un espacio de encuentro y diversión ante la llegada de la estación estival. De este modo fueron invitados numerosos artistas entre amigos y allegados –veintidós en la primera muestra y dieciséis en la segunda– referentes de diversas generaciones y con obras de diferente carácter. Asimismo, fueron acontecimientos legitimadores para los jóvenes y la misma galería, respaldados por figuras instaladas y de trayectoria.

Sin embargo, a pesar de comenzar a ser conocida y nombrada en el ambiente artístico, la sala no constituía aún un escenario de visibilidad más allá de un pequeño círculo. De este modo, Gumier Maier y Jitrik organizaron en el Centro Cultural Recoleta –espacio de cierto prestigio, concurrido y con mayor difusión– la exhibición El Rojas Presenta: Algunos artistas (26 de agosto-6 de septiembre de 1992). Estos eran Centurión, Gumier Maier, Jitrik, Mangiante, Mármora, Schiliro, Gordín, Pombo, Pastorini, Elisabet Sánchez, Martín Di Girolamo, Vila, Harte, Laren y Londaibere. Si bien figuraban en el catálogo, Pagés y Miliyo finalmente no participaron debido a diferencias con los curadores. Se trató de una exposición de carácter antológico. Por una parte, venía a subrayar y explicitar que había sido la Galería del Rojas la que había “presentado” –dado a conocer o “descubierto”– a estos jóvenes, algunos de los cuales comenzaban a circular por galería comerciales de incidencia en el mercado local; por otra parte, tenía el cometido de mostrar el trabajo realizado desde 1989 hasta este momento en un espacio más favorable para su apreciación. En su conjunto, la exposición mostró una gran variedad de asuntos y procedimientos. A modo de ejemplo, se pueden mencionar las instalaciones de Sánchez y Pastorini –la primera ligada al minimalismo, y la segunda a la escultura blanda–, las frazadas de motivos geométricos o regulares de Centurión sobre las que estampó animales marinos, las pinturas-objeto de Gumier Maier –de motivos geométricos y colores pastel sobre hardboard, de “marcos recortados” [16] curvilíneos, ondulantes, con pequeñas volutas sucedidas a intervalos–, las reelaboraciones de la escultura de Schiliro a partir de palanganas y diversos accesorios plásticos decorativos, la pintura abstracta de colores brillantes y claros de Mármora, la pintura de carácter metafísico de Jitrik y el hiperrealismo de las chicas desnudas en posiciones sexys de Di Girolamo.


Fernanda Laguna, Abstracción abundante: Perro, 2000.

Al año siguiente se instaló la discusión sobre un “arte light” (liviano, descomprometido) vs. un “arte político y social”. El primer término había comenzado a circular como un denominador de los artistas vinculados a la Galería del Rojas a partir de la reseña que hiciera Jorge López Anaya sobre la exposición realizada por Gumier Maier, Schiliro, Laren y Londaibere, entre julio y agosto de 1992 en el Espacio Giesso. En ella, el crítico relacionaba las producciones de los artistas con las formas y el espíritu light de la época. Además, veía en éstas una intención crítica, una reflexión acaso mordaz sobre aquella liviandad que indicaba como característica de aquel fin de siglo. Sin embargo, pronto el término se extendió como arte light y se transformó en una definición peyorativa. Es de esta forma como llegó a la mesa-debate organizada por los artistas Schvartz, Felipe Pino y Duilio Perri dentro del ciclo de encuentros ¿Al margen de toda duda? llevado a cabo entre el 14 de mayo y el 2 de junio de 1993 en el Centro Cultural Rojas. La reunión, por momentos acalorada, como describió un cronista de la revista La Maga, contó con Pombo, Schiliro, Cambre y Garófalo como expositores y Maresca en calidad de coordinadora. Con posterioridad, el término volvió a extenderse como “arte rosa light” (arte “maricón”). [17]

Esta última acepción, en mayo de 2003, formó parte del título de una mesa-debate llevada a cabo en el auditorio del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba): “Arte rosa light y arte Rosa Luxemburgo”. [18] La mesa estuvo coordinada por Gustavo Bruzzone y los expositores fueron Andrea Giunta, Ana Longoni, Ernesto Montequin, Jacoby y Jitrik. Desde un título paródico, humorístico, la intención era explicitar el binomio de opuestos que había dominado las lecturas y discusiones –y que aún lo continuaba haciendo– de la escena del arte argentino de la década inmediatamente anterior: un arte formalista vs. un arte de contenido; un arte autónomo vs. un arte comprometido con su contexto sociopolítico. Pero asimismo, si bien en esta oportunidad no fue asunto de las presentaciones de los expositores ni apareció en las discusiones que tras ellas se abrieron, la oferta de “rosas” que proponía el encuentro señalaba la cuestión gay como asunto inherente, o al menos cercano, a la discusión propuesta.

En efecto, la particularidad que en los años 90 presentó aquella tradicional y reiterada controversia dentro de la historia del arte fue que se articuló con problemas relativos a cuestiones de género y de orientación sexual, problemas que la Galería del Rojas explicitó de diversos modos y que en gran parte definieron su identidad.

 

Notas

1. Considero la “década del 90” como un término operativo y por ello mismo no limitado en estricto sentido cronológico.
2. Marcelo Pacheco, “Introducción”, en AA.VV ., Museo de arte latinoamericano de Buenos Aires-Colección Constantini, Buenos Aires, Malba-Colección Constantini, 2001.
3. Sobre la Beca Kuitca véase Inés Katzenstein, “Algunas consideraciones sobre Guillermo Kuitca en Buenos Aires”, en Guillermo Kuitca. Obras 1982-2002, Buenos Aires, Malba-Fundación Eduardo Constantini, 2003. En la segunda edición de la Beca Kuitca (1994-1995) participaron, entre otros, Martín Di Girolamo, Jane Brodie, Fernanda Laguna y Sergio Avello y, en la tercera edición (1997-1999) Dino Bruzzone, Marina De Caro, Silvia Gai, Nuna Mangiante, Ariadna Pastorini y Román Vitali.
4. El Taller de Barracas tuvo sólo dos ediciones: 1994-1995 y 1996-1997. Algunos de los artistas que integraron la primera edición fueron Carlota Beltrame, Nicola Costantino, Beto de Volder, Leandro Erlich, Claudia Fontes, Mónica Girón y Patricia Landen; en la segunda, Alicia Herrero, Martín Di Girolamo y Karina El Azem.
5. La Fundación Antorchas sólo patrocinó la primera edición de la Beca Kuitca (1991 y 1993). Las ediciones posteriores fueron auspiciadas por la Fundación Proa (1994-1995), y por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, el Centro Cultural Borges y el Instituto de Cooperación Iberoamericana (1997). Sobre los diversos emprendimientos artísticos financiados por la Fundación Antorchas véase Andrea Giunta, “Air de Buenos Aires”, Buenos Aires, Galería Daniel Abate, 2008.
6. Sobre este tema véase Marcelo Pacheco, “Introducción”, en AA.VV., Museo de arte latinoamericano de Buenos Aires-Colección Constantini, op. cit.
7. Viviana Usubiaga señala cómo algunos artistas ya reconocidos –como Marcia Schvartz o Juan José Cambre– circulaban tanto en el circuito de las galerías comerciales, premios y salones como en el del underground. Véase Viviana Usubiaga, Imágenes inestables. Artes visuales, dictadura y democracia en Buenos Aires, Buenos Aires, Edhasa, 2012.
8. No se trató de una galería comercial sino de una sala de exhibición.
9. Algunos ejemplos lo constituyen Carlos Basualdo, “Arte contemporáneo en Argentina. Entre la mímesis y el cadáver”, en David Elliott (ed.), Argentina. 1920-1994, Buenos Aires, Fundación para las Artes-Centro Borges, 1995; Pierre Restany, “Arte argentino de los 90. Arte guarango para la argentina de Menem”, en Lapiz, a. XIII, no 116, noviembre de 1995; Ursula Davila-Villa (ed.), Recovering Beauty. The 1990s in Buenos Aires, Austin, The Blanton Museum of Art at The University of Texas at Austin, 2011.
10. Con motivo del 20º aniversario de apertura de la sala, en 2009 se llevó a cabo en el mismo Centro Cultural una exhibición sobre la Galería del Rojas, curada por Máximo Jacoby y Valeria González, autores también de Como el amor. Polarizaciones y aperturas del campo artístico en la Argentina 1989-2009, Buenos Aires, Libros del Rojas, 2009.
11. Boletín mensual en el que el Centro Cultural informaba sobre sus actividades y demás asuntos referidos a la institución.
12. La Primera Bienal de Arte Joven, organizada por la Secretaría de la Juventud de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, se realizó en el Centro Cultural de la Ciudad de Buenos Aires (CCCBA), en el Palais de Glace y los jardines aledaños en marzo de 1989.
13. En la hoja que oficiaba de catálogo el artista aún se presenta con su apellido originario: Londaitzbeher.
14. La reiteración de este grupo de artistas en el Centro Cultural Recoleta en agosto-septiembre de 1990, como Harte-Pombo-Suárez II hizo que, con posterioridad, la exhibición en el Rojas adquiriera el título de Harte-Pombo-Suárez I. El trío continuó en la Fundación Banco Patricios en noviembre de 1992 y en 2001 en la Galería Ruth Benzacar.
15. Por entonces las paredes eran de color gris desde el zócalo hasta la mitad, en donde una franja bordó hacía de nexo con el blanco que continuaba hasta el cielorraso.
16. El marco recortado fue una de las características de las obras del arte concreto argentino de la década del 40 y 50, pero éstos eran de contorno recto. La obra de Gumier Maier reelaboraba de este modo esta tradición artística local.
17. Jorge Gumier Maier refiere a la relación entre el “rosa” y lo “maricón” en el texto “El Tao del arte”, perteneciente al catálogo de la exposición homónima llevada a cabo en el Centro Cultural Recoleta en 1987.

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Fragmentos del ensayo “Espacios de exhibición durante los años noventa en Buenos Aires y la formación de una nueva escena artística”, publicado originalmente en María Isabel Baldasarre y Silvia Dolinko (eds.), Travesías de la imagen. Historias de las artes visuales en la Argentina, Volumen II, Archivos CAIA IV, Buenos Aires, EDUNTREF-CAIA, 2012, pp. 607-635.


La sustitución de la forma por la energía en el arte es uno de los acontecimientos más importantes de principios de la década del sesenta. De repente, es como si toda la literatura crítica y las prácticas artísticas que habían dominado la escena de los años cincuenta se desmoronaran. No se trata de un hecho catastrófico ni de un cambio repentino y absoluto, pero si se observan con detenimiento esos años se verá que el arte de mediados de los sesenta ya no se parece en nada al de la década anterior.

Es que si en los años cincuenta los discursos giraban alrededor de la forma, con el tiempo el concepto de energía fue ocupando toda la escena. La supremacía del criterio de energía se manifiesta tanto en el exceso de materialidad que disuelve o amenaza la forma como en la caída de ciertas restricciones que definían el campo del arte. El retorno de la figuración es tal vez uno de los ejemplos más poderosos no sólo porque su exclusión había sido una de las consignas más fuertes del modernismo sino también porque hasta los propios artistas que venían del concretismo, como Hélio Oiticica o Waldemar Cordeiro, comenzaron a trabajar con figuras humanas.


Hélio Oiticica.

El poder de la energía trajo un cambio en el arte y, concomitantemente, en el papel del artista. El artista ya no se colocaba en una posición exterior a la obra guiado por los procesos de construcción sino que se involucraba y se convertía o en una extensión de la obra o en su soporte (como también sucede con el espectador). La energía, antes que con la forma, está vinculada con los organismos vivos, con las conexiones, las fuerzas del afuera y es conducida de un cuerpo a otro de manera tal que la acción del artista está involucrada (de ahí también que lo háptico desplace a lo óptico, lo táctil a lo visual). Mário Pedrosa lo sintetizó con una fórmula genial: el artista es “una máquina sensorial”.

En cuanto al arte, éste ya deja de vincular sus prácticas con el pasado específico para operar con el entorno: al ser despojado de los criterios que lo sostenían como un dominio autónomo, no es casual que el arte se haya convertido en una máquina conceptual. Si los rasgos distintivos carecen de relevancia y ya no hay atributos esenciales, el arte deviene un concepto que artistas, instituciones y espectadores pueden manipular en una perpetuo estado de vacilación e indeterminación (y, obviamente, de disputa institucional). Marcel Duchamp es el referente fundamental en este giro conceptual (la materia gris), aunque también hay que considerarlo un nexo con el artista como máquina sensorial (la materia rosa). [1]

La energía vincula a las prácticas artísticas con el entorno, con el afuera, con el acontecimiento histórico, con lo no artístico. En este desplazamiento, los años sesenta se caracterizan por el uso inventivo del espacio (la situación) como lugar en el que se testea la potencia del arte. Si bien al principio de la década el rasgo principal de este uso fue la incorporación de nuevos materiales (cosas encontradas en la calle o dispositivos no convencionales) y de nuevas experiencias sensoriales (en particular las aportadas por los medios masivos), pocos después la cuestión fundamental consistió en la relación conflictiva entre la práctica artística y el espacio de exhibición, tanto en su dimensión pública como política. El uso de la esplanada del Museo de Arte Moderna de Rio de Janeiro fue sintomático de este uso intensivo de las energías que venían de todos los ámbitos, sobre todo de la calle como lugar de manifestación. [2] En ese espacio la energía era reconducida a la potencia de la historia que sostenía la promesa de un futuro emancipado. Sin embargo, la relación entre energía, arte y espacio público sufre un cortocircuito de grandes dimensiones con el Acto Institucional Nº5. Este acontecimiento (“la noche negra” como la llamó Oiticica) hace que los artistas se pregunten sobre cómo usar o reconducir la energía. La respuesta de Hélio Oiticica es su experiencia en Londres y, posteriormente, el exilio en Nueva York donde inauguró la posibilidad de nuevas conexiones.

El cambio que implicó su radicación en la ciudad norteamericana podía observarse en varias instancias: en los cuerpos elegidos para los parangolês, en el retiro de los espacios públicos de exhibición (deja de exhibir después de la experiencia de Information en el MoMA), [3] en la incorporación de nuevos materiales (como la cocaína, el fílmico, las ambientaciones) y en un viraje en el uso de los colores. Los naranjas comienzan a ser desplazados por los azules oscuros (como en algunas cosmococas) o por los blancos. También en esos años Oiticica construye una red afectiva que incluye a amigos más jóvenes que lo visitan en Nueva York (como Wally Salomão, Ivan Cardoso), otros que conoce en la ciudad como Silviano Santiago y los poetas de Noigandres (Décio Pignatari, Haroldo y Augusto de Campos) que también lo visitan en la Big Apple. Con Haroldo entabla una relación particularmente intensa: poco antes de morir y cuando ya estaba internado, Haroldo escribe un guión fílmico para Ivan Cardoso sobre su amigo Hélio Oiticica. [4]


Un performer portando uno de los parangones de Hélio Oiticica.

 

Notas

[1] La cuestión de la materia rosa en Duchamp es trabajada por Georges Didi-Huberman en La Ressemblance par contact, París, Minuit, 2008.

[2] En los volantes que publicitaban el evento Domingos no Aterro (dentro del cual se realizó “Apocalipopótese”) se lee: “A arte deve ser levada à rua (no Aterro) ou ali ser realizada”. Y en un suelto periodístico se dice: “A partir da proposta de Lygia Pape, “arte e vida são a mesma coisa”, o grupo de alunos do DAP (Departamento de Artes Plásticas), do Museu de Arte Moderna, auxiliados pelos profesores Frederico Morais, Alfredo Brito, Sérgio Lemos, Lígia Pape, Zuenir Ventura, Roberto Verschleisser e Afonso Beato, iniciará a pesquisa das linguagens que estão sendo criadas no Aterro do Flamengo”. Ambas noticias están reproducidas en Marisa Alvarez Lima: Marginália (Arte & Cultura “na ideade da pedrada”), Rio de Janeiro, Salmandra, 1996, p.139 y 151.

[3] Escribe Celso Favaretto: “Tendo chegado ao “limite de tudo” na “Whitechapel Experience” e na “Information”, Oiticica desaparece das promoções artisticas. Aninhado em New York, leva ao extremo a marginalidade do experimental” (A invenção de Hélio Oiticica, São Paulo, EdUSP, 2000, p.205).

[4] O roteiro fue publicado por Toninho Vaz con el título “A última odisséia de Haroldo de Campos” en el Segundo Caderno de O Globo, sábado 23 de agosto de 2003.

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Fragmentos extraídos del ensayo "El nuevo sublime: un evento radical en el arte contemporáneo", publicado originalmente en portugués en el libro Hélio Oiticica: A Asa Branca do Êxtase. Rio de Janeiro: Editorial Anfiteatro, 2016. 


Los sueños, las fantasías, los anhelos del siglo XX tienen forma de imagen. No cualquier imagen, no en cualquier soporte. Tienen forma de fotografías. Apenas 30 años después de su presentación ante la Academia de Ciencias de París, la fotografía dejaba de ser un objeto de lujo para las élites y diversificaba su uso documental y antropológico, se utilizaba en archivos policiales, informes de guerra y relevamientos territoriales. Apenas 30 años después de su presentación, la imagen se coleccionaba en postales, se traficaba como parte de la educación sentimental, de la iniciación sexual. El fotoperiodismo y las revistas ilustradas la alojaban en sus páginas para construir la “actualidad”. La cámara puso el mundo a disposición del espectador, lo convirtió en un objeto de consumo. El siglo XX es un siglo de consumo de fotografías que proponen modelos de conductas y formas de vida, maneras de vestir y de alimentarse, estilos e identidades. La radio y el cine, y el apenas despuntar de la televisión, proponen un universo de imágenes que no deja de multiplicarse bajo la forma de más imágenes.

El mundo del espectáculo local tendrá su fotógrafa en Annemarie Heinrich, una joven nacida en Alemania en 1912 y criada en la Argentina. Discípula de la australiana Melitta Lang y el polaco Sivul Wilenski, Heinrich abre su propio y modesto estudio en 1930 y se propone desarrollar el oficio del siglo: fotógrafa profesional. Se vuelve, entre otras cosas, retratista del star system local. De ella son ciertas imágenes emblemáticas: Mirtha Legrand o Libertad Lamarque, la cabeza ladeada con previsible coquetería, la boca entreabierta, los dientes perfectos, la mirada sonriente. También la foto de la joven Evita Duarte, en traje de baño a lunares, el cabello suelto, los brazos detrás de la cabeza y los ojos pícaros mirando hacia arriba, o la de Tita Merello, asomando a la imagen de costado, con el pelo revuelto y las cejas arqueadas, el gesto de rea. Durante décadas, la cámara de Heinrich registró los rostros del mundo del cine, el teatro y la danza, tomó también retratos de artistas plásticos, músicos y escritores: Zully Moreno, Tilda Thamar, Antonio Gades, Dolores del Río, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Bárbara Mujica, Rafael Alberti, Cecilia Ingenieros, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Ástor Piazzolla, Pinky, Aníbal Troilo, Graciela Borges, Susana Giménez.

Gestos y poses, formas de poner el cuerpo, objetos que acompañan al retratado, encuadre e iluminación hablan del profesionalismo de Heinrich, que encuentra un modo único de cumplir con el oficio y, al mismo tiempo, escapar de la imagen adocenada. El retrato de los hombres y mujeres que pertenecen al ambiente del arte y la cultura es central para la industria cultural. Son imágenes que inventan la figura del autor donde solo habría objetos, novelas, libretos, partituras. La cámara de Heinrich habla de ese encuentro entre un rostro, una gestualidad y la construcción de ese artefacto que es el actor, la escultora o el músico. Estas imágenes son piezas de un género que, inevitablemente, distribuye roles previsibles –la joven angelical, la estrellita en ascenso, el galán, el músico temperamental, el escritor asceta– como parte de una trama en la que también se imbrican las novelas, piezas radiales y películas.

Los retratos tomados por Heinrich aparecían en las tapas de las revistas de actualidad, Antena, Sintonía, Radiolandia, o se integraban al aparato de difusión de espectáculos teatrales y productos cinematográficos. Eran rostros para ser multiplicados por la maquinaria de la incipiente industria cultural, para ser admirados y coleccionados por el público. Eran fotografías que tenían un itinerario múltiple: devenían otra cosa, un dibujo en colores que se deformaba y multiplicaba en revistas y carteles, un instrumento de promoción que circulaba, con el sello del estudio, en las oficinas de productores y agentes, o una pieza coleccionable, en las manos de los admiradores que la recibían autografiada. En ese recorrido, algunas incluso volvían firmadas al estudio, demostrando que la reproducibilidad técnica que vertebra la imagen en el siglo XX no es sino un desafío para inventar modos de reponer lo aurático y lo único de una estampa.

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Fragmentos extraídos del ensayo publicado con el mismo título en el libro Annemarie Heinrich. Intenciones Secretas. Génesis de la liberación femenina en sus fotografías vintage. Buenos Aires: Malba-Fundación Costantini, 2015.


19.05.2023

El ojo pensante

Por Martín Greco

Diego María Concepción Juan Nepomuceno Estanislao Rivera Barrientos Acosta y Rodríguez, más conocido como Diego Rivera, pinta en Madrid en 1915 el Retrato cubista de Ramón Gómez de la Serna, una obra central en la historia de las vanguardias hispánicas.

Rivera vive en París, pero tras el estallido de la Primera Guerra Mundial busca refugio en España. Atraviesa por entonces un período cubista, breve pero fundamental para su evolución estética. Junto a otros artistas realiza en marzo de 1915 la muestra de «Los pintores íntegros»: por primera vez llegan a Madrid los escándalos del arte nuevo. Durante esa exposición pinta el retrato de Gómez de la Serna, convergencia de artes plásticas y literatura, de España y América. Para el artista de vanguardia, la obra es una colaboración entre el pintor y su modelo; y es además una traducción de la realidad visible. Según el testimonio del artista mexicano:

“…pintamos Ramón y yo su retrato. Y digo los dos porque no puse a Ramón en calidad de momia viva, sino que mientras él trabajaba yo trabajaba también, siguiendo su vivir, tratando de traducirlo en movimiento de color y forma”.

También Gómez de la Serna refiere, en varias ocasiones, el singular proceso de creación:

“Yo escribí una novela mientras me retrataba, fumé, me eché hacia delante, me eché hacia atrás, me fui un rato de paseo, y siempre el gran pintor pintaba mi parecido; tanto, que cuando volvía del paseo –y no es broma– me parecía mucho más que antes de salir. El pintor tampoco se estaba inmóvil. A veces pintaba de espaldas a mí, y, sin darme importancia, miraba con más interés que al modelo el paisaje del balcón, o leía un libro como si copiase párrafos de sus páginas con colores de su paleta”.

En esta evocación se destacan el modelo que escribe y el pintor que lee. Este último, asimismo, puede pintar de espaldas: el arte nuevo supera los estrechos postulados del naturalismo. Por ello, Ramón llama a Rivera «el óptico prodigioso», y afirma: «Todo lo que colinde con la fotografía es repugnante, porque la fotografía es un ojo prehistórico. El ojo debe ser pensante… Estas son las paradojas del arte burlándose de la propia realidad». Ya en 1913 Apollinaire había señalado que el cubismo no es un acto de imitación sino de concepción.

Para Gómez de la Serna este retrato significa el correlato objetivo de su propia busca de renovación literaria:

“Mi retrato cubista me daba ánimo, me confortaba en las polémicas, me enseñaba a desañar el porvenir: se podía escribir de otra manera, puesto que estaba bien claro que se podía pintar de otra manera”.

Esa busca convertirá a Ramón en el maestro declarado de los movimientos de literatura de vanguardia de ambos lados del Atlántico; una busca incesante: aún treinta años después, en 1946, en el prólogo a su novela El hombre perdido, el escritor declara que «esta realidad que acabo de tocar y que puede desaparecer de un momento a otro, que ya ha desaparecido al sentarme a escribir frente a mi pupitre, no me convence como motivo de escrituración. Ha de ser una cosa que no esté ni en el realismo de la imaginación ni en el realismo de la fantasía, otra realidad, ni encima ni debajo, sino sencillamente otra». Y recuerda que Macedonio Fernández lo ha llamado «el mayor realista del mundo como no es».

Una vez terminado, el cuadro es exhibido en la vidriera de la exposición de Madrid. Según Diego Rivera, pudo verse entonces a «la policía montada alejando a caballazos a la gente que obstruía materialmente la calle de Carretas, ante el escaparate … que contenía el retrato de Ramón; a la gente protestando y chillando y, finalmente, el gobernador ordenando que se retirase el cuadro del escaparate por constituir una incitación al crimen, pues se apercibían en él una pistola automática de repetición y una cabeza de mujer cortada por una espada».

Es que para el pintor, este retrato cubista «tenía la apariencia de un demonio anárquico, que incitaba al crimen y a la sublevación. En esta satánica figura todos reconocían los rasgos de Gómez de la Serna, famoso por su oposición a todo principio convencional, religioso, moral y político… El retrato de Gómez de la Serna capturaba el espíritu de violenta desintegración». Cuando Rivera regresa a París, le deja el cuadro a Ramón, quien lo cuelga en su estudio, en medio de los mismos objetos y libros que aparecen en ella, y las figuras se triplican cuando el retrato y el retratado se abisman en un espejo, en vértigo barroco, según evoca el escritor español:

“Durante años había tenido ese retrato frente a mí, y cuando se encontraban su imagen y la mía de refilón, en un espejo de mi cuarto, me sorprendía un parecido mayor que el mío, asomado detrás de mí”.

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Fragmento de un texto publicado originalmente en Escritores del mundo


15.05.2023

Diego Rivera: muralismo y política

Por Pablo Fasce

Revisar la trayectoria de Diego Rivera es una invitación a descubrir las tensiones y complejidades del Muralismo Mexicano. Tanto la crítica de la época como el Estado comandado por el Partido Revolucionario Institucional se encargaron de construir una narrativa sobre el movimiento que lo presentó como un bloque homogéneo, cuyo compromiso con los valores y objetivos de la revolución se traducía en un programa de arte público que, a través de las imágenes, develaría el sentido de la identidad, la historia y la gesta de la nación mexicana. A menudo Rivera fue situado (por sí mismo y por otros) como la figura central de aquella formación; sin embargo, reparar en los debates, conflictos y desencuentros con sus compañeros de ruta permite desarmar el relato canónico para exponer las contradicciones del muralismo y entenderlo, tal como planteó Rita Eder (1990), como un proyecto moderno en el contexto de una sociedad donde la modernidad capitalista aún no había sido plenamente desarrollada.

Entre 1923 y 1928 Rivera realizó el ciclo de frescos monumentales que decoran los tres niveles del Patio del Trabajo y el Patio de las Fiestas, en el edificio de la Secretaría de Educación Pública. El encargo, fruto del éxito que había obtenido con La Creación, pintada en el teatro del antiguo Colegio de San Ildefonso, catapultó a Rivera al centro de la constelación muralista: además de encargarse del programa de murales más extenso hasta la fecha, el pintor también fue designado como jefe del Departamento de Artes Plásticas de la Secretaría. Al mismo tiempo, la historia de ese conjunto de pinturas está atravesada por la explosión del conflicto entre Rivera y sus colegas. En 1924, todo el arco político y cultural de México se estremeció por el conflicto que desencadenó la designación de Plutarco Elías Calles como sucesor de Álvaro Obregón a la presidencia y que tuvo su máximo momento de tensión en el asesinato del gobernador Felipe Carrillo Puerto; la contienda llevó a José Vasconcelos a dimitir de su cargo como Secretario de Educación Pública y a buena parte de los muralistas, alineados con el ala izquierda del movimiento de la Revolución, a perder sus encargos oficiales. Las discrepancias de Rivera con sus colegas lo llevaron a distanciarse del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores. Su decisión de apartar a sus colegas Jean Charlot, Xavier Guerrero y Amado de la Cueva de la realización de los murales de la Secretaría multiplicó las críticas hacia su figura.

El programa plástico desplegado por Rivera en los dos patios del edificio de la Secretaría de Educación Pública nos pone frente a un homenaje dedicado al pueblo mexicano, representado tanto a partir de sus trabajos y oficios como de sus celebraciones populares. En los paneles que componen los dos ciclos la historia de la revolución y la cultura popular se entremezclan y conjugan en un ejercicio plástico que aspira a la redención del alma nacional anhelada por el proyecto educativo vasconceliano. Pero, además, otra lectura de los murales coexiste con esta primera capa de lectura. El historiador Renato González Mello (2008) demostró que en los murales del Patio de los Trabajos se esconden un sinfín de símbolos, descifrables solo por aquellos iniciados en los misterios herméticos de la masonería. Durante sus años de trabajo en la Secretaría, Rivera se incorporó a la hermandad Rosacruz Quetzatcoatl, una orden secreta que era frecuentado por los intelectuales y referentes políticos del nuevo gobierno revolucionario, que encontraron en ella un espacio de sociabilidad que no había sido cooptado por las viejas elites porfirianas. El pintor seguramente pensaba en ellos cuando pobló sus murales de signos que recuerdan a la muerte y resurrección del aprendiz, la transmutación alquímica de los elementos y la concordia de los principios masculino y femenino que ordenan el cosmos. También se permitió retratarse a sí mismo con los atributos reservados al grado de maestre de la orden.

El final de la década de 1920 vio el cambio en la suerte de Rivera, que expulsado del Partido Comunista Mexicano y repudiado por sus colegas muralistas decidió cambiar de aire en suelo norteamericano. No obstante, su retorno y reposicionamiento en el campo de la izquierda durante la década subsiguiente son testimonio de la extendida vitalidad y conflictividad que signó al muralismo.

 

Referencias

Eder, Rita, “Muralismo mexicano: modernidad e identidad cultural” en A. M. Moraes Belluzzo (Org.), Modernidade: vanguardas artísticas na América Latina, São Paulo, Memorial UNESP, 1990.

Gonzalez Mello, Renato, “La Secretaría de Educación Pública: su sentido esotérico” y “La Secretaría de Educación Pública: su sentido exotérico”, en La máquina de pintar. Rivera, Orozco y la invención de un lenguaje. Emblemas, trofeos y cadáveres, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 2008.


En el segundo Manifiesto constructivo, Torres García afirma que en el arte prehispánico, al igual que en el arte egipcio, el bizantino y el de las catedrales góticas, subyace un plan geométrico a través del cual se logra el perfecto equilibrio entre abstracción y figuración. [1] Entendía que las culturas precolombinas pueden ubicarse, al igual que las mediterráneas, entre las antiguas civilizaciones que supieron aprehender en la relación con la naturaleza una verdad trascendente: 

“El hombre que nos antecedió supo distinguir perfectamente el espíritu que moraba en cada cosa y lo configuró en un signo. Y tal signo, para él fue un talismán. Su vista penetró más profundamente en la naturaleza que no la del hombre de hoy puesto que llegó a tal intuición: trascendió la materia.Todo fue espíritu para aquel hombre (y estuvo en lo cierto) el fuego, los vientos y el trueno, cualquier bicho o piedra...todo en su panteísta concepción universal”. [2] 

Por ende, proponía “no copiar” el arte precolombino sino “identificarse con el espíritu de los creadores” [3] que lograron la síntesis entre abstracción y figuración a través del símbolo pictográfico, “signo talismán”. Este arte, según el maestro uruguayo, debe ser leído como un texto de ideogramas, que da cuenta del «espíritu que moraba en cada cosa», [4] Este es a mi juicio el concepto clave para indagar el proceso de apropiación de referente prehispánico desde la perspectiva del universalismo constructivo de Torres: la lectura en clave ideogramática articula un problema plástico con una cuestión metafísica puesto que estos «signos talismán» son formas plástico-simbólicas que dan cuenta de «la verdad universal de las cosas». La concepción neoplatónica se conjuga con el primitivismo propio del pensamiento moderno en el que Torres se formó a lo largo de las cuatro décadas vividas en Europa.Bárbara Braun menciona que entre sus tempranas lecturas sobre “arte primitivo” figura The Origins of Art (1903) de Ernst Grosse (publicada en Barcelona en 1906, como Los comienzos del arte). Grosse –discípulo de Semper y uno de los referentes de Franz Boas en su Primitive Art (1927), texto fundador de la categoría de “arte primitivo” desde la etnología– [5] señala que el placer estético no está sólo ligado a la forma sino también el significado, porque “cuando las formas obran como símbolos, un nuevo elemento se agrega al goce estético”. [6] Es justamente este énfasis, puesto en el valor simbólico de las formas plásticas, el punto de articulación del neoplatonismo y el primitivismo. Torres, al igual que otros artistas vinculados a las corrientes esotéricas de la época, como Kandinsky, por ejemplo, anhela recuperar un arte que cumpla la función de traducir ideas en formas plásticas, vale decir, formas simbólicas que den cuenta de la estructura esencial del Cosmos.

En uno de sus últimos escritos La Nueva Escuela de Arte del Uruguay (1946) [7] sostiene que existe “una regla invisible que junta o hermana las obras antiguas a las más modernas” y que “ya no existen los artistas en particular sino el ARTE. Tendrá cada uno que volverse un primitivo y trabajar en lo elemental”; refuerza lo expresado ya en el Manifiesto de 1938: 

“Al tratar pues de ahondar en el espíritu de esas tierras de América, tratamos de ahondar para hallar la obra del hombre esencial. Despreciando lo histórico, de ayer y de hoy, procuramos dar con el terreno primitivo [...] el Universo (que no es ninguna abstracción) es una ley viviente. Y por esto, susceptible de ser reducido a números [...] Y al examinar las agrupaciones humanas en el rodar del tiempo y también la manifestaciones de la diversas culturas, no hemos querido fijarnos [...] más que en todo lo que guardase relación con ese orden universal[...] Nuestro interés en el aborigen de estas tierras de América, sea el de hoy o el de ayer, puede verse ahora que no obedece a otra razón que a la de hallar en él al hombre en ese plano universal, no deformado aún por la civilización”. [8] 

Torres entenderá al arte prehispánico desde esta perspectiva universalista y primitivista fundada en el convencimiento de que “todo primitivo trasciende las esfera material por natural disposición suya, y sea por superstición o por necesidad metafísica de creer en un orden, nos ha sido interesante, y de ahí el ocuparnos de él”. [9] 

A nuestro juicio, esta es la expresión de una transferencia del valor del orden neoplatónico, metafísico, abstracto y matemático, al orden prehispánico. La tradición constructivista sudamericana promovida por Torres no aprende la lección que encierran los textiles paracas, las esculturas tiwanacotas, la arquitectura incaica sino que los interpreta y define a la luz del neoplatonismo que subyace a todas las corrientes de arte concreto y constructivista europeos de los primeros 20 años del siglo XX. [10]

 

Notas

1. Estos conceptos de Torres aparecen por primera vez en un libro de 1935, los estructura y los desarrolla en otro publicado en 1939, Metafísica de la Prehistoria Americana.
2. Torres García, Joaquín, 1938:9. Buzio de Torres, Cecilia, 1991.
3. Torres rechazó de plano las propuestas indigenistas en las que se daba una apropiación directa de motivos del arte indigena considerándolo un «verdadero pastiche». Buzio de Torres. Cecilia. 1991: 24.
4. Encuentro sugerentes coincidencias con la posición de Ricardo Rojas quien en Silabario de la decoración americana, editado en Buenos Aires en 1930, plantea que el sentido en las «figuras arqueológicas» está dado por, lo que define como, «alfabeto metafórico en el que se representan los seres del mundo y los mitos de la raza» (Rojas, Silabario de la decoración americana, Losada, Buenos Aires, 1953, p. 27).
5. Véase: Bovisio, Maria Alba, 1999.
6. Boas, F., 1987: 126.
7. Publicado en La Escuela del Sur. El taller Torres García y su legado, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1991.
8. Torres García, Joaquín, Manifiesto n°2, pp. 6-7.
9. Ibidem.
10. Excede los alcances de este texto desarrollar las diversas hipótesis que se han planteado sobre el concepto de orden en el mundo prehispánico, pero por lo pronto cabe señalar que toda la información etnohistórica y etnográfica disponible permite sostener la hipótesis de que los sistemas de pensamiento prehispánicos andinos pueden asimilarse a lo que Lévi-Strauss define como «pensamiento salvaje», pensamiento que opera a través de signos concretos y no de conceptos abstractos, pensamiento en el que no cabe la metafísica puesto que no hay separación entre los distintos niveles de la realidad sino que esta se piensa en una totalidad integradora y se la explica a través de una compleja red de analogías.

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Fragmento del ensayo "El referente prehispánico en la obra de Joaquín Torres García: transferencias simbólicas", publicado originalmente en América: territorio de transferencias. Cuartas Jornadas de Historia del arte. Editado por Marcela Drien, Fernando Guzmán Schiappacasse y Juan Manuel Martínez Silva. Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Santiago de Chile, 2008. 

 


Adoptar una perspectiva crítica decolonial para acercarnos a la cuestión del arte indígena contemporáneo supone partir de la idea de que en el circuito artístico latinoamericano tal cuestión no puede reducirse tan solo a subsanar la “ausencia” o sub-representación de las expresiones estéticas de determinados grupos étnicos; es preciso considerar los pliegues históricos de un proceso de subalternización desplegado en múltiples niveles, que afectó a sujetos, prácticas específicas, imaginarios, saberes y visiones de mundo, emanado del colonialismo moderno y capitalista, que ha persistido en la larga duración. Sumergirnos en esos pliegues implica, necesariamente, poner en discusión las funciones culturales de poder de las artes modernas occidentales en contextos de dominación colonial y poscolonial, y las improntas duraderas que se estabilizaron en los imaginarios socioculturales dominantes, en parte a través de la valoración, bajo el paradigma estético dominante, de ciertas prácticas y objetos culturales en franco desmedro e incluso destrucción de otras.

La estética moderna ha sido una de las principales categorías puestas en tela de juicio en la revisión crítica de la cuestión indígena en el arte. Desde la perspectiva de Ticio Escobar, la estética moderna, a través de la particular subordinación de la función bajo la forma, ha sido “erigida abusivamente en paradigma de todo modelo de arte” (2008, p. 554), produciendo un sistema que “introduce una dicotomía entre los dominios exclusivos del gran arte –soberano, desdeñosamente separado– y el prosaico circuito de las artes menores, constituido por manufacturas artesanales (o hechos de folklore o de ‘cultura material’)” (2008, 556). Es notable la persistencia de esta división en la estructuración del campo artístico, desde la etapa colonial hasta tiempos muy recientes. Así, cuando decimos que los pueblos indígenas han sido subalternizados, nos referimos a que han sido sometidos a posiciones de inferioridad con relación a las fuerzas europeas, en múltiples dimensiones, incluyendo ­–y a través de– las estéticas, los imaginarios, los sistemas simbólicos, los sistemas de representación, etc. La subalternización en esta dimensión ocurrió primero como efecto de la evangelización en el marco del colonialismo ibérico. La Iglesia concentró gran parte de sus campañas de conversión en el control de las imágenes, los sonidos y las danzas rituales indígenas. Serge Gruzinski se refirió a este primer momento como la guerra de las imágenes. Aunque a veces fueron utilizadas para facilitar la evangelización, en general las prácticas artísticas indígenas, en las que se cifraban sentidos sagrados y rituales, saberes ancestrales y visiones de mundo, fueron prohibidas, perseguidas y castigadas.

Este extenso proceso de subalternización continuó bajo otros ropajes, y en los siglos XVIII y XIX los indígenas se convirtieron en un tema preferido del arte academicista, desde obras que plasmaron miradas “científicas”, que pretendían dar a conocer a los habitantes del “Nuevo Mundo”, como en los cuadros de Albert Eckhout del siglo XVII, hasta las representaciones de los “buenos salvajes” del romanticismo, atravesadas por un imaginario primitivista que ha situado sistemáticamente a los indígenas en un tiempo siempre atrasado en relación al de la modernidad cristiana occidental, cuando no en el lugar sacrificial de las “civilizaciones desaparecidas”. Y en el siglo XX, las vanguardias artísticas, tanto en Europa como en Latinoamérica, también echaron mano de artefactos “primitivos” e hicieron propios sus atributos estéticos y formales, en muchos casos deslindándolos de los aspectos rituales y sagrados, de su especificidad étnica, local, y de las comunidades de cuyas vidas estos formaban parte.

Con todo, hubo y hay aún espacios de profunda resistencia. Muchos conocimientos fueron transmitidos, íntegramente o a través de procesos más complejos y oblicuos, como el sincretismo que se observa en el arte y la arquitectura colonial, en obras en que miles de indígenas dejaron su huella, muchas veces de manera compulsoria, como expertos artesanos, ejecutores y mano de obra anónimos. Y como las plantas y flores que logran crecer entre las grietas del pavimento aún en las condiciones más adversas, y a veces gracias a la ausencia de contacto con fuerzas e instituciones del “progreso”, muchas tradiciones y conocimientos indígenas están vivas en el presente, resguardadas y nutridas por las comunidades de las que son parte, a la vez que amenazadas por fuerzas destructivas del capitalismo ecocida.

En este sentido, y de manera general, una mirada decolonial del arte es una que se configura a contrapelo de los efectos de la colonialidad que designó, y todavía designa, de manera desigual e injusta, el poder de nombrar, representar y producir conocimiento y visiones de mundo para unxs y no para otrxs, una distribución esencialmente etno-racista.

Ahora bien, en un registro más específico sobre los efectos de las distribuciones jerarquizantes de la colonialidad con relación al arte propiamente, tanto Walter Mignolo como Enrique Dussel han hecho hincapié una y otra vez en la operación por la cual la estética moderna ha dominado su concepción y fungido como un parteaguas que divide lo que es “arte” de lo que es “otra cosa”. En comparación con la perspectiva crítica de Escobar, Dussel y Mignolo sitúan el problema del paradigma estético moderno como efecto de la distribución sistémica del poder de acuerdo con jerarquías raciales y de género y sexualidad en la larga duración. Mignolo (2018), en un movimiento, o giro, crítico y teórico que se nutre por fuerza de oposición de cierto vigor que aún reviste el paradigma de la estética moderna en el circuito internacional del arte, le ha contrapuesto a ésta la noción de aisthesis, sosteniendo que, junto a la de gnosis (en contraposición a la epistemología moderna), configuran “esferas del conocer y del sentir ya no sujetas a epistemología y estética (teoría del fenómeno estético)” (Mignolo 2018, p. 19). Quizás pensar estos fenómenos tan complejos en términos de “esferas” responda más a la demarcación de campos críticos que a lo que ocurre en el campo artístico en sí, si pensamos en las prácticas de los circuitos contemporáneos, en los que la “contaminación” entre múltiples dimensiones resulta inevitable, si no un efecto buscado adrede en muchos casos. Para decirlo de otro modo, la descolonización de la estética como rama filosófica, o en el discurso crítico, no conlleva, por una suerte de homologación, la descolonización del campo artístico, ni vice versa. De hecho, parecería que el discurso crítico decolonial llega un poco atrás después de un siglo de ebullición en las prácticas, si pensamos solo a partir de los impulsos vanguardistas poscoloniales, y varios siglos si nos atrevemos a pensar más allá del canon latinoamericanista que hasta hace poco solo admitió a formas y expresiones originarias y afrodiaspóricas bajo el signo del primitivismo y algunas de sus ramificaciones, como el surrealismo. En el camino hacia un mundo donde quepan muchos mundos, y estéticas, también habrá que revisar las funciones de los registros filosófico-críticos en la recepción y traducción de lo que ocurre “en el territorio” del campo de las prácticas artísticas. De todas formas, la cuña crítica decolonial es valiosa porque no deja de insistir en apuntalar y amplificar, desde espacios institucionales y mediáticos, como los propios museos, a formas del arte presentes en proyectos de artistas subalternizadxs por el propio despliegue eurocentrado y patriarcal del campo artístico, y valorar una dimensión que se ha configurado de manera externa al mismo. Dimensión que podríamos pensar como un acervo vivo, que comienza como un soplo, deslumbrante y vital, tramado con plantas, animales, luz, tierra, agua, memorias, de lo bello del mundo, que se hace desde la “contemplación-emotiva, como fruición subjetiva”, que Dussel define como aísthesis,     

Repitiendo. La cosa real es un momento del cosmos que puede ser subsumida en el mundo. Es decir, las propiedades físicas de la aurora o salida del sol es un hecho real; en cuanto hecho es ya mundano para un sujeto y como objeto de la experiencia. Ese objeto es ahora a su vez, y como segundo momento, constituido desde la intensión estética (aísthesis) en el sentido de lo bello, como valor estético, siendo ese sentido lo constituido por la posición fenomenológica del sujeto ante el objeto que es interpretado como disponible para la vida, lo que causa en el sujeto una admiración entusiasta, una alegría por el hecho de poder seguir viviendo, un descubrimiento de una mediación que puede ser empuñada para lograr el fin de la vida. Esa posición subjetiva fenomenológica constituye a las cosas reales como bellas. (2018, p. 18)

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Notas introductorias para la clase “Artistas indígenas contemporáneos: Miradas decoloniales sobre el circuito artístico” en el marco del Seminario Anual Tercer Ojo. En la clase nos detendremos en obras de Sheroanawe Hakihiiwe, del pueblo Yanomami, Alto Orinoco, Venezuela, y  de Abel Rodríguez (Mogaje Guihu), sabio Nonuya, de la Cuenca amazónica colombiana.

Referencias

Dussel, Enrique. (2018). “Siete hipótesis para una estética de la liberación”. Astrágalo 24, 13-40.
Escobar, Ticio. (2018). “Arte indígena. Zozobras, pesares y perspectivas”. En Contestaciones. Arte y política desde América Latina. Textos reunidos de Ticio Escobar (1982-2021).
Mignolo, Walter. (2018). “Reconstitución epistémica/estética: la aesthesis decolonial una década después”. Calle 14: revista de invesrtigación en el campo del arte 14(25), 14-32.


29.03.2023

Xul Solar, hacia la integración americanista

Por Cecilia Rabossi

Hacia 1920, Buenos Aires se afianzaba como ciudad moderna y la escena artística, reclamaba una renovación. En 1924, se producen una serie de hechos importantes en este sentido: apareció el periódico Martín Fierro, órgano que agrupaba a poetas y escritores que planteaban la necesidad de crear un nuevo ámbito de creación y discusión; se fundó la Asociación Amigos del Arte, espacio que presentaba y promocionaba las obras de artistas plásticos, músicos, y escritores, además de alentar el coleccionismo y de convocar a grandes personalidades. Ese mismo año, el artista Emilio Pettoruti regresó de Europa y expuso en la Galería Witcomb sus obras "futucubistas" que escandalizaron a la escena local.

El año 1924 fue trascendental en la vida de Xul Solar por varias razones. Por un lado, decidió regresar a la Argentina junto a Pettoruti, luego de una larga estadía de doce años fuera del país. Por otro lado, antes de su partida de Europa, conoció en París al ocultista inglés Aleister Crowley quien le transmitió el método para lograr sus visiones.

El encuentro con Pettoruti se produjo en Florencia, unos años antes en 1916, y desde ese momento entablaron una amistad que lo llevó a emprender viajes, largos períodos de convivencia y fundamentalmente a planificar el regreso a la Argentina, conscientes de la necesidad de generar un cambio imprescindible en el arte argentino. Ese intercambio fraternal entre ambos se puede visualizar en la realización de retratos (Retratos de Emilio Pettoruti: Luce Elevazione (Retrato de Xul Solar) o Elan-Lumiere, 1916 y El pintor Xul Solar, 1920); la escritura recíproca sobre la producción artística; la cotidianidad de la convivencia en el empleo de un mismo cartón para la realización de sus obras; la ayuda de Pettoruti en la concreción de la primera exposición individual de Xul Solar en la galería Arte de Milán (1920) o el apoyo explícito e incondicional desde los escritos en las páginas de los medios porteños a la exposición de Pettoruti en Buenos Aires –antes y durante ella–, señalando el importante rol que cumple el artista en el cambio “espiritual” de la escena artística y poniendo de relieve el vinculo con el continente americano.

En 1923-1924,  Xul Solar escribía:

Digamos del pintor argentino PETTORUTI, uno de la vanguardia criolla hacia lo futuro. ¡Y también algo pro arte en nuestra América! Somos y nos sentimos nuevos, a nuestra meta nueva no conducen caminos viejos y ajenos […] Acabe ya la tutela moral de Europa. Asimilemos sí, lo digerible, amemos a nuestros maestros; pero no queramos más nuestras únicas Mecas en ultra mar […] Al mundo cansando, aportar un sentido nuevo, una vida más múltiple y más alta nuestra misión de raza que se alza[…]”.

En Buenos Aires, se inserta en el círculo intelectual alrededor del periódico quincenal de vanguardia, Martín Fierro. Es un período en que su hacer artístico convive con la escritura, la ilustración y las traducciones. Y es en este ámbito donde conoció a Jorge Luis Borges, Oliverio Girando, Macedonio Fernández y Leopoldo Marechal, entre otros.

La estrecha relación entre Borges y Xul Solar comenzó en los tempranos años veinte y se extendió en el tiempo con altibajos. De su relación, quedan huellas como son sus colaboraciones en las publicaciones dirigidas por el escritor (ilustraciones, viñetas, afiches), en los prólogos y conferencias que dictó sobre él en donde llegó a definirlo, en 1949,  como un:

Hombre versado en todas las disciplinas, curioso de todos los arcanos, padre de escrituras, de lenguajes, de utopías, de mitologías, huésped de infiernos y de cielos, autor panajedrecista y astrólogo, perfecto en la indulgente ironía y la generosa amistad, Xul Solar es uno de los acontecimientos más singulares de nuestra época.

Entre las amistades que establece en esos años martinfierristas, se encuentra la del escritor Leopoldo Marechal, quien en su novela Adán Buenosayres, se refiere a los personajes relevantes de la escena cultural de los años veinte, entre los que se encuentra Xul Solar caracterizado como el astrólogo Schultze, encargado de guiar a un grupo de jóvenes (Jorge Luis Borges, Jacobo Fijman, Raúl Scalabrini Ortíz, Norah Lange y el propio Marechal) en una expedición por los suburbios de Buenos Aires y por los planos de ultratumba. Marechal otorga al personaje del astrólogo el conocimiento en múltiples áreas y señala en clave paródica, la necesidad permanente del astrólogo de transformarlo todo.

Xul Solar Inventó dos lenguas, una de uso continental y otra de carácter universal, con la intención de corregir las fallas y limitaciones de los idiomas y permitir la comunicación. Con la creación del neocriollo, el artista pretendía la unión latinoamericana a través de una lengua común y accesible con la que buscaba desdibujar las fronteras del Continente. El neocriollo se conforma con una mezcla de español y de portugués, con algunos agregados de otras lenguas, con la que buscaba la unión latinoamericana a través de una lengua común y accesible para todo el continente. Como sostiene Jorge Schwartz, “Es sorprendente que Xul Solar sea el único vanguardista latinoamericano que, en vez de utilizar como lengua extranjera el francés […] recorra una ruta lingüística insólita, determinada por un principio geopolítico, y que elija, como parte del proyecto, el portugués de Brasil”.  Además de su carácter geopolítico de pretendida lengua continental, el neocriollo, también, será para Xul  Solar una lengua sagrada, será la elegida para escribir sus visiones.

Xul Solar es un creador total que busco constantemente y, por todos los medios, modificar todas las disciplinas y este proceso de reinvención de sistemas e instrumentos, como afirmaba Borges, lo llevaron a trabajar en un “sistema de reformas universales”.

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El lunes 3 de abril, Cecilia Rabossi brindará la clase Xul Solar, hacia la integración americanista, en el marco del Seminario anual Habitar y transformar el arte latinoamericano


17.03.2023

Torres García en Montevideo

Por Cristina Rossi

En abril de 1934 Joaquín Torres García llegó a Montevideo con su familia y se dedicó a difundir la propuesta de arte constructivo que había comenzado a desarrollar en el contexto europeo. Muchos fueron los artistas que, interesados en promover el arte moderno, participaron en la Sociedad de las Artes del Uruguay. A esta primera agrupación se adhirieron artistas de diversas tendencias, como Carlos Prevosti, Luis Mazzey, Zoma Baitler o Gilberto Bellini, que profesaban un realismo que seguía las pautas enseñadas por André Lhote, junto a otros que continuarían acompañando a Torres García, como Carmelo de Arzadun o Héctor Ragni, el español Eduardo Díaz Yepes (su yerno) y José Cúneo, quien más tarde mostraría diferencias con sus ideas.

En junio de 1934 realizó su primera exposición en Montevideo presentada con un texto en el que escribió: “estas obras están concebidas para ser ejecutadas en grande escala-obra monumental (sin perjuicio de que las obras actuales sean ya realizaciones definitivas), obras que debieran ser ejecutadas en piedra, vidrio, mosaico, alfarería, fresco, tejido, etc., es decir, los nobles procedimientos de otro tiempo”, palabras que ya contenían la utópica idea de reinstalar el arte en las prácticas cotidianas. También presentó un ciclo de conferencias en la Escuela Taller de Artes Plásticas (ETAP) y, en diciembre, integró el Tercer Salón Anual ETAP junto a Ragni (quien diseñó el cartel para la exposición), Nicolás Urta y su hijo mayor, Augusto Torres.

La ETAP había surgido a fines de 1932 como iniciativa grupal de enseñanza formada por un conjunto ecléctico de artistas, entre los cuales algunos adherían a la izquierda y trabajaban dentro de una temática social (tendencia que se había expandido tras la visita de David Alfaro Siqueiros). Si bien en los primeros tiempos del arribo de Torres García se observaron signos de integración entre la tradición local y las nuevas ideas que trajo, pronto Norberto Berdía publicó una carta en la que lo acusó de practicar “un arte purista propio de la decadencia del capitalismo”, que originó el Manifiesto n° I con el que Torres García le respondió.

En ese primer año de su llegada también decidió alquilar un local en la calle Uruguay 1037, donde en agosto se presentaron obras de los artistas locales junto a las de algunos vanguardistas europeos, como Hélion, Daura, Cueto y Van Rees. Unos meses más adelante, en febrero de 1935, en su lección La Escuela del Sur afirmó: “nuestro norte es el sur”, con el fin de reposicionar su discurso en Latinoamérica y, con el mismo gesto, depositar su confianza en la tradición indoamericana como una de las versiones de la tradición universal. Luego, en mayo de ese año, el “Estudio 1037” cambió de nombre por “Asociación de Arte Constructivo” (AAC) y el maestro volcó las bases teóricas en el libro Estructura, publicación que dedicó a Mondrian.

Muchos de los artistas que integraban la AAC habían recibido formación académica: por ejemplo, el argentino Héctor Ragni había estudiado dibujo y grabado en el Círculo Artístico de Sant Lluc, en España, y también había viajado a París; Carmelo de Arzadun se había perfeccionado en España con Antonio Aramburu y en las Academias de la Grande Chaumière, Collarossi y Vitti; Amalia Nieto había cursado pintura con Domingo Bazzurro en el Círculo de Bellas Artes de Montevideo y, luego, había viajado a Europa para asistir a la Academia de André Lhote, a la Academia de la Grande Chaumière y a la Sorbonne. En general se trataba, entonces, de artistas formados y que habían logrado cierta posición en el campo artístico local.

La Asociación de Arte Constructivo (AAC)

Mientras Torres García mantuvo su prédica permanente en libros, artículos y conferencias, desde mayo de 1936 la agrupación editó Círculo y Cuadrado. Revista de la Asociación de Arte Constructivo, planteada como “segunda época” de la parisina Cercle et Carré y publicada en español y en francés.

El primer número de Círculo y Cuadrado reprodujo el mapa de Sudamérica invertido y un texto sobre el concepto de construcción, definido como “estructura” y referido al ordenamiento de los elementos plásticos de la obra y a la posibilidad de simbolizar el orden universal. El otro aspecto que consideraba el programa de la revista era el de las coordenadas culturales latinoamericanas que, para Torres García, estaban relacionadas tanto con su tradición autóctona como con su realidad presente. En esa realidad presente, para el maestro era tan importante el vínculo con el arte europeo como la posibilidad de lograr un matiz “propio”, que lograra testimoniar el arraigo a la tierra latinoamericana. Desde ese número, entonces, Círculo y Cuadrado fue entretejiendo una trama que vinculaba el conocimiento del arte moderno de extramuros y el acercamiento al arte prehispánico.

Si bien la revista puso en circulación los lineamientos del proyecto constructivo según los objetivos que había trazado su mentor, como todo emprendimiento grupal tuvo a sus integrantes como actores principales. Desde una mirada panorámica se podría considerar que mantuvo tres líneas de acción: la difusión de las enseñanzas del maestro, los contactos con el arte moderno europeo y la búsqueda de la raíz precolombina.

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Fragmentos del texto “Universalismo constructivo: Joaquín Torres García y la Escuela del Sur”, publicado en Laurens Dhaenens (Ed.), Arte desde América Latina, Lannoo Publishers: Tielt-Bélgica, pp. 96-113. 


Antonio Berni. Manifestación, 1934.

Como lo muestra la labor de Antonio Berni y sus compañeros de la Mutualidad Popular de Estudiantes y Artistas Plásticos, fue recién en los años treinta cuando las preocupaciones políticas encontraron su formulación en clave vanguardista. La presencia simultánea en Buenos Aires de revistas, creadores y agrupaciones que adherían a tendencias como el surrealismo, las nuevas vertientes del realismo o el muralismo de Siqueiros, o que procesaban los debates internacionales sobre el arte puro y el arte revolucionario, son algunos de los indicadores capaces de abonar esta hipótesis. En el ambiente cultural de los veinte, polarizado en torno a las posiciones excluyentes del “arte por el arte” y el “arte comprometido”, la discusión política se desarrolló fundamentalmente por fuera de la zona de vanguardia; y aunque el fin del núcleo renovador más relevante de esos años, el periódico Martín Fierro, se vinculara a un problema de definiciones partidarias, las preocupaciones de orden ideológico estuvieron alojadas en las editoriales y publicaciones de Boedo frecuentadas por los escritores y artistas “sociales”. Por otra parte, si durante esa década Buenos Aires prácticamente monopolizó la renovación de la vanguardia, en los años treinta esta responsabilidad fue compartida con otros centros como Rosario, que continuó gravitando y adquiriendo una importante visibilidad. Es un hecho destacable que producciones altamente significativas de la década, como el surrealismo practicado por Berni a su regreso de Europa, hayan sido desplegadas en esta ciudad y que su formulación del Nuevo Realismo haya sido teorizada y realizada en contacto con los jóvenes artistas experimentales, políticamente motivados, que actuaban bajo su impulso.

También, otros indicadores revelan que los años veinte, como una primera fase de la renovación argentina, habían quedado atrás. La profunda conmoción política inaugurada por el golpe de 1930 y el amenazante contexto internacional provocaron en los artistas un desplazamiento de la discusión del “proyecto estético” a la del “proyecto ideológico”, de la tensión entre cosmopolitismo y nacionalismo a la discusión sobre las relaciones ideológicas entre arte y sociedad. A la vez, el cosmopolitismo cultural cedió ante el internacionalismo político de la izquierda comunista y, en algunos de sus miembros, el gusto por “lo nuevo” se articuló con la pasión revolucionaria, inaugurando de este modo una instancia diferenciada en la vanguardia plástica argentina.

Como ha planteado Herbert Lottman, la organización de masas en los ambientes artísticos y literarios propiciados por los comunistas se desarrolló efectivamente después de 1930, con la realización del Congreso de Jarkov y la formación de La Unión Internacional de Escritores Revolucionarios. En Francia, una Asociación de Escritores Revolucionarios se convirtió rápidamente en Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios (AEAR), formada por creadores de diversos países y cuya labor en la literatura, las artes plásticas, el cine o la fotografía estaba comprometida con la lucha del proletariado. El comité de patrocinio contaba con personalidades como Louis Aragon, André Breton y Paul Eluard, pertenecientes al grupo surrealista frecuentado por Berni en los últimos años de su estadía en París, y por figuras como Barbusse, al cual había estado ligada su esposa, la escultora Paule Cazenave, con quien el artista regresó a Rosario a fines de 1931. En sus declaraciones de principios se establecía:

“No hay arte neutro, no hay literatura neutra [...] Una literatura y un arte proletario está naciendo [...] La crisis, la amenaza fascista, el peligro de la guerra, el ejemplo del desarrollo cultural de masas en la URSS, frente a la regresión de la civilización occidental dan en la hora presente las condiciones objetivas favorables para el desarrollo de una acción literaria y artística proletaria y revolucionaria en Francia”.

La similitud de los programas y la simultaneidad de los debates políticos y culturales muestran la influencia que tuvo la izquierda intelectual francesa, y muy particularmente la prédica de Henri Barbusse y Romain Rolland, sobre los intelectuales y artistas latinoamericanos. Durante los primeros años de la década del treinta, y ante los peligros de un control totalitario, ambos escritores promovieron numerosas reuniones que comprometían a los miembros del campo intelectual; esto desembocó en el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura contra la guerra y el fascismo, realizado en 1935 en el palacio de la Mutualidad parisina. El resultado de esta política de frentes en el campo cultural argentino fue la fundación, ese mismo año, de la AIAPE y, específicamente en el espacio de las artes plásticas, la realización de su salón con la participación de gran parte del grupo de Rosario. Su culminación: la celebración del 1 de mayo de 1936 con la colaboración del más amplio espectro de las fuerzas progresistas, desde los grandes partidos mayoritarios tradicionales hasta las pequeñas agrupaciones políticas y culturales. Sobre estas últimas –Agrupación de Jóvenes Escritores, Escuela de Estudios Superiores, Comité Antifascista Argentino, Mujeres contra la Guerra, entre otras– María Calderari sostiene:

“Con la misma eficacia que en los inicios de la década el PCA –que sólo visualizaba como protagonista histórico al proletariado– logró fundar e incluirse en organizaciones sindicales de peso nacional, a partir de mediados de la década arma un entorno político-cultural con la creación de instancias culturales, de solidaridad, [...] consiguiendo así una presencia social que no condecía con su real dimensión partidaria. Presencia que operó efectivamente, por un lado en el campo de la lucha antifascista y, por otro, en su inserción en las luchas nacionales por la democratización”.

En concordancia con estos procesos, el grupo de Berni fue capaz de llevar adelante esa doble militancia por la renovación estética y la revolución política exhibiendo, más allá del carácter laxo propio de los movimientos culturales, la disciplina de los sindicatos y partidos reclamada por Raymond Williams a los grupos de artistas. Asociado a este tipo de organización, puede detectarse aquí la aparición de un tipo de artista o intelectual que habla públicamente de los asuntos del mundo y cuyo modelo se sitúa en la escena parisina del período de entreguerras. El impacto del fascismo, las amenazas de guerra y el clima de confrontación ideológica generaron durante los años treinta un tipo de creadores y pensadores cuyo rasgo principal fue la internacionalización de las inquietudes. Los artistas de la Mutualidad no sólo se inscriben en ese modelo sino que el surgimiento y desarrollo del grupo también puede pensarse en relación a los lineamientos políticos, las estrategias y las redes de solidaridad internacional comunistas que enlazaban espacios tan distantes como París, Moscú y las ciudades argentinas.